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Aquel Marco Ticio, ejecutor de la condena, se volcó a mi lado poco después junto con su tío Planco. Ambos alegaron haber sido ofendidos en su honor por Cleopatra. De hecho, hablaron del honor, una palabra que sólo conocían de oídas, pero a mí no me preocupaba mucho, por cuanto ambos me eran de gran utilidad para los planes que tejía contra Marco Antonio.

El mal olor me impide pensar. Livia mandó asperjar agua perfumada y rehúsa entrar en mis aposentos. Invaden el palatium repugnantes miasmas, que, comparadas con la fetidez de cualquier lupanar del circo, se diría de esta que proviene de un florido prado en primavera.

LXI

Noches cálidas. Me he retirado a un cenador, custodiado por dos pretorianos. La lamparita parpadea acogedora. El estridente chirrido de las incansables cigarras, mezclado con el rumor de la algazara circense que llega hasta aquí, me lastima los oídos. ¿Será realmente el último verano que me concederán los dioses? Siempre he preferido el verano a las demás estaciones. La primavera y el otoño (ni que hablar del atroz invierno) sólo puedo soportarlos con mucha vestimenta de abrigo y trapos para envolverme las piernas y los brazos. Más de una vez creí que me quedaría congelado, cuando entumecido por el frío inclemente no lograba realizar movimiento alguno con mis miembros. Hoy, en cambio, envuelto en cálidas mantas, me siento rodeado de bienestar.

El caos del Estado sigue siendo un espejo de sus conductores. Al recordar los días de mi primera edad viril reconozco la desorientación por todos lados, si bien en gran medida, se mantuvo oculta al pueblo al menos en cuanto se refería a los asuntos privados de sus gobernantes. Quiero decir que la crisis del Estado son en su origen crisis personales de los dirigentes. Si en aquel entonces yo, Antonio y Lépido, hubiéramos gozado de aquel equilibrio anímico que Epicuro llama la dicha suprema, los destinos del Estado hubieran seguido otro derrotero. Por el contrario, a la cabeza del Estado no hubo sino tres individuos caóticos, yo incluido. A duras penas, y en vano, tratamos de aferrarnos el uno al otro mediante pactos y alianzas, como si estas tuvieran la virtud de convertir en amigos a los enemigos. Lo correcto es lo contrario: las alianzas se celebran entre enemigos, pues los amigos no necesitan de pactos.

Yo, Imperator Caesar Divi Filius, Antonio y Lépido buscamos nuestra salvación en el triunvirato que renovabamos esperanzados cuando surgía una nueva crisis. Esto me recuerda la conducta de ese tonto animal que al acercarse un enemigo esconde la cabeza porque de ese modo cree tornarse invisible. ¡Júpiter, qué ingenuo fui al participar de ese juego pueril! ¡Pero decidlo a un joven de veinticinco años, que sobre los fundamentos de su confusa juventud se propone erigir un nuevo edificio estatal!

Yo era el menor en aquella constelación trina. Antonio hubiera podido ser mi padre y Lépido mi abuelo y naturalmente, el intento de anudar nuestro destino personal mediante lazos familiares tuvo un deplorable fracaso. ¡Como si los hijos y los sobrinos pudieran quitar del camino las piedras que se echaron recíprocamente a los pies de sus padres y tíos! De nada servía que cada cual estuviera ligado con todos por lazos de parentesco: Lépido era el suegro del hijo de Antonio. A mi me correspondía el lugar de yerno de Antonio; Junia, la esposa de Lapido, era hermana de Bruto y cuñada de Casio, los que mataron a mi divino padre Julio. Según ha llegado a mis oídos, Junia, la cuñada, vive aún y me aventaja en edad unos cuantos años. Se dice que logró reunir una gran fortuna. Hubo más uniones familiares, pero no quiero abundar en el tema para no acrecentar la confusión y, entretanto, los parentescos por elección han aumentado en esta ciudad. Estos parentescos asfixiarán a Roma.

Si afirmo que el caos del Estado es siempre consecuencia de la propensión al caos de sus conductores, estoy dispuesto a probarlo: ninguno de nosotros tres, a quienes nos fue confiado el gobierno del Estado, provenía de hogares en los cuales las relaciones familiares fueron intactas. Nuestros matrimonios no nacieron del corazón, sino de nuestros cerebros, y es preferible no concertar jamás las uniones. En realidad, Sila debiera habernos servido de ejemplo admonitorio. No desposó mujeres sino familias, se separó de su tercera esposa para vincularse mediante un cuarto connubio a la poderosa casa de los Metelo (no sólo con la noble Cecilia Metela). Pero todavía no ha Uegado la era en que los hombres aprenderán la lección de la historia.

¿Qué sucedió? Me separé de Escribonia cuando no llevábamos aún un año de casados, aunque me dio una hija. En aquel entonces, ya intuí que esta criatura no podía ser sino un retrato de su disoluta madre, cuya vida depravada no podía soportar por más tiempo. Antonio no me fue en zaga y repudió a mi hermana Octavia, aunque le debía el nacimiento de una hija y la prolongación de nuestro triunvirato. Por esta razón, no puedo hacerle ningún reproche, aunque lo lamente por mi hermana que no obró por Otros motivos que los que yo tuve. Afortunadamente, yo hice luego una maniobra feliz al casarme con Livia Drusila, la hija de Marco Lucio Druso Claudiano, aun cuando los dioses me negaron un descendiente de sus entrañas. En aquellos días se rumoreó que mi único propósito al casarme con Livia había sido vengarme al mismo tiempo de tres enemigos: de Sexto Pompeyo, con quien en su momento estuvo vinculada en Sicilia; de Marco Antonio que la había acompañado a Aquea, y de Tiberio Claudio Nerón, su marido, de quien se separó embarazada. ¡Por Venus y Roma, es la verdad! No obstante, estoy agradecido a los dioses, porque Livia es una mujer maravillosa.

¿Y Antonio? Se echó al cuello a la reina prostituta de los egipcios, que dominaba todos los idiomas, no sólo el nuestro. En el lecho le quitó ciudades florecientes y puertos estratégicos que los legionarios ganaron en dura lucha. Lo conminó a devolverla a las antiguas fronteras del reino egipcio y Antonio obedeció, dócil como un niño. Sunt pueri pueri, pueri puerilia tractant. El calor de su cuerpo sensual le hizo olvidar el motivo que lo había hecho partir rumbo al este. Mal preparado y ya demasiado avanzado el año, inició por fin su expedición para enfrentar a los partos.

La empresa fracasó. Ocho mil legionarios romanos perdieron la vida, pero el puerco mandó decir a Roma que había salido victorioso. La derrota fue conocida cuando solicitó refuerzos y nuevos soldados (nuestro pacto se lo permitía) pero no le hice caso a su petición, es decir, le envié un puñado de legionarios como muestra de mi buena voluntad y le negué un contingente más numeroso de tropas so pretexto de tener que contrarrestar las amenazas de las tribus ilirias a las fronteras de nuestro imperio. Además, debía enfrentar la hostilidad de Lépido, no conforme ya con la provincia de África y codicioso de mis dominios.

Como un marino en aguas ignotas sondeé hasta dónde podía ir, y en esto Cleopatra se convirtió involuntariamente en mi aliada. Retuvo a Antonio en el este y su prolongada ausencia de Roma diezmó día a día a sus partidarios en el Senado. Al principio este cuerpo le confirió el titulo honorífico de imperator, pero pronto dudaron de sus triunfos militares. Yo me encargué de atizar esas dudas, pero me faltó la oportunidad para declararlo hostis frente al pueblo y el Senado. Inesperadamente, su prestigio volvió a consolidarse (así lo dispuso el destino), cuando se supo que había conquistado Armenia y tomado prisionero al rey Artavasdes. Lástima que a continuación cometiera un error decisivo: Antonio llevó al soberano capturado a Alejandría y lo arrastró triunfante por la ciudad. Fue la primera vez ab urbe condita que un general romano no celebró el triunfo en Roma. Debía haber perdido la razón. En lugar de desfilar rumbo al Júpiter Capitolino como lo exigía la tradición romana, avanzó coronado de hiedra hacia el templo alejandrino de Serapis, donde Cleopatra lo recibió condescendiente y de este modo privó a los romanos de su entretenimiento predilecto: panem et circenses. Ningún romano se perdía un triunfo. Además, el triunfador tenía la obligación de regalar al pueblo parte de su botín, pero Antonio defraudó a los suyos y prefirió recompensar a los alejandrinos.