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Decía «¡Oh, Dios mío!» muy a menudo.

¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!

– No sabía que teníais rodajas de piña -dijo-. A Sophie le encanta la piña, ¿verdad, Soph?

– A veces sí y a veces no -dijo Soph.

Margaret Kochamma se subió de un salto en el anuncio con sus pecas de la espalda y sus pecas de los brazos y su vestido de flores que dejaba las piernas al descubierto.

Sophie Mol se sentó delante, entre Chacko y Margaret Kochamma, con el sombrero asomando por encima del respaldo del asiento del coche. Porque era su hija.

Rahel y Estha se sentaron en el asiento de atrás.

El equipaje iba en el maletero.

Maletero era una palabra preciosa. Fortachón era una palabra horrible.

Cerca de Ettumanoor pasaron junto a un elefante sagrado muerto. Se había electrocutado con un cable de alta tensión que había caído sobre la carretera. Un técnico municipal de Ettumanoor supervisaba los trabajos para retirar el cadáver. Había que ser muy cuidadoso, porque la decisión que se tomase serviría de precedente para las futuras retiradas de paquidermos sagrados muertos por electrocución. Era un asunto que no debía tratarse a la ligera. Había un coche de bomberos y algunos bomberos que no sabían muy bien qué hacer. El técnico municipal tenía unos impresos y gritaba mucho. Había un carrito de Helados Alegría y un hombre que vendía cacahuetes en cucuruchos de papel estrechos, hábilmente diseñados para que no cupieran en ellos más de ocho o nueve cacahuetes.

– ¡Mirad, un elefante muerto! -dijo Sophie Mol.

Chacko se detuvo para preguntar si no sería por casualidad Kochu Thomban (Colmillo pequeño), el elefante del templo de Ayemenem que todos los meses iba un día a la Casa de Ayemenem a que le dieran un coco. Pero le dijeron que no.

Aliviados al saber que se trataba de un elefante desconocido, continuaron la marcha.

– ¡Grasias a Dios! -dijo Estha.

– ¡Gracias a Dios, Estha! -lo corrigió Bebé Kochamma.

Durante el camino, Sophie Mol aprendió a reconocer los primeros efluvios del hedor que anunciaba que se aproximaba un cargamento de caucho en bruto y a taparse la nariz hasta mucho después de que el camión que lo transportaba hubiese pasado.

Bebé Kochamma propuso que cantaran una canción.

Estha y Rahel tuvieron que cantar en inglés con voces obedientes. Alegres. Como si no les hubieran obligado a ensayar durante toda la semana. El Embajador E. Pelvis y la Embajadora I. Palo.

BendIIIto sea el SeñOOOr por siEEEmpre,

bendlllto sea y alabAAAdo.

Su pro-nun-cia-ción era perfecta.

El Plymouth atravesaba a toda velocidad el calor verdoso del mediodía promocionando conservas en el techo y con el cielo azul cielo en los alerones.

Justo en las afueras de Ayemenem chocaron con una mariposa de color verde col (o tal vez fue la mariposa la que chocó con ellos).

7. CUADERNO DE EJERCICIOS

En el estudio de Pappachi la colección de mariposas diurnas y mariposas nocturnas se había desintegrado hasta convertirse en montoncitos de polvo iridiscente que cubría la parte de abajo de los expositores de cristal, y los alfileres que las atravesaban habían quedado desnudos. Algo cruel. Los hongos y el abandono habían invadido la habitación. Un viejo hula-hoop de color verde neón colgaba de un gancho de madera que había en la pared como un enorme halo de santo desechado. Una hilera de hormigas negras relucientes cruzaba el antepecho de la ventana con los traseros levantados como una fila de chicas de revista, todas acompasadas, en un musical de Busby Berkeley. Sus siluetas se recortaban contra el sol. Lustrosas y bellas.

Rahel (sobre un taburete puesto encima de la mesa) revolvía una estantería de libros con los cristales sucios y opacos. Las pisadas de sus pies descalzos se podían apreciar claramente sobre el polvo del suelo. Iban desde la puerta hasta la mesa (arrastrada hasta la librería) y hasta el taburete (arrastrado hasta la mesa y subido encima de ella). Buscaba algo. Ahora su vida tenía forma y tamaño. Bajo los ojos tenía ojeras en forma de media luna y había duendecillos en su horizonte.

En el estante más alto las tapas de cuero del conjunto de volúmenes de Pappachi La riqueza entomológica de la India se habían despegado y se habían ido abombando hasta parecer amianto ondulado. Los lepismas habían hecho madrigueras entre las páginas, habían perforado túneles de una especie a otra y habían convertido en encaje amarillento lo que antaño fue una información organizada.

Rahel fue tanteando detrás de la fila de libros y sacó varias cosas que estaban escondidas.

Una concha marina lisa y otra rugosa.

Un estuche de plástico para lentes de contacto y una pipeta naranja.

Un crucifijo de plata que colgaba en el extremo de una sarta de cuentas: el rosario de Bebé Kochamma.

Lo puso contra la luz. Cada una de las cuentas atrapó, avariciosa, una porción de sol.

En el rectángulo que el sol iluminaba sobre el suelo del estudio se reflejó una sombra. Rahel se volvió hacia la puerta con su sarta de cuentas de luz.

– Fíjate. Aún sigue aquí. Lo robé después de que fueras Devuelto.

La palabra le había salido sin esfuerzo. Devuelto. Como si para eso sirvieran los gemelos. Para que los prestasen y los devolviesen. Como los libros de una biblioteca.

Estha no levantó la mirada. Tenía la cabeza repleta de trenes. Su cuerpo hacía de pantalla a la luz que entraba por la puerta. Un agujero con forma de Estha en el universo.

Detrás de los libros los dedos asombrados de Rahel encontraron algo más. Otra urraca había tenido la misma ocurrencia. Lo sacó y le quitó el polvo con la manga de la camisa. Era un paquete plano envuelto en plástico transparente y cerrado con cinta adhesiva. Dentro, un trocito de papel blanco decía esthappen y rahel. Con la letra de Ammu.

El paquete contenía cuatro cuadernos destrozados. En las tapas ponía cuaderno de ejercicios y, más abajo, nombre, colegio/instituto, clase, materia. En dos de ellos estaba su nombre y en los otros dos, el de Estha.

En la parte interior de la tapa de detrás de uno de ellos alguien había escrito con caligrafía infantil. Por la forma laboriosa de cada letra y el espacio irregular entre las palabras se deducía el esfuerzo por controlar un lápiz errático y con voluntad propia. Por contraste, los sentimientos eran evidentes: Odio a la Señorita Mitten y Creo que tiene las bragas rotas.

En la tapa Estha había borrado su apellido frotando con saliva y se había llevado parte del papel. Encima había escrito a lápiz Desconocido. Esthappen Desconocido. (La decisión sobre qué apellido iban a usar estaba pospuesta hasta que Ammu decidiera entre el de su marido y el de su padre.) Junto a clase había puesto primero y junto a materia, Redacciones.