Pero en aquel momento, mientras Bebé Kochamma tejía su historia, la había escuchado con suma atención y cortesía.
– Ayer, cuando estaba anocheciendo, serían las siete de la tarde, vino a nuestra casa a amenazarnos. Llovía mucho. Ya no había luz y estábamos encendiendo las lámparas cuando llegó. Sabía que el hombre de la casa, mi sobrino Chacko Ipe, estaba, y aún está, en Cochín. En casa sólo había tres mujeres solas.
Hizo una pausa para que el inspector pudiera imaginarse el horror de tres mujeres solas en una casa ante la visita de un paraván maníaco sexual.
– Le dijimos que, si no abandonaba Ayemenem sin armar jaleo, llamaríamos a la policía. Entonces empezó a decir que… ¿A que no se lo puede imaginar? Que mi sobrina había consentido. Nos preguntó qué pruebas teníamos para acusarlo. Dijo que, de acuerdo con las leyes laborales, no teníamos ningún fundamento para despedirlo. Estaba tan tranquilo. «Ya han pasado los días en que podíais tratarnos a patadas como si fuéramos perros», dijo.
Para entonces la historia de Bebé Kochamma sonaba totalmente convincente. Parecía humillada. Desconcertada.
Luego su imaginación se disparó. No describió cómo había perdido el control Mammachi. Cómo había ido adonde estaba Velutha y le había escupido a la cara. Las cosas que le había dicho. Lo que le había llamado.
En vez de eso, le explicó al inspector Thomas Mathew que no era lo que Velutha había dicho lo que la había llevado a ir a la policía, sino cómo lo había dicho. La total ausencia de remordimiento había sido lo que más la había impresionado. Como si estuviera orgulloso de lo que había hecho Sin darse cuenta, atribuía a Velutha los modales del hombre que la había humillado durante la manifestación. Describió la furia y el desprecio de su rostro. La insolencia grosera de su voz, que tanto la había asustado. Todo eso la hacía estar segura de que el despido y la desaparición de los niños estaban, era imposible que no estuvieran, relacionados.
Bebé Kochamma explicó que conocía al paraván desde que era niño. Que había sido educado por su familia, que lo habían enviado a la escuela para Intocables que había fundado su padre, el Pequeño Bendecido («Sabrá, inspector Thomas Mathew, quién era…» «Sí, sí, claro.») Que habían hecho que aprendiera el oficio de carpintero, que su abuelo le había dado la casa en la que vivía. Se lo debía absolutamente todo a su familia.
– Ustedes… -dijo el inspector Thomas Mathew-. Ustedes primero echan a perder a esa gente, los exhiben orgullosos como si fueran trofeos, y luego, cuando no saben comportarse, vienen corriendo para que les saquemos las castañas del fuego.
Bebé Kochamma bajó la mirada como un niño al que han castigado. Luego continuó con su historia. Le explicó al inspector Thomas Mathew cómo, en las últimas semanas, había notado ciertas cosas que eran como un presagio: cierta insolencia, cierta descortesía. Mencionó que, al ir a Cochín, lo había visto participando en la manifestación y que corrían rumores de que era, o había sido, naxalita. No se dio cuenta de la ligera arruga de preocupación que esa parte de la información provocó en la frente del inspector.
Dijo que había prevenido a su sobrino, pero que nunca, ni por asomo, había pensado que las cosas llegarían tan lejos. Una niña maravillosa había muerto y dos niños habían desaparecido.
Bebé Kochamma se vino abajo.
El inspector Thomas Mathew le dio una taza de té policiaco. Cuando se encontró algo mejor, la ayudó a poner por escrito todo lo que le había contado en una denuncia formal. Le aseguró que podía contar con la total colaboración de la policía de Kottayam. Y añadió que cogerían a aquel granuja antes de que acabara el día. Un paraván con dos gemelos heterocigóticos, perseguido por la historia. No había muchos sitios en los que pudiera esconderse.
El inspector Thomas Mathew era un hombre prudente. Tomó sus precauciones. Envió un jeep a buscar al camarada K. N. M. Pillai para traerlo a la comisaría. Le parecía crucial saber si el paraván tenía algún apoyo político o si había actuado solo. Aunque era del Partido del Congreso, no pretendía correr el riesgo de tener roces con el gobierno comunista. Cuando llegó el camarada Pillai, lo invitó a pasar y sentarse en el asiento que Bebé Kochamma acababa de dejar. El inspector Thomas Mathew le enseñó la denuncia formal de Bebé Kochamma. Los dos hombres mantuvieron una conversación. Breve, críptica, directa al grano. Como si intercambiasen números y no palabras. Las explicaciones no parecían necesarias. El camarada Pillai y el inspector Thomas Mathew no eran amigos, y no confiaban el uno en el otro. Pero se entendieron perfectamente. Los dos eran hombres cuya infancia no había dejado rastro en ellos. Hombres carentes de curiosidad, de dudas. Los dos, cada uno a su manera, eran verdadera y terriblemente adultos. Contemplaban el mundo sin preguntarse cómo funcionaba, porque lo sabían. Ellos lo hacían funcionar. Eran como mecánicos que se ocuparan del mantenimiento de diferentes partes de una misma maquinaria.
El camarada Pillai le contó al inspector Thomas Mathew que conocía a Velutha, pero omitió que Velutha era miembro del partido y que había ido a llamar a su puerta la noche anterior, ya muy tarde, lo cual convertía al camarada Pillai en la última persona que había visto a Velutha antes de su desaparición. Y, aunque sabía que no eran ciertas, el camarada Pillai no refutó las alegaciones de intento de violación que figuraban en la denuncia de Bebé Kochamma. Simplemente, aseguró al inspector Thomas Mathew que, por lo que a él se refería, Velutha no contaba con el apoyo ni la protección del Partido Comunista. Que actuaba por su cuenta.
Cuando el camarada Pillai se fue, el inspector Thomas Mathew repasó mentalmente la conversación que habían tenido, la desmenuzó, examinó su lógica, buscó si había algo que no encajara. Cuando se sintió satisfecho, dio instrucciones a sus hombres.
Entre tanto, Bebé Kochamma había regresado a Ayemenem. El Plymouth estaba aparcado en el caminito de acceso. Margaret Kochamma y Chacko estaban de vuelta de Cochín.
Sophie Mol yacía en la chaise longue.
Cuando Margaret Kochamma vio el cuerpo de su hijita, una conmoción, como un aplauso fantasmagórico en medio de un auditorio vacío, la invadió y se desbordó en una oleada de vómito que la dejó muda y con la mirada vacía. Sufría por dos muertes, no por una. Con la pérdida de Sophie, Joe volvía a morir. Y, en esta ocasión, no había deberes que terminar o huevo que comer. Margaret Kochamma había ido a Ayemenem a sanar su mundo herido y, en vez de eso, lo había perdido todo. Ahora estaba rota, hecha añicos, como si fuera de cristal.
Su recuerdo de los días que siguieron era borroso. Largas horas opacas de serenidad con la lengua pastosa, como de trapo (medicamentos administrados por el doctor Verghese Verghese) interrumpidas por latigazos acerados y cortantes de histeria, tan afilados como el borde de una navaja recién estrenada.
Con la vaga conciencia de que Chacko -muy afectado y con una voz muy suave cuando estaba a su lado- iba por la casa de Ayemenem fuera de sí, soplando como un viento furibundo. Tan diferente del Puerco Espín Arrugado que había conocido aquella mañana, hacía mucho tiempo, en el café de Oxford.