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Él hizo con sus temores una rosa perfecta. Se la ofreció en la palma de la mano. Ella la cogió y se la colocó en el pelo.

Se apretó más contra él deseando estar más dentro de él, más en contacto todavía. Él la cobijó en la cavidad de su cuerpo. Una brisa se levantó desde el río y refrescó sus cuerpos tibios.

Estaba un poco fresco. Un poco húmedo. Un poco silencioso. El Aire.

Pero ¿qué puede decirse?

Una hora más tarde Ammu se separó suavemente.

– Tengo que irme.

Él no dijo nada. No se movió. Contempló cómo se vestía.

Ahora sólo una cosa importaba. Sabían que eso era todo lo quese podían pedir. Lo único. Siempre. Los dos lo sabían.

Incluso luego, en las trece noches que siguieron a aquella, instintivamente se aferraron a las Pequeñas Cosas. Las Grandes Cosas siempre quedaban dentro. Sabían que no tenían adonde ir. No tenían nada. Ningún futuro. Así que se aferraron a las pequeñas cosas.

Se rieron de las mordeduras de las hormigas en las nalgas de ambos. De la torpeza de las orugas en los bordes de las hojas, de los escarabajos que se quedaban al revés y no podían darse la vuelta. Del par de pececillos que siempre buscaban a Velutha en el río y le mordían. De una mantis particularmente religiosa. De una araña diminuta que vivía en una hendidura de la pared de la galería trasera de la Casa de la Historia y se camuflaba cubriéndose el cuerpo con alguna basura. Un fragmento de ala de avispa. Un trozo de telaraña. Polvo. Una hoja podrida. El tórax vacío de una abeja muerta. Velutha la llamaba Chappu Thamburan. El Señor de la Basura. Una noche hicieron una contribución a su guardarropa -una laminilla de piel de ajo y se sintieron muy ofendidos cuando la rechazó junto con el resto de su armadura, de donde emergió contrariada, desnuda, color moco. Como si deplorase su mal gusto respecto a la ropa. Unos pocos días permaneció en aquel estado suicida de desnudez desdeñosa. La capa de basura rechazada seguía allí, como si fuese una visión del mundo pasada de moda. Una filosofía anticuada. Poco a poco Chappu Thamburan fue adquiriendo conjuntos nuevos.

Sin confesárselo el uno al otro, conectaban sus destinos, su futuro (su amor, su locura, su esperanza, su júbilo infinito) al de la araña. La buscaban todas las noches (con pánico creciente al ir pasando el tiempo) para ver si había sobrevivido aquel día. Les angustiaba su debilidad. Su pequeñez. Si su camuflaje era el apropiado. Su orgullo aparentemente autodestructivo. Llegaron a estimar su gusto ecléctico. Su dignidad desgarbada.

La eligieron porque sabían que tenían que depositar su fe en la fragilidad. Aferrarse a la pequeñez. Cada vez que se despedían sólo se arrancaban una promesa pequeña.

– ¿Mañana?

– Mañana.

Sabían que las cosas pueden cambiar en un solo día. Estaban en lo cierto.

Sin embargo, en cuanto a Chappu Thamburan, estaban equivocados. Sobrevivió a Velutha. Engendró generaciones futuras. Murió de muerte natural.

Aquella primera noche, la del día en que llegó Sophie Mol, Velutha estaba mirando cómo se vestía su amada. Cuando acabó de hacerlo, se puso en cuclillas frente a él. Lo tocó delicadamente con los dedos y dejó un rastro de vellos erizados en su piel. Como una tiza en una pizarra. Como la brisa en un arrozal. Como las estelas de un reactor en un cielo azul de iglesia. Él le cogió la cara entre las manos y la atrajo hacia sí. Cerró los ojos y olió su piel. Ammu se rió.

Sí, Margareis pensó. Nosotros también lo hacemos entre nosotros.

Ella le besó los ojos cerrados y se puso de pie. Velutha, con la espalda apoyada en el mangostán, la miró marcharse.

Llevaba una rosa seca en el pelo.

Se volvió para decir de nuevo Naaley.

Mañana.

Arundhati Roy

***