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Cuenta historias de los dioses, pero su cuento surge de un corazón humano, impío.

El danzarín de kathakali es el más hermoso de todos los hombres. Porque su cuerpo es su alma. Su único instrumento. Desde los tres años ha sido preparado sólo para contar historias, para ello se perfecciona y a ello ciñe y dedica su vida. Ese hombre que está detrás de una máscara pintada y lleva unas faldas ondulantes está lleno de magia.

Pero ahora se ha vuelto inviable. Imposible. Un bien declarado caduco. Sus hijos se burlan de él y desean convertirse en todo lo que él no es. Los ha visto crecer y convertirse en funcionarios y cobradores de autobús. Funcionarios de cuarta categoría cuyo nombramiento no aparece en el Boletín Oficial del Estado. Con sindicatos propios.

Pero él, que quedó suspendido en algún punto entre el paraíso y la tierra, no puede hacer lo que ellos hacen. No puede ir por los pasillos de los autobuses vendiendo billetes y contando monedas. No puede acudir al timbre que lo llama requiriendo su presencia. No puede inclinarse detrás de bandejas con servicios de té y galletas María.

Desesperado, se vuelve hacia el turismo. Entra a formar parte del mercado. Vende lo único que posee. Las historias que su cuerpo sabe contar.

Se convierte en un Toque Regional.

En el «corazón de las tinieblas», los turistas, instalados en su ociosa desnudez y en su interés escaso y de importación, le hacen sentirse ridículo. Pero contiene su rabia y baila para ellos. Cobra sus honorarios. Se emborracha. O se fuma un canuto. Buena hierba de Kerala que le hace reír. Y después hace un alto en el templo de Ayemenem, él y los que van con él, y bailan para implorar el perdón de los dioses.

Rahel (sin ningún Plan, sin ningún Motivo para estar allí), con la espalda apoyada contra una columna, observaba a Karna rezar en las orillas del Ganges. Karna enfundado en su armadura de luz. Karna el hijo melancólico de Surya, el Dios del Día. Karna el Generoso. Karna el hijo abandonado. Karna el guerrero más venerado de todos.

Aquella noche Karna iba colocadísimo. Su andrajosa falda estaba zurcida. Su corona tenía agujeros donde antes había habido joyas. El terciopelo de su blusa estaba raído por el uso. Tenía los talones agrietados. Endurecidos. Se apagaba los canutos en ellos.

Pero si hubiera tenido una flota de maquilladores esperándole entre bastidores, un agente, un contrato, un porcentaje sobre los beneficios, ¿qué habría sido entonces? Un impostor. Un simulador rico. Un actor que hace su papel. ¿Podría ser Karna? ¿O estaría demasiado seguro dentro de su burbuja de bienestar? ¿Su dinero no se levantaría como una pantalla entre él y su historia? ¿Sería capaz de tocar el corazón de esa historia, sus secretos escondidos, del modo que lo hacía ahora?

Tal vez no.

Este hombre esta noche es peligroso. Su desesperación es total. Esta historia es la red de seguridad sobre la que da saltos y hace piruetas como un payaso maravilloso de un circo en bancarrota. Es lo único que posee para evitar precipitarse mundo abajo como una piedra. Es su color y su luz. Es la vasija dentro de la cual él mismo se vierte. Que le da forma. Estructura. Lo sujeta. Lo contiene. Contiene su Amor. Su Locura. Su Júbilo Infinito. Irónicamente, su lucha es lo opuesto de la lucha de un actor: no se esfuerza por meterse en su papel, sino por escapar de él. Pero eso es lo que no puede hacer. En su abyecta derrota reside su triunfo supremo. Él es Karna, a quien el mundo ha abandonado. Karna el Solitario. Un bien declarado caduco. Un príncipe criado en la pobreza. Nacido para morir injustamente, desarmado y solitario a manos de su hermano. Majestuoso en su desesperación total. Que reza a orillas del Ganges. Colocado y fuera de sí.

Entonces apareció Kunti. También ella estaba representada por un hombre. Un hombre que se había vuelto suave y afeminado, un hombre con pechos, de tanto hacer papeles femeninos durante años. Sus movimientos eran fluidos. Llenos de feminidad. Kunti también estaba colocada. Pirada por los mismos canutos compartidos. Había venido a contarle una historia a Karna.

Karna inclinó su hermosa cabeza y escuchó.

Kunti, con los ojos enrojecidos, bailó para él. Le habló de unajoven a la que habían concedido un don. Un mantra secreto que podía usar para elegir a su amado de entre los dioses. Y cómo, con la imprudencia de la juventud, decidió probarlo y ver si funcionaba realmente. Y cómo fue sola al centro de un campo vacío, miró hacia el cielo y recitó el mantra. Apenas habían acabado de salir las palabras de su necia boca, dijo Kunti, cuando Surya, el Dios del Día, apareció ante ella. La joven, hechizada por la belleza de aquel divino efebo resplandeciente, se entregó a él. Nueve meses después le dio un hijo. El niño nació envuelto en luz, con pendientes de oro en las orejas y un peto de oro en el pecho, en el que estaba grabado el emblema del sol.

La joven madre amaba muchísimo a su primogénito, dijo Kunti, pero no estaba casada y no podía quedárselo. Lo metió en una canasta de juncos y lo depositó en un río para que se lo llevara la corriente. Adhirata, un auriga, encontró al niño río abajo. Y lo llamó Karna.

Karna miró a Kunti. ¿Quién era ella? ¿Quién era mi madre? Dime dónde está. Llévame hasta ella.

Kunti inclinó la cabeza. Está aquí, dijo. Delante de ti.

¡Qué júbilo y qué furia los de Karna ante la revelación! ¡Qué baile de desconcierto y desesperación el suyo! ¿Dónde estabas cuando más te necesitaba?, le preguntó. ¿Alguna vez me cogiste entre tus brazos? ¿Me alimentaste o me cuidaste alguna vez? ¿Te preguntaste dónde podía estar?

Como respuesta, Kunti tomó aquel rostro majestuoso entre sus manos (verde el rostro, rojos los ojos) y lo besó en la frente. Karna se estremeció de placer. Un guerrero vuelto a la infancia. El éxtasis de aquel beso recorrió todo su cuerpo. Hasta los dedos de los pies. Hasta las yemas de los dedos de las manos. El beso de su madre amantísima. ¿Sabías cuánto te echaba de menos? Rahel vio correr aquel beso por sus venas con tanta claridad como se ve descender un huevo por el cuello de un avestruz.

Un beso viajero cuyo recorrido se vio interrumpido rápidamente por la consternación cuando Karna se dio cuenta de que su madre le había revelado su identidad sólo para asegurar así la vida de sus otros cinco hijos (los Pandavas), a los que amaba mucho más y que estaban a punto de luchar en una gran batalla épica con sus cien primos. Era a ellos a los que quería proteger Kunti al anunciar a Karna que era su madre. Quería arrancarle una promesa.

Invocó las Leyes del Amor. Son tus hermanos. De tu misma carne y sangre. Prométeme que no emprenderás una guerra contra ellos. Prométemelo.

Karna el Guerrero no podía prometer eso porque, si lo hacía, tendría que romper otra promesa. Al día siguiente iría a la guerra y sus enemigos serían los Pandavas. Ellos eran los que lo habían injuriado públicamente (en especial, Arjuna) por ser hijo de un humilde auriga. Y había sido Duryodhana, el mayor de los cien hermanos Kaurava, el que había acudido en su ayuda otorgándole un reino. Karna, a cambio, le había jurado fidelidad eterna.

Pero Karna el Generoso no podía negarle a su madre lo que le pedía. Así que modificó la promesa. Le dio una respuesta ambigua. Hizo un pequeño cambio, alteró un poco el juramento prestado.