Выбрать главу

En cuanto al camarada Pillai, por las mañanas se sentaba a la puerta con una camiseta Aertex grisácea y un fino mundu blanco bajo el que se le marcaban los testículos. Con aceite de coco tibio sazonado con pimienta daba masaje a sus carnes flojas y viejas, que le colgaban de los huesos como si fueran de chicle. Vivía solo. Kalyani, su mujer, había muerto de un cáncer de ovarios. Lenin, su hijo, se había trasladado a Delhi, donde tenía una empresa que se encargaba de los servicios de mantenimiento de varias embajadas.

Si el camarada Pillai estaba untándose aceite a la puerta de su casa cuando Estha pasaba por allí, siempre lo saludaba:

– ¡Estha, muchacho! -gritaba con su voz aguda y aflautada, ahora gastada y fibrosa como una caña de azúcar despojada de su corteza-. ¡Buenos días! ¿Dando tu paseo habitual?

Estha pasaba de largo, ni grosero ni cortés. Simplemente en silencio.

El camarada Pillai se daba golpes por todo el cuerpo para activar la circulación. No estaba seguro de si Estha lo reconocía al cabo de tantos años. Tampoco le importaba demasiado. Aunque su papel en el asunto no había sido insignificante, ni mucho menos, el camarada Pillai no se consideraba, en absoluto, responsable de lo que había ocurrido. Restaba importancia a aquellos hechos, a los que consideraba Consecuencia Inevitable de una Política Necesaria. Para hacer una tortilla hay que romper unos cuantos huevos. Pero hay que tener en cuenta que el camarada K. N. M. Pillai era, esencialmente, un político. Un profesional de hacer tortillas. Iba por el mundo como un camaleón. Nunca mostraba su verdadero ser, y se las arreglaba para que no se notara. Siempre salía ileso del caos.

Fue la primera persona de Ayemenem que se enteró del regreso de Rahel. La noticia, más que perturbarlo, despertó su curiosidad. Estha era casi un extraño para el camarada Pillai. Su expulsión de Ayemenem había sido tan brusca y repentina, y, además, hacía tantos años de aquello… Pero a Rahel el camarada Pillai la conocía bien. La había visto crecer. Se preguntaba qué la habría hecho volver. Al cabo de tantos años.

La cabeza de Estha había estado en silencio hasta la llegada de Rahel. Pero ella trajo consigo el ruido de trenes que pasan y las luces y sombras que se proyectan sobre uno si se está sentado junto a la ventanilla. El mundo, al que Estha había cerrado su cabeza durante tantos años, lo inundó de repente, y ya no podía escucharse a sí mismo debido al ruido. Trenes. Tráfico. Música. La Bolsa. Se había roto un dique y las aguas desatadas lo arrastraban todo en un remolino. Cometas, violines, manifestaciones, soledad, nubes, barbas, fanáticos, listas, banderas, terremotos, desesperación, todo era arrastrado dando vueltas en un remolino.

Y Estha, mientras caminaba por la orilla del río, ya no podía sentir la humedad de la lluvia, ni el escalofrío que recorrió al cachorro aterido de frío que lo había adoptado temporalmente y chapoteaba a su lado. Pasó por delante del viejo mangostán y subió hasta el borde de un espolón de laterita que se adentraba en el río. Se puso en cuclillas y se meció bajo la lluvia. Bajo sus zapatos el barro húmedo producía un ruido desagradable, como de succión. El cachorro aterido de frío tiritaba y observaba.

Bebé Kochamma y Kochu María, la diminuta cocinera de corazón avinagrado y mal carácter, eran las únicas personas que quedaban en la casa de Ayemenem cuando Estha fue re-Devuelto. Su abuela, Mammachi, había muerto. Chacko vivía ahora en el Canadá y dirigía un negocio de antigüedades que marchaba mal.

En cuanto a Rahel…

Tras la muerte de Ammu (después de volver por última vez a Ayemenem, hinchada por la cortisona y con un estertor en el pecho que sonaba como los gritos lejanos de un hombre), Rahel comenzó a ir a la deriva. De colegio en colegio. Pasaba las vacaciones en Ayemenem, ignorada la mayor parte del tiempo por Chacko y Mammachi (cada vez más atontados por la pena, hundidos en su inmenso dolor como un par de borrachos en un bar) e ignorando la mayor parte del tiempo a Bebé Kochamma. Chacko y Mammachi intentaron prestar atención a los asuntos relacionados con la educación de Rahel, pero no pudieron. Cumplieron con sus responsabilidades materiales (comida, ropa, dinero), pero nunca demostraron ningún interés por ella.

La Pérdida de Sophie Mol deambulaba suavemente por la casa de Ayemenem como una silenciosa presencia en calcetines. Se escondía entre los libros y en la comida. En el estuche del violín de Mammachi. En las costras de las heridas de las espinillas de Chacko, que siempre se las estaba hurgando. En sus piernas femeninas y fláccidas.

Es curioso cómo, a veces, el recuerdo de la muerte pervive mucho más que el de la vida por ella arrebatada. Con el paso de los años, a medida que el recuerdo de Sophie Mol (la que hacía sagaces preguntas: ¿Adonde van a morir los pájaros viejos? ¿Por qué los muertos no caen como piedras del cielo?; la que decía las cosas sin tapujos: Vosotros sois indios del todo y yo sólo a medias; la portadora de nuevas escalofriantes: Una vez vi a un hombre que había tenido un accidente y le colgaba un ojo de un nervio, como un yo-yo) se desvanecía lentamente, iba cobrando cuerpo y vida la Pérdida de Sophie Mol. Siempre estaba presente. Era como la fruta del tiempo. De todas las estaciones. Era tan inamovible como un funcionario del Estado. Acompañó a Rahel durante su infancia (de colegio en colegio) hasta que se convirtió en mujer.

El primero que puso a Rahel en la lista negra fue el Convento de Nazaret, cuando tenía once años y la encontraron frente a la puerta del jardín de la encargada de la residencia de estudiantes, decorando con florecillas un montículo de excremento de vaca. A la mañana siguiente, durante la reunión diaria de profesores y alumnos, le hicieron buscar la palabra depravación en el Diccionario Oxford y leer su significado en voz alta. «Condición o estado de depravado o corrupto», leyó Rahel, con una fila de monjas de bocas severas sentadas a sus espaldas y un mar de rostros de colegialas intentando aguantar la risa delante. «Condición de pervertido: perversión moral; Corrupción innata de la naturaleza humana debida al pecado original; Tanto los elegidos como los no elegidos vienen al mundo en estado de total depravación y alejamiento de Dios y, por sí mismos, no pueden sino pecar. J. H. Blunt.»

Seis meses más tarde la expulsaron, después de las continuas quejas de las niñas de los cursos superiores. La acusaban (y con razón) de esconderse detrás de las puertas para chocar deliberadamente con sus compañeras mayores. Cuando la directora la sometió a un interrogatorio para averiguar el porqué de su comportamiento (con artimañas, con palmetazos, sin comer ni cenar), acabó confesando haberlo hecho para averiguar si los pechos dolían o no. En aquella cristiana institución los pechos no tenían cabida. Se suponía que no existían y, si no existían, ¿cómo podían doler?

Ésa fue la primera de sus tres expulsiones. La segunda fue por fumar. La tercera, por prenderle fuego al moño postizo de la encargada de la residencia de estudiantes que Rahel confesó, bajo amenaza de castigo corporal, haber robado.

En todos los colegios a los que asistió los profesores observaron que: