»Abundan los ejemplos. En el transcurso de la guerra de secesión se hizo caso omiso del habeas corpus y los juicios civiles cedieron el lugar a los juicios militares. Tras la primera guerra mundial, el secretario de Justicia A. Mitchell Palmer evocó la «amenaza roja» y llevó a la práctica una caza de brujas que condujo a la detención sin el uso de órdenes judiciales de tres mil quinientas personas y a la deportación de setecientos extranjeros. El presidente del Tibunal Supremo Charles Evans Hughes calificó dichas detenciones de «una de las peores prácticas de la tiranía». A comienzos de la segunda guerra mundial, los ciudadanos norteamericanos de ascendencia japonesa fueron privados de sus propiedades y confinados en campos de internamiento. No mucho tiempo después, en 1954 para ser más preciso, el senador Joseph R. McCarthy acusó temerariamente a doscientos cinco funcionarios del Departamento de Estado de ser miembros del partido comunista, fomentando de este modo otro «pánico rojo». McCarthy, que era un implacable demagogo ávido de publicidad y un alcoholizado sin remedio, difamó y destruyó a incontables norteamericanos inocentes calificando a la disensión y a la no conformidad de traición. Al final, y como consecuencia de sus excesos, se destruyó a sí mismo ante la nación durante los treinta y seis días que duró la vista Ejército-McCarthy.
»Más recientemente, el Decreto de Control del Crimen Organizado, el sueño dorado del presidente Richard M. Nixon y del secretario de Justicia John N. Mitchell, suspendió prácticamente la Ley de Derechos al contemplar el arresto preventivo de los presuntos delincuentes, la entrada sin mandamiento judicial en los domicilios privados, la limitación de los derechos de los acusados a examinar las pruebas ilegalmente obtenidas contra ellos y la instalación de aparatos electrónicos de escucha durante cuarenta y ocho horas sin mandamiento judicial y durante un período más largo con éste. Al comentar este Decreto de Control del Crimen Organizado, el senador Sam J. Ervin, de Carolina del Norte, lo calificó de «cubo de la basura de la más represiva, miope, intolerante, injusta y vengativa legislación con que el Senado haya tropezado jamás… Mejor sería calificar a este decreto de ‘ley destinada a derogar las enmiendas IV, V, VI y VIII de la Constitución’.»
– Y, sin embargo, la democracia ha sobrevivido -dijo Collins.
– Por los pelos, señor Collins. Es posible que algún día no consiga sobrevivir a semejantes ataques contra nuestra libertad. Como Charles Péguy señaló en cierta ocasión, la tiranía siempre está mejor organizada que la libertad. Si todos los horrores a que he hecho referencia se cometieron estando en vigor la Ley de Derechos, imagínese lo que puede ocurrir sin ella, una vez la Enmienda XXXV sea ratificada. Señor Collins, nuestra Constitución, con su Ley de Derechos, ha sobrevivido durante mucho más tiempo que cualquier otra Constitución escrita de la Tierra. No vayamos a destruirla con nuestras propias manos.
– Señor Pierce -dijo Collins-, habla usted de nuestra Constitución como si ésta hubiera sido grabada en piedra o nos hubiera caído llovida del cielo… como algo inflexible y no susceptible de modificación. En realidad, nuestra Constitución actual no es más que el producto de una solución de compromiso. Antes de que fuera firmada, hubo muchas versiones de la misma, fue muchas cosas, y puede ser todavía muchas cosas…
– No se trata de eso, señor Collins -le interrumpió Pierce-. Se trata…
Vanbrugh intervino rápidamente.
– Un momento, señores. Me gustaría que el secretario de Justicia Collins explicara lo que estaba a punto de decir. Estaba usted diciendo, señor Collins, que hubo muchas versiones de la Constitución…
– Y también de la Ley de Derechos -añadió Collins.
– … antes de que se firmara la versión definitiva. Lo considero muy interesante. Es posible que muchos de nuestros espectadores no se hayan dado cuenta. ¿Nos lo quiere usted explicar?
– Con mucho gusto. Lo único que pretendo es demostrar que no estropeamos nuestra Constitución por el mero hecho de intentar modificarla. Digo que ésta fue muchas cosas antes de entrar en vigor y que puede seguir siendo otras muchas cosas. Es por eso por lo que disponemos de las enmiendas. La palabra enmienda procede del latín emendare, que significa corregir un defecto o bien modificar algo para mejorarlo.
– Pero, ¿qué nos dice de aquellas distintas versiones de la Constitución y de la Ley de Derechos? -le aguijoneó Vanbrugh.
– Sí. Bien, tal como ustedes saben, un grupo de cincuenta y cinco personas pertenecientes a doce estados se reunieron de mayo a septiembre de 1787 en la Casa del Estado de Pennsylvania, actualmente Edificio de la Independencia, con el fin de redactar una Constitución que uniera a trece estados individuales en una sola nación. El promedio de edad de aquellos hombres era de cuarenta y tres años. Tal vez patriotismo y supervivencia no fueran los únicos móviles de aquellos delegados. La mitad de ellos eran propietarios de efectos públicos. Caso de que lograran redactar una Constitución por medio de la cual se creara un nuevo gobierno, dichos efectos aumentarían de valor. Y, en todo caso, si consideran ustedes que la presidencia, tal y como la conocemos hoy en día, es sagrada, recuerden que Alexander Hamilton propugnaba una presidencia vitalicia mientras que Edmund Randolph y George Mason deseaban que la presidencia la ocuparan tres hombres al mismo tiempo y Benjamin Franklin se mostraba partidario de que el gobierno de los Estados Unidos lo ejerciera un consejo. La Convención votó cinco veces en favor de un presidente nombrado por el Congreso. Fue la delegación de Virginia la que primero apuntó la idea de un solo «ejecutivo nacional». Ni siquiera le llamaron presidente. El mismo Randolph se opuso a este cargo ocupado por un solo hombre describiéndolo como «el feto de la monarquía». -Collins miró al moderador.- ¿Dispongo de tiempo para seguir?
– Siga usted, por favor -le instó Vanbrugh.
– Tal vez muchas personas piensen que la creación del Senado, tal y como aparece en la Constitución, es también sagrada. Sin embargo, no fue así al principio. Algunos miembros de la Convención se mostraban partidarios de que las legislaturas de los distintos estados nombraran a los senadores. Hamilton deseaba que el cargo de senador revistiera carácter vitalicio. James Madison se mostraba partidario de que los senadores ocuparan el cargo durante nueve años. Al llegarse al acuerdo de que los senadores deberían ser elegidos por el pueblo, algunos delegados se referían a cierto tipo de pueblo, al pueblo entendido como conjunto de personas propietarias de bienes y, por consiguiente, estables. Fue John Jay quien dijo: «El pueblo que posee el país es el que debe gobernarlo». Al final, se llegó a una solución de compromiso. Las legislaturas de los estados podrían elegir a los senadores y éstos ocuparían el cargo durante seis años. Esta situación no se modificaría hasta el año 1913, cuando la Enmienda XVII concedió a todos los ciudadanos el derecho a elegir a los senadores. En cuanto a la Ley de Derechos, no existía en absoluto, ni nada que se le pareciera, cuando se firmó la Constitución. La mayoría de los padres de la patria consideraban que la Constitución ya era en sí misma una Ley de Derechos, al igual que pensaban que no era necesario añadir enmiendas. Lo repito, los hombres más prudentes de la Norteamérica de aquel entonces consideraban que no hacía falta ninguna Ley de Derechos. A la luz de nuestro pasado, no veo qué daño puede causársele a nuestra Constitución en el siglo actual añadiéndole una Enmienda XXXV que sólo suspendería temporalmente la Ley de Derechos en caso de que ello fuera necesario para preservar a nuestro país.