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Una pequeña procesión (una bandera, una avispa y una barca con piernas) se puso en camino con paso decidido. Bajó por el senderito que había entre los arbustos. Sorteó las matas de ortigas y esquivó zanjas y hormigueros conocidos. Bordeó el precipicio del hoyo profundo del que habían extraído laterita y que ahora era un tranquilo lago con hondos terraplenes naranja y un agua espesa y viscosa cubierta de una película de verdín resplandeciente. Un engañoso prado verde en el que se reproducían los mosquitos y los peces eran gordos, pero inaccesibles.

El sendero, que corría paralelo al río, conducía a un pequeño claro cubierto de hierba que estaba rodeado por un corrillo de árboles: cocoteros, anacardos, mangos, carambolos. Al borde del claro, de espaldas al río, había una choza con las paredes de laterita naranja enlucidas con barro y techo de paja, construida muy pegada al suelo, como si estuviese escuchando el susurro de un secreto subterráneo. Las paredes bajas de la choza eran del mismo color que la tierra sobre la que se asentaban y parecían haber germinado de una semilla de casa allí plantada, de la que se habían levantado nervaduras terrosas en ángulo recto creando un espacio cerrado. Tres bananos desaliñados crecían en el pequeño patio delantero, que estaba cercado con paneles de hojas de palmera entrelazadas.

La barca con piernas se acercó a la choza. Una lámpara de aceite apagada colgaba de la pared junto a la puerta. El trozo de pared que había detrás estaba chamuscado y cubierto de hollín negro. La puerta estaba entornada. Dentro estaba oscuro. Por el hueco entreabierto apareció una gallina negra. Volvió a entrar, totalmente indiferente a las visitas de barcas.

Velutha no estaba en casa. Ni Vellya Paapen. Pero había alguien.

Una voz de hombre salía flotando del interior y retumbaba en el claro, dándole un tono muy solitario.

La voz gritaba lo mismo una y otra vez, y cada vez iba ascendiendo a un registro más alto e histérico. Era una súplica a una guayaba ya muy madura que amenazaba con caer del árbol y hacer un destrozo en el suelo.

Pa pera-pera-pera-perakka

(Señora gua-gua-guayaba,)

ende parambil thooralley.

(no se cague en mi terreno.)

Chetende parambil thoorikko,

(Cagúese en el de allí, que es de mi hermano,)

Pa pera-pera-pera-perakka.

(Señora gua-gua-guayaba.)

El que gritaba era Kuttappen, el hermano mayor de Velutha. Estaba paralítico de la cintura para abajo. Día tras día, y un mes tras otro, mientras su hermano estaba fuera y su padre estaba trabajando, Kuttappen yacía tumbado de espaldas mirando cómo su juventud pasaba lentamente sin siquiera detenerse a saludarlo. Yacía allí tumbado todo el día escuchando el silencio de los árboles que crecían apretados unos contra otros, con la sola compañía de una gallina negra y autoritaria. Echaba de menos a su madre, Chella, que había muerto en el mismo rincón de la habitación donde él yacía ahora. Su muerte había estado llena de toses, escupitajos, dolores y flemas. Kuttappen recordaba haberse dado cuenta de que a su madre se le habían muerto los pies mucho antes que el resto del cuerpo. Cómo la piel se le había ido poniendo gris y sin vida. El temor con el que había observado cómo la muerte iba ascendiendo por el cuerpo de su madre. Kuttappen vigilaba, con creciente terror, sus propios pies paralizados. De vez en cuando los golpeaba, esperanzado, con un palo que tenía apoyado en el rincón para defenderse de posibles visitas de víboras. Tenía los pies absolutamente insensibles y sólo la evidencia visual le confirmaba que aún seguían conectados a su cuerpo y eran, en efecto, suyos.

Después de la muerte de Chella lo trasladaron a aquel rincón, que Kuttappen creía era el lugar de la casa que la Muerte tenía reservado para administrar sus mortíferos asuntos. Un rincón para cocinar, otro para la ropa, otro para las esteras que servían de cama y otro para morir.

Se preguntaba cuánto tardaría él en morir, y qué era lo que hacía la gente que tenía más de cuatro rincones en su casa con el resto de ellos. ¿Podrían elegir el rincón donde morir?

Pensaba, y no sin razón, que sería el primero de la familia en seguir los pasos de su madre. Pronto se daría cuenta de que estaba equivocado. Pronto. Demasiado pronto.

A veces (debido a la costumbre de echarla de menos), Kuttappen tosía como solía hacerlo su madre, y la parte superior de su cuerpo se agitaba como un pez recién pescado. La parte inferior permanecía quieta, como si fuera de plomo, como si perteneciera a otra persona. A una persona muerta cuyo espíritu estuviera atrapado y no pudiese salir.

A diferencia de Velutha, Kuttappen era un buen paraván, inofensivo. No sabía leer ni escribir. Mientras yacía allí, tumbado sobre su dura cama, le caían trozos de paja y suciedad del techo y se mezclaban con su sudor. A veces le caían hormigas e insectos. En los días malos salían manos de las paredes naranjas que se inclinaban sobre él, lo inspeccionaban como médicos malvados, con movimientos lentos y pausados que le cortaban la respiración y le hacían gritar. A veces se ponían de acuerdo y retrocedían, y la habitación adquiría unas dimensiones enormes e imposibles, que lo aterrorizaban con el espectro de su propia insignificancia. Aquello también le hacía gritar.

La locura revoloteaba a su alrededor, a corta distancia, como un camarero servicial en un restaurante caro (encendiendo los cigarrillos, volviendo a llenar las copas). Kuttappen pensó con envidia en los locos que podían andar. No tenía ninguna duda sobre la ventaja de aquel trato: su cordura a cambio de unas piernas que le respondieran.

Los gemelos pusieron la barca en el suelo y el ruido provocó un súbito silencio en el interior de la choza.

Kuttappen no esperaba a nadie.

Estha y Rahel empujaron la puerta y entraron. Aunque eran pequeños tuvieron que agacharse un poquito para entrar. La avispa los esperó fuera, posada sobre la lámpara.

– Somos nosotros.

La habitación estaba oscura y limpia. Olía a curry de pescado y a humo de leña. El calor se pegaba a las cosas como una ligera fiebre. Pero el suelo de barro estaba fresco bajo los pies descalzos de Rahel. Las esteras sobre las que dormían Velutha y Vellya Paapen estaban enrolladas y apoyadas contra la pared. La ropa colgaba de una cuerda. Había un estante bajo de cocina hecho de madera, sobre el que estaban colocados en orden unos cacharros de barro con tapa, cucharones hechos de cáscara de coco y tres platos de esmalte descascarillado con el borde azul marino. Un hombre adulto podía estar de pie justo en el centro de la habitación, pero no en los extremos. Otra puerta baja conducía al patio trasero, donde había más bananos, entre cuyas hojas se veía brillar el río que estaba detrás. En el patio trasero había un taller de carpintería.

No había llaves ni armarios que cerrar.

La gallina negra salió por la puerta trasera y escarbó distraídamente el suelo sobre el que volaban las virutas de madera como rizos rubios. A juzgar por su carácter, parecía que la habían criado con una dieta ferretera: cierres y pestillos y clavos y tornillos viejos.