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Conversación intrascendente y frases amables le siguieron hastasu sitio, al lado del presidente del Tribunal Supremo John G. Maynard.

Mientras estrechaba la mano del presidente del Tribunal Supremo, Collins se sintió una vez más fascinado por el ídolo de su juventud. Maynard era una de las pocas figuras públicas de Norteamérica que parecían hechas ex profeso para desempeñar sus papeles. Su abundante cabello blanco, sus profundos e inquisitivos ojos bajo las pobladas cejas, su nariz aguileña y sus cuadradas mandíbulas le conferían el aspecto de un César honrado. Su erguido porte le confería un aire de vigor y juventud insólito en un hombre de setenta y tantos años.

A Collins iba a resultarle muy difícil el próximo paso. Apenas conocía a Maynard. Le habría visto como unas tres veces, siempre en el transcurso de recepciones ofrecidas por el gobierno, y jamás había mantenido con él una conversación prolongada. En realidad, le había visto una vez más muy recientemente:la vez en que, como presidente del Tribunal Supremo, Maynard le había tomado el juramento de su cargo de secretario de Justicia en la Casa Blanca.

Al percatarse de que el presidente de la Asociación Norteamericana de Abogacía se había acercado a la tribuna y de que los actos estaban a punto de comenzar, Collins experimentó la necesidad de actuar inmediatamente. Buscó la atención de Maynard; observó que éste se hallaba ocupado conversando con la dama que tenía a su izquierda y, atento, se quedó a la espera. A los pocos momentos, Maynard dejó de hablar con la dama y empezó a prestar atención a las frases de presentación.

Collins le rozó la manga y se inclinó hacia éclass="underline"

– Señor Maynard…

– ¿Sí? -repuso Maynard inclinándose a su vez hacia Collins. -… ¿podría hablar con usted cinco minutos en privado cuando salgamos de aquí?

– No faltaba más, señor Collins. Ocupamos unas habitaciones en la tercera planta. No regresamos a Washington hasta esta noche, y mi esposa ha salido de compras; por consiguiente, podremos hablar a solas.

Complacido y tranquilizado, Collins volvió a reclinarse en su asiento. Pero, al escuchar la pomposa presentación que le estaban haciendo en su calidad de primer orador, sus pensamientos volvieron a centrarse en la Enmienda XXXV, y la sensación de opresión volvió a nublarle el cerebro.

Sobre sus rodillas descansaba el discurso que pasaba revista a la aceleración de la criminalidad en los Estados Unidos y a las formas en que la ley y el poder judicial se habían desarrollado y modificado con el fin de hacerle frente. Al comienzo y al término del discurso se abogaba en favor de la necesidad de una revisión constitucional, si las circunstancias lo requerían, haciendo especial hincapié en la importancia y el valor de la Enmienda XXXV. Pensando en las afirmaciones que muy pronto tendría que hacer, Collins se sintió incómodo.

Sacó la pluma y buscó rápidamente las tres citas de las primeras páginas.

Examinó la primera:

Tal como afirmó el presidente George Washington en su discurso de despedida a la nación en septiembre de 1796, «la base de nuestro sistema político es el derecho del pueblo a forjar y modificar sus constituciones de gobierno»

Collins tachó el párrafo y examinó el siguiente:

Y, tal como Alexander Hamilton dijo doce años más tarde en un discurso dirigido al Senado de los Estados Unidos, «las Constituciones deberían estar integradas únicamente por disposiciones generales; ello se debe a su necesidad de ser permanentes y al hecho de que no puedan prever los posibles cambios de circunstancias». Es precisamente el carácter general de los artículos lo que permite que las enmiendas puedan enfrentarse a las emergencias de la historia. Y es el carácter general de nuestra Ley de Derechos lo que puede permitirle incorporar la Enmienda XXXV, de tal forma que puedan resolverse los problemas de esta generación, sin alterar la integridad del documento en su conjunto.

Collins recorrió rápidamente este párrafo con su pluma, tachándolo también.

Pasó a la tercera página.

En 1816, Thomas Jefferson le escribió a un amigo lo siguiente: «Algunos hombres contemplan las constituciones con santurrona reverencia y, al igual que el Arca de la Alianza, las consideran algo demasiado sagrado como para que pueda tocarse. Atribuyen a los hombres de épocas precedentes una sabiduría sobrehumana y creen que lo que ellos hicieron no es susceptible de reforma». Jefferson opinaba que nuestra Constitución era susceptible de revisión…

Mediante rápidos trazos, Collins eliminó también este párrafo.

Tras estas supresiones, lo que quedaba seguía siendo una defensa de la flexibilidad, de la posibilidad de considerar nuevas leyes con las que poder abordar los nuevos problemas, pero la defensa resultaba ahora más suave, más diluida… era, sobre todo,una sugerencia susceptible de discusión.

Oyó que Maynard le susurraba al oído:

– A eso se le llama escribir hasta el último momento.

Se me han ocurrido unas ideas a última hora -repuso Collins mirando a Maynard.

Después escuchó que el presidente de la Asociación Norteamericana de Abogacía decía desde la tribuna:

Señoras y señores, ¡tengo el placer de presentarles al secretario de Justicia de los Estados Unidos, Christopher Collins!

Mientras le aplaudían, Collins se levantó disponiéndose a hablar.

Dos horas más tarde, habiendo dejado a sus espaldas su ampuloso discurso, y mientras todavía resonaba en sus oídos la brillante alocución del presidente del Tribunal Supremo, Collins se encontraba sentado en el borde de una silla en la silenciosa suite de Maynard tratando de expresar con las palabras más adecuadas las ideas que habían estado hirviendo en su cerebro durante toda la tarde.

– Señor Maynard -empezó a decir Collins-, voy a decirle por qué he querido hablar con usted a solas. Iré directamente al grano. Me gustaría conocer su opinión acerca de la Enmienda XXXV. ¿Qué piensa usted de ella?

El presidente del Tribunal Supremo se reclinó en el sofá mientras se llenaba la pipa con tabaco procedente de una petaca de cuero y levantó la cabeza frunciendo el ceño.

– Su pregunta… ¿se la ha inspirado la rama ejecutiva o es de su propia cosecha?

– No me la ha inspirado nadie. Es de mi propia cosecha y arranca de una preocupación de carácter personal.

– Comprendo.

– Yo respeto mucho su opinión -prosiguió Collins-. Estoy deseoso de conocer su punto de vista acerca de lo que posiblemente sea la más controvertida y decisiva ley jamás presentada ante el pueblo norteamericano.

– La Enmienda XXXV -murmuró Maynard encendiéndose la pipa; dio unas chupadas durante unos segundos y después estudió a Collins-. Tal como usted probablemente se imagina, soy contrario a la misma. Soy completamente contrario a una legislación tan drástica. Caso de que se aplicara indebidamente, podría sofocar nuestra Ley de Derechos y convertir nuestra democracia en un estado totalitario. Es indudable que en nuestro país tenemos planteado un grave problema. El crimen y la ilegalidad proliferan como jamás lo habían hecho a lo largo de toda nuestra historia. Pero la restricción de las libertades no conduce a ninguna solución permanente. Es posible que traiga la paz, pero es la paz que sólo lleva consigo la muerte. Sabemos que la pobreza es el origen del delito. Si acabamos con la pobreza, nos acercaremos a la solución del problema del crimen. No hay ningún otro medio. Estoy de acuerdo con Franklin: si te desprendes de la libertad con el fin de alcanzar la seguridad, no te mereces ni la libertad ni la seguridad. La Enmienda XXXV es posible que nos proporcione la seguridad. Pero será a costa de la libertad personal. Es un mal negocio. Yo me opongo rotundamente