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Mammachi solía decir que Chacko era, con mucho, uno de los hombres más inteligentes de la India. «¿Quién lo dice?», decía Ammu. «¿Y en qué te basas?» A Mammachi le encantaba contar la anécdota (la anécdota que había contado Chacko) de que uno de sus profesores en Oxford había dicho que, en su opinión, Chacko era brillante y tenía madera de primer ministro.

A lo que Ammu siempre respondía «¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!», como los personajes de los cómics.

Decía:

a) Que ir a Oxford no hacía necesariamente que una persona fuera inteligente.

b) Que la inteligencia no era requisito fundamental para ser un buen primer ministro.

c) Que si una persona no era ni siquiera capaz de dirigir una fábrica de conservas de modo que resultase rentable, ¿cómo iba a dirigir un país? Y lo más importante de todo:

d) Que todas las madres de la India idolatraban a sus hijos y, por lo tanto, no estaban capacitadas para juzgarlos.

Chacko contestaba:

a) No se va a Oxford. Se estudia en Oxford. Y:

b) Que después de estudiar en Oxford te dan un título.

– Un título de chapucero, ¿no? -preguntaba Ammu, y añadía-: De eso no cabe duda. No hay más que ver cómo se caen tus famosos aviones en miniatura.

Ammu decía que el desgraciado destino, totalmente previsible, de los aviones de Chacko daba una idea objetiva de su verdadero talento.

Una vez al mes (excepto durante la época de los monzones) llegaba un paquete contra reembolso para Chacko. Siempre contenía un avión en miniatura para armar, de madera de balsa. Chacko tardaba normalmente entre ocho y diez días en armarlo, con su diminuto tanque de combustible y su motor de hélice. Cuando estaba montado, llevaba a Estha y a Rahel a los arrozales de Nattakom para que le ayudaran a probarlo. Nunca volaba más de un minuto. Un mes tras otro, los aviones que Chacko construía con tanto cuidado se estrellaban en los arrozales verdes y fangosos, hacia los que Estha y Rahel salían disparados, como perros de caza bien adiestrados, para rescatar los restos.

Una cola, un tanque, un ala.

Una máquina herida.

La habitación de Chacko estaba atiborrada de aviones en miniatura rotos. Y todos los meses llegaba uno nuevo. Chacko nunca echó la culpa de los accidentes al estado de las piezas.

Después de la muerte de Pappachi, Chacko renunció a su puesto de profesor en la Universidad Cristiana de Madrás y volvió a Ayemenem con su remo del equipo de Balliol y sus sueños de futuro rey de los encurtidos. Rescató su fondo de pensiones y lo invirtió en comprar una máquina Bharat de embotellado al vacío. Colgó su remo (con los nombres de sus compañeros de equipo escritos en letras de oro) de unos aros de hierro en una pared de la fábrica.

Hasta que llegó Chacko, la fábrica había sido una empresa pequeña, pero rentable. Mammachi la dirigía como si se tratase de una cocina inmensa. Chacko la registró como sociedad en comandita e informó a Mammachi de que era socia comanditaria. Él invirtió en equipo (máquinas de enlatado, calderos, cocinas) y amplió el número de trabajadores. Muy poco después comenzó la caída financiera, pero la situación se mantuvo a flote gracias a unos ruinosos préstamos bancarios que Chacko obtuvo hipotecando los arrozales que tenía la familia alrededor de la casa de Ayemenem. Aunque Ammu trabajaba en la fábrica tanto como Chacko, siempre que éste trataba con los inspectores de alimentos o de sanidad hablaba de mi fábrica, mis pinas, mis encurtidos. Lo cual era verdad desde un punto de vista legal, ya que Ammu, por ser hija, no tenía ningún derecho sobre la propiedad.

Chacko les decía a Rahel y a Estha que Ammu ni siquiera tenía derecho a reclamar ante los tribunales.

– Gracias a nuestra maravillosa sociedad machista -decía Ammu.

– Lo que es tuyo es mío, y lo que es mío, es sólo mío -contestaba Chacko.

Tenía una risa sorprendentemente penetrante para un hombre de su tamaño y gordura. Y cuando se reía, todo su cuerpo se sacudía sin que pareciera moverse.

Hasta la llegada de Chacko a Ayemenem, la fábrica de Mammachi no tenía nombre. Todo el mundo se refería a sus conservas y encurtidos como los Mangos Tiernos de Sosha o la Mermelada de Plátano de Sosha. Sosha era el nombre de Mammachi. Soshamma.

Fue Chacko el que bautizó la fábrica con el nombre de Conservas y Encurtidos Paraíso y mandó diseñar e imprimir las etiquetas en la imprenta del camarada K. N. M. Pillai. Primero quiso llamarla Conservas y Encurtidos Zeus, pero la idea fue vetada porque todos dijeron que Zeus era poco conocido y no tenía ninguna relevancia en la zona, mientras que Paraíso sí. (La sugerencia del camarada Pillai, Conservas Parashuram, fue vetada por lo contrario: tenía demasiada relevancia en la zona.)

Fue idea de Chacko lo de pintar un cartel e instalarlo en la baca del Plymouth.

Ahora, camino de Cochín, vibraba y hacía un ruido que parecía que se iba a caer.

Tuvieron que parar cerca de Vaikom para comprar una cuerda y atarlo con más firmeza a la baca. Eso hizo que se retrasaran otros veinte minutos. Rahel empezó a preocuparse porque iban a llegar tarde a Sonrisas y lágrimas.

Entonces, cuando ya estaban cerca del extrarradio de Cochín, el brazo blanco y rojo de la barrera del tren empezó a bajar. Rahel sabía que eso pasaba porque estaba deseando que no ocurriera.

Todavía no había aprendido a controlar sus deseos. Estha dijo que aquello era una mala señal.

Así que iban a perderse el comienzo de la película. Cuando Julie Andrews aparece como un puntito sobre la colina y va creciendo y creciendo hasta que irrumpe en la pantalla cantando con su voz que es como el agua fresca y su aliento que huele como la menta.

En la señal roja que había sobre el brazo blanco y rojo ponía stop en blanco. Rahel dijo pots.

En una valla publicitaria amarilla ponía sea indio, compre productos indios en rojo. Estha dijo soidni sotcudorp erpmoc, oidni aes.

Los gemelos habían aprendido a leer muy pronto. Hacía tiempo que ya habían superado libros como Tom, el perro viejo, Janet y John y los Cuadernos de ejercicios de Ronald Lee Envozalta. Por la noche Ammu les leía trozos de El libro de la selva de Kipling.

Suelta la noche Mang, el murciélago,

que trajo en sus alas Chil, el milano…

El vello de los bracitos se les ponía de punta, dorado a la luz de la lámpara de la mesilla de noche. Cuando leía, Ammu podía hacerlo con voz grave, como la de Shere Khan, o muy fina, como la de Tabaqui.