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– El asunto es muy sencillo. Una de dos: la víctima de la violación tiene que poner una denuncia por escrito, o los niños tienen que identificar al paraván como su secuestrador en presencia de un testigo de la policía. O… -Esperó a que Bebé Kochamma lo mirara-. O tendré que acusarla de presentar una denuncia falsa. Lo cual es delito.

El sudor hizo que la blusa azul clara de Bebé Kochamma comenzara a adquirir manchas oscuras. El inspector Mathew no la apremió en ningún momento. Sabía que, dado el clima político, podía encontrarse metido en un serio problema. Era consciente de que el camarada K. N. M. Pillai no dejaría pasar aquella oportunidad.

Estaba furioso consigo por haber actuado con tanta precipitación. Cogió una toalla de mano y se la metió por dentro de la camisa para secarse el sudor del pecho y las axilas. La oficina estaba en silencio. Los ruidos de la actividad de la comisaría, el resonar de botas o el quejido ocasional de dolor de alguien a quien estaban interrogando, parecían distantes, como si procedieran de otro lugar.

– Los niños harán lo que se les diga -dijo Bebé Kochamma-. ¿Podría hablar con ellos a solas un momento?

– Como quiera.

El inspector se levantó para abandonar la oficina.

– Por favor, déme cinco minutos antes de que entren.

El inspector Thomas Mathew asintió con la cabeza y salió.

Bebé Kochamma se secó el rostro brillante y sudoroso. Estiró el cuello, mirando hacia el techo, para poder limpiar con la punta de su sari el sudor de las arrugas escondidas entre los pliegues de grasa. Besó su crucifijo.

Dios te salve María, llena eres de gracia…

Las palabras de la oración la abandonaron.

Se abrió la puerta. Estha y Rahel fueron conducidos hasta ella. Cubiertos de barro. Empapados de Coca-Cola.

Al ver a Bebé Kochamma se pusieron serios de repente. La mariposa con un pelambre dorsal de una densidad inusual desplegó las alas sobre sus corazoncitos. ¿Por qué había venido ella? ¿Dónde estaba Ammu? ¿Todavía estaba encerrada?

Bebé Kochamma les dirigió una mirada severa. Permaneció callada durante largo rato. Cuando habló, le salió una voz ronca y extraña.

– ¿De quién era la barca? ¿De dónde la habéis sacado?

– Era nuestra. La encontramos. Velutha la arregló para nosotros -susurró Rahel.

– ¿Desde cuándo la teníais?

– La encontramos el día que llegó Sophie Mol.

– ¿Y robasteis cosas de la casa y las llevasteis al otro lado del río en la barca?

– Sólo estábamos jugando…

– ¿Jugando? ¿Es así como lo llamáis?

Bebé Kochamma los miró durante largo rato antes de volver a hablar.

– El cuerpo de vuestra adorable primita yace en el salón. Los peces le han comido los ojos. Su madre no puede dejar de llorar. ¿A eso lo llamáis jugar?

Una brisa repentina levantó las cortinas floreadas. Rahel vio los jeeps aparcados fuera. Y a gente que pasaba por la calle. Un hombre estaba intentando arrancar su moto. Cada vez que daba una patada al pedal de arranque se le torcía el casco hacia un lado.

Dentro de la oficina del inspector, la mariposa de Pappachi iba de acá para allá.

– Quitarle la vida a una persona es algo terrible -dijo Bebé Kochamma-. Es lo peor que alguien puede hacer. Ni siquiera Dios lo perdona. Lo sabéis, ¿no es así?

Dos cabecitas asintieron dos veces.

– Y, sin embargo -los miró con tristeza-, lo habéis hecho. -Después los miró fijamente-. Sois unos asesinos.

Esperó a que aquellas palabras hicieran efecto.

– Sabéis que no fue un accidente. Sé lo celosos que estabais de ella. Y si los jueces me lo preguntan durante el juicio, tendré que decírselo, ¿no os parece? No puedo mentir, ¿no? -Dio unos golpecitos en la silla que había junto a ella-. Venid, sentaos aquí…

Cuatro nalgas de dos culitos obedientes se apretaron dentro de la silla.

– Tendré que decirles que teníais totalmente prohibido ir solos al río. Contarles que la obligasteis a acompañaros, a pesar de que sabíais que no sabía nadar. Que la tirasteis de la barca en medio del río. No fue un accidente, ¿no es así?

Cuatro ojos como platos la miraban fijamente. Fascinados con el cuento que les estaba contando. Y entonces, ¿qué pasó?

– Así que ahora tendréis que ir a la cárcel -dijo Bebé Kochamma con dulzura-. Y vuestra madre irá a la cárcel por culpa vuestra. ¿Os gustaría eso?

Unos ojos asustados y una fuente la miraron.

– Los tres en distintas cárceles. ¿Sabéis cómo son las cárceles en la India?

Dos cabecitas negaron dos veces.

Bebé Kochamma expuso sus argumentos. Ofreció unas descripciones muy vividas (extraídas de su imaginación) de la vida en la cárcel. De la comida llena de cucarachas. De la chhi-chhi amontonada en los retretes como montañas pardas y blandas. De las chinches. De las palizas. Hizo hincapié en la cantidad de años que Ammu estaría encerrada por su culpa. En que sería una mujer vieja y enferma, con la cabeza llena de piojos, cuando saliera de la cárcel, si es que no moría allí dentro, claro. Con su tono de voz dulce y preocupado, desplegó con todo detalle ante ellos el macabro futuro que les esperaba. Cuando hubo destruido completamente todo rayo de esperanza en sus vidas, les ofreció, igual que un hada madrina, una solución. Dios nunca los perdonaría por lo que habían hecho, pero aquí, en la tierra, existía una manera de reparar parte del daño. De salvar a su madre de la humillación y el sufrimiento por su culpa. Eso siempre que estuvieran dispuestos a ser prácticos.

– Por suerte -dijo Bebé Kochamma-, por suerte para vosotros, la policía ha cometido un error. Un error afortunado. -Hizo una pausa-. Sabéis a qué me refiero, ¿no es así?

Había gente atrapada bajo el pisapapeles de vidrio colocado sobre el escritorio del policía. Estha podía verlos. Un hombre y una mujer bailando un vals. Ella llevaba un vestido blanco con las piernas al descubierto.

– ¿No es así?

Había una música de vals de pisapapeles. Mammachi la estaba tocando con su violín.

Ti-ri-ri-rí-ti-rí.

ñaña-ñañá.

– El caso es que lo que pasó ya no tiene solución -decía la voz de Bebé Kochamma-. El inspector dice que morirá de todos modos. Así que, en realidad, a él ya no le va a importar mucho lo que la policía pueda pensar. Lo que importa es si vosotros queréis ir a la cárcel y hacer que Ammu vaya a la cárcel por culpa vuestra. Esa es una decisión que depende de vosotros.

Había burbujas dentro del pisapapeles, que hacían que pareciera que el hombre y la mujer estaban bailando un vals debajo del agua. Parecían felices. Tal vez fuera el día de su boda. Ella, con su vestido blanco. El, con su esmoquin y su corbata de pajarita. Se miraban fijamente a los ojos.