Fuera del tren, el Hudson brillaba y los árboles tenían los colores pardorrojizos del otoño. Casi hacía frío.
– Hay un pezón en el aire -le dijo bromeando Larry McCaslin a Rahel al tiempo que apoyaba suavemente la palma de la mano contra la intimación de protesta de un pezón helado que se proyectaba bajo la tela de su camiseta de algodón. Larry se preguntó por qué no sonrió al gastarle aquella broma.
Ella se preguntó por qué sería que siempre que pensaba en su hogar lo imaginaba con los colores de las maderas oscuras y barnizadas de los barcos y de los núcleos vacíos de las lenguas de fuego que titilaban en las lámparas de latón.
Era Velutha.
De eso Rahel estaba segura. Lo había visto. Y él la había visto. Lo habría reconocido en cualquier sitio y en cualquier momento. Y, si no hubiese llevado camisa, también lo habría reconocido de espaldas. Conocía su espalda. Había ido muchas veces sobre ella. Más veces de las que podía recordar. Tenía una marca de nacimiento de color pardo claro con la forma de una hoja puntiaguda y seca. Decía que era una hoja de la buena suerte, que hacía que los monzones llegaran a su debido tiempo. Una hoja pardusca sobre una espalda negra. Una hoja otoñal en la noche.
Una hoja de la buena suerte que no fue lo bastante propicia.
No se suponía que Velutha llegara a ser carpintero.
Le pusieron Velutha, que significa «blanco» en malayalam, porque era muy negro. Su padre, Vellya Paapen, era paraván. Sangrador de savia de palmera. Tenía un ojo de vidrio. Una vez que estaba trabajando un bloque de granito con un martillo le saltó una esquirla al ojo izquierdo y se lo perforó.
Cuando era pequeño, Velutha iba con Vellya Paapen a la entrada de servicio de la casa de Ayemenem a llevar los cocos que arrancaban de las palmeras de la finca. Pappachi no permitía que los paravanes entraran en la casa. Nadie lo hacía. No se les permitía tocar nada que los Tocables pudieran tocar. No se lo permitían los de las Castas Hindúes ni los de las Castas Cristianas. Mammachi les contó a Estha y a Rahel que se acordaba de la época en que, siendo niña, los paravanes tenían que retroceder de rodillas, borrando sus huellas con una escobilla, para que los brahmanes o los cristianos sirios no se volvieran impuros al pisar sin querer sus pisadas. En tiempos de la niñez de Mammachi no se permitía a los paravanes, igual que a los demás Intocables, andar por la vía pública, ni cubrirse la parte superior del cuerpo, ni usar paraguas. Cuando hablaban, tenían que taparse la boca con la mano, para evitar que su aliento contagiase su impureza a aquellos a quienes dirigían la palabra.
Cuando los británicos llegaron a lo que hoy es Kerala, muchos paravanes, pelayas y pulayas (entre ellos Kelan, el abuelo de Velutha) se convirtieron al cristianismo e ingresaron en la Iglesia anglicana para escapar al flagelo de la Intocabilidad. Como incentivo adicional se les dio un poco de comida y de dinero. Se los conocía como los «cristianos del arroz». No les llevó mucho tiempo darse cuenta de que habían salido del fuego para caer en las brasas. Los obligaron a tener iglesias separadas, con ceremonias separadas y sacerdotes separados. Como favor especial se les otorgó incluso su propio obispo paria separado. Después de la independencia se encontraron con que no tenían acceso a las prestaciones estatales para los Intocables, como reservas de puestos de trabajo o derecho a obtener préstamos bancarios a bajo interés, ya que oficialmente estaban censados como cristianos y por lo tanto, fuera del sistema de castas. Era algo así como tener que borrar las propias huellas sin escobilla. O, peor aún, que ni siquiera se les permitiese dejar huellas.
Mammachi fue la primera en notar, una vez en que se tomó unas vacaciones de Delhi y la Entomología Imperial, la increíble habilidad que mostraba Velutha con las manos. Velutha tenía entonces once años, unos tres menos que Ammu. Era como un pequeño mago. Podía hacer complicados juguetes (molinos en miniatura, sonajeros, joyeros diminutos) con cañas secas, así como barquitos perfectos con tronquitos de tapioca y figuritas con semillas de anacardo. Se los llevaba a Ammu y se los ofrecía sobre la palma de la mano (como le habían enseñado), para que no tuviera que tocarlo al cogerlos. Aunque era más joven que ella, la llamaba Ammukutty: Pequeña Ammu. Mammachi convenció a Vellya Paapen para que lo mandara a la escuela para Intocables que había fundado su suegro, el Pequeño Bendecido.
Velutha tenía catorce años cuando Johann Klein, un alemán de un gremio de carpinteros de Baviera, llegó a Kottayam a pasar tres años en la misión cristiana dirigiendo un taller con carpinteros de la zona. Todas las tardes, después de la escuela, Velutha cogía un autobús a Kottayam donde trabajaba con Klein hasta que anochecía. Para cuando cumplió los dieciséis años había acabado la enseñanza secundaria y era un carpintero experto. Tenía sus propias herramientas de carpintería y una sensibilidad para el diseño claramente germana. A Mammachi le hizo una mesa de comedor estilo Bauhaus con doce sillas, todo de palo de rosa, y una chaise longue de madera de manjea de tipo tradicional bávaro. Para los festejos navideños organizados por Bebé Kochamma hacía un montón de alas de ángeles con armazón de alambre, que los niños se ponían en la espalda como si fueran mochilas, nubes de cartón entre las que aparecía el arcángel Gabriel y un pesebre desmontable para que en él naciera Cristo. Cuando el arco plateado del angelito que meaba en el jardín se secó inexplicablemente, fue Velutha el médico que le arregló la vejiga para que volviese a funcionar.
Aparte de ser un experto carpintero, Velutha era muy hábil con las máquinas. Mammachi (con la impenetrable lógica de los Tocables) solía decir que era una pena que fuese paraván, porque si no habría podido llegar a ingeniero. Reparaba radios, relojes, bombas de agua. Se ocupaba de la fontanería y la instalación eléctrica de la casa.
Cuando Mammachi decidió cerrar la galería trasera, fue Velutha el que diseñó e hizo una puerta plegable y corredera que más tarde haría furor en Ayemenem.
Velutha sabía más que nadie sobre todas las máquinas que había en la fábrica.
Cuando Chacko renunció a su puesto en Madrás y regresó a Ayemenem con una máquina Bharat para cerrar los botes herméticamente, fue Velutha el que la montó y la puso en marcha. Era él quien se ocupaba del mantenimiento de la nueva máquina de enlatado y de la rebanadora de pina automática. Y quien lubricaba la bomba de agua y el pequeño generador diesel. Y quien recubrió con planchas de aluminio, fáciles de limpiar, las superficies de cortar y el que hizo las calderas a ras del suelo para hervir la fruta.
Sin embargo, Vellya Paapen, el padre de Velutha, era un paraván a la Vieja Usanza. Había vivido la época en la que tenían que retroceder de rodillas, y su gratitud hacia Mammachi y su familia por todo lo que habían hecho por él era tan ancha y profunda como un río crecido. Cuando tuvo el accidente con la esquirla de piedra, Mammachi se ocupó de todo y le pagó el ojo de cristal. No había podido saldar aquella deuda todavía, y, aunque sabía que tampoco se esperaba que lo hiciera, y que nunca sería capaz de hacerlo, sentía que su ojo no le pertenecía. Su gratitud le ensanchó la sonrisa y le hizo doblar más la espalda.