La madre del camarada Pillai, una mujer mayor y muy pequeñita con una blusa marrón y un mundu color hueso, estaba sentada en el borde de una cama alta de madera colocada contra la pared y balanceaba los pies, que no le llegaban al suelo. Llevaba una toalla blanca colocada en diagonal sobre el pecho y por encima de un hombro. Una nube de mosquitos como una copa invertida zumbaba sobre su cabeza. Apoyaba una mejilla en la palma de la mano, con lo que amontonaba en ella todas las arrugas de ese lado de la cara. No tenía ni un solo centímetro sin arrugas, incluidos codos y tobillos. Sólo la piel del cuello estaba tensa y lisa, estirada sobre un bocio enorme. Era su fuente de juventud. Tenía la mirada vacía, fija en la pared de enfrente. Se movía levemente y lanzaba gruñidos rítmicos y regulares como un pasajero aburrido en un viaje largo en autobús.
Los títulos de bachiller, licenciado y doctor del camarada Pillai estaban enmarcados y colgados en la pared detrás de su cabeza.
En otra pared había una fotografía enmarcada del camarada Pillai poniéndole una guirnalda al camarada E. M. S. Namboodiripad. En primer plano se veía, sobre un atril, un micrófono brillante con un letrero que decía ajantha.
El ventilador giratorio que estaba junto a la cama repartía su brisa mecánica de forma democrática y ejemplar, por turnos: primero al poco pelo que le quedaba a la anciana señora Pillai y luego al pelo de Chacko. Los mosquitos se dispersaban e, incansables, volvían a reunirse.
A través de la ventana Chacko veía los techos de los autobuses, con equipajes en los portaequipajes, que pasaban haciendo mucho ruido. Un jeep con un altavoz pasó por delante, con la música a todo volumen: una canción del Partido Comunista que hablaba sobre el desempleo. Los coros eran en inglés y el resto en malayalam.
¡No hay vacantes! ¡No hay vacantes!
Vaya donde vaya un hombre pobre
¡No, no, no; no hay vacantes!
Kalyani regresó con un vaso de acero inoxidable con café y un plato de acero inoxidable con trocitos de plátano frito (amarillo brillante con semillas negras en el centro) para Chacko.
– Ha ido a Olassa. Regresará en cualquier momento -dijo.
Para referirse a su marido utilizaba la palabra addeham, que es una forma respetuosa de decir «él», mientras que él la llamaba edi que aproximadamente equivale a «¡Eh, tú!».
Era una mujer guapa, exuberante, con la piel de color pardo dorado y los ojos grandes. Tenía húmedo el pelo largo y encrespado y lo llevaba suelto por la espalda, trenzado sólo en la punta. Se le había mojado la parte de atrás de la ajustada blusa roja oscura, lo cual le daba un tono aún más oscuro. Las mangas cortas, también muy ajustadas, dejaban ver la curva sensual de sus brazos, carnosos y suaves, que bajaba hasta los codos con hoyuelos. El mundu blanco y el kavani estaban planchados y almidonados. Olía a sándalo y a las hierbas verdes prensadas que utilizaba en lugar de jabón. Por primera vez en varios años, Chacko la miró sin sentir el menor deseo sexual. Tenía una mujer (¿Ex mujer, Chacko!) en casa. Con pecas en los brazos y pecas en la espalda. Con un vestido azul que le dejaba las piernas al descubierto.
El pequeño Lenin apareció por la puerta con unos pantaloncitos cortos elásticos. Se quedó parado sobre una pierna, delgadita, como una cigüeña y retorció la cortina de encaje rosa hasta convertirla en un palo, mientras miraba fijamente a Chacko con los ojos de su madre. Tenía seis años y ya había pasado la edad de meterse cosas en la nariz.
– Hijo, ve a llamar a Latha -le dijo la señora Pillai.
Lenin permaneció donde estaba y, sin dejar de mirar fijamente a Chacko, chilló como sólo los niños son capaces de chillar:
– ¡Latha! ¡Latha! Te buscan.
– Es nuestra sobrina de Kottayam. La hija de su hermano mayor -explicó la señora Pillai-. Ha ganado el primer premio de declamación en el festival infantil de Trivandrum la semana pasada.
Una niña con aspecto desenvuelto, de unos doce o trece años, apareció tras la cortina de encaje. Llevaba una falda larga estampada que le llegaba a los tobillos y una blusa blanca corta con pinzas, que dejaban espacio para sus futuros pechos. Llevaba el pelo aceitado con raya en medio. Y las trenzas, apretadas y brillantes, recogidas hacia arriba y sujetas con cintas, de modo que le colgaban a los lados de la cara como si fueran los bordes de unas orejas enormes aún sin colorear.
– ¿Sabes quién es? -preguntó la señora Pillai a Latha.
Latha negó con la cabeza.
– Chacko Saar. Nuestro modalali de la fábrica.
Latha le miró fijamente con una compostura y una falta de curiosidad poco frecuentes en alguien de trece años.
– Ha estudiado en Oxford de Londres -dijo la señora Pillai-. ¿Quieres recitarle la poesía?
Latha obedeció sin vacilar. Se plantó con los pies ligeramente separados.
– Respetable director -dijo haciendo una reverencia a Chacko-, apreciados miembros del jurado y queridos amigos…
Lanzó una mirada en derredor a una audiencia imaginaria apiñada en el cuarto pequeño y caluroso e hizo una pausa teatral.
– Hoy me gustaría recitar para ustedes un poema de Sir Walter Scott, titulado «Lochinvar».
Su mirada quedó fija justo por encima de la cabeza de Chacko. Se balanceaba levemente mientras hablaba. Al principio Chacko pensó que era una traducción al malayalam de «Lochinvar». Las palabras se encadenaban una a otra y la última sílaba de una palabra se pegaba a la primera silaba de la siguiente. Todo ello a una velocidad considerable.
Oh, el joven Lochin var deloeste llegó,
Detoda lancha frontera su corcelera elmejor;
Salvo su buena espada otra sarmas no llevaba
Desarmadoiba acaballo, solitario cabalgaba.
El poema se entremezclaba con los gruñidos de la anciana queestaba en la cama y que nadie, a excepción de Chacko, parecía percibir.
Cruzó añado elrío Eske que notenía vado.
Mas a las portas de Netherby descabalgado,
yala noviacon siente, el galán tarde hallegado.
A la mitad de poema llegó el cantarada Pillai con la piel cubierta de sudor, el mundu remangado por encima de las rodillas y la camisa de terylene sudada en la parte de las axilas. Andaba por los treinta y bastantes años y era pequeño, amarillento y poco atlético. Tenía las piernas largas y flacas y la barriga, tensa y distendida como el bocio de su diminuta madre, estaba en completa disonancia con el resto de su cuerpo magro y estrecho y con su rostro siempre alerta. Como si en los genes familiares hubiera algo que hiciera que todos tuvieran que tener bultos en alguna parte del cuerpo.