– Puede usted dejarme aquí en la esquina -le dijo al taxista.
Corrió apresuradamente en dirección al escenario de los hechos. Al llegar junto a los grupos de personas allí congregados, observó que toda la atención estaba centrada en el hotel Bayamo Unos bomberos con casco estaban sacando sus mangueras del vestíbulo. El humo seguía saliendo de las destrozadas ventanas del tercer piso. Radenbaugh recordó sobresaltado que su habitación se hallaba situada en el tercer piso.
Se dirigió al espectador que tenía más cerca, un barbudo joven que lucía una camiseta de la Universidad de Miami.
– ¿Qué ha ocurrido? -le preguntó.
– Ha habido una explosión seguida de un incendio en el tercer piso hará cosa de una hora. Han quedado destruidas cuatro o cinco habitaciones. Dicen que ha muerto una persona y que otras dos han resultado heridas.
Radenbaugh miró hacia adelante y vio a tres o cuatro personas-una de ellas con un micrófono, por lo que debía de ser reportero- entrevistando a un bombero, probablemente el jefe. Se abrió paso rápidamente entre la muchedumbre, murmurando que pertenecía a la prensa, hasta que llegó a primera fila. Se encontraba situado directamente a la espalda del portavoz del servicio de extinción de incendios.
Aguzó el oído para escuchar lo que estaban diciendo.
– ¿Dice que ha habido un muerto? -estaba preguntando un reportero.
– Sí, de momento, parece ser que sólo ha habido uno. El ocupante de la habitación en la que se ha producido la explosión. Debió de morir instantáneamente. La habitación se ha incendiado y su cuerpo se ha hallado carbonizado. Su nombre era… déjenme ver… sí, aquí lo tengo… hemos encontrado algunos trozos de documentación… parece ser que se llamaba… Miller, era un tal Herbert Miller. No se dispone de más datos.
Radenbaugh tuvo que cubrirse la boca con la mano para evitar que su jadeo se hiciera audible.
Otro reportero preguntó:
– ¿Han podido establecer la causa de la explosión? ¿Ha sido una fuga de gas o una bomba?
– Todavía no lo sabemos. Es demasiado pronto para poder decirlo. Mañana podremos facilitarles mayor información.
Radenbaugh se retiró temblando y regresó a la acera abriéndose paso entre la gente.
Aturdido, trató de reflexionar acerca de lo que había ocurrido. En pocas ocasiones le había sido dado a un hombre ser testigo de su propia muerte, pero serlo por dos veces…
Tynan había matado a Radenbaugh para resucitarle como Miller. Y, una vez en posesión del dinero, Tynan se había dispuesto a matar a Miller. Y, oficialmente, le había matado.
El muy cochino cerdo traidor.
Pero Radenbaugh sabía que no podría hacer nada al respecto, ní ahora ni nunca. Estaba muerto, no era una persona, no era nadie. Entonces comprendió que ello constituía la auténtica seguridad, siempre y cuando no volvieran a reconocerle ni como Radenbaugh ni como Miller.
Después de todo, necesitaría un especialista en cirugía estética -pobre doctor García-, y lo necesitaría cuanto antes. Para ello, le hacía falta un lugar en el que ocultarse y una persona en la que pudiera depositar su confianza. No había nadie…
Pero de pronto recordó que había alguien.
Echó a andar en busca de otro taxi, un taxi que le condujera al Aeropuerto Internacional de Miami.
A la mañana siguiente, en su despacho del Departamento de Justicia de Washington, Chris Collins recibió ansiosamente la llamada del secretario de justicia adjunto.
– Y bien, Ed, ¿qué ha averiguado usted?
– Sí, el apartado de correos 153 del anexo William Penn de la central de Correos lo sigue teniendo alquilado una tal señorita Susan Radenbaugh.
– ¿Y su dirección? ¿La sabían en Correos?
– Hemos tenido suerte. Es la calle Jessup Sur, 419. Oiga, Chris, ¿para qué es todo esto?
– Ya se lo comunicaré cuando lo averigüe. Gracias, Ed.
Collins colgó el aparato y anotó inmediatamente la dirección ensu agenda. Después se quedó mirando la anotación unos instantes. Bueno, pensó, tal vez no hubiera perdido totalmente el tiempo en Lewisburg. Había perdido la gran oportunidad porque Radenbaugh había muerto tres días antes. Pero aún quedaba un pequeño cabo que tal vez le condujera hasta el Documento R. Susparientes más próximos. Susan Radenbaugh, la apenada hija. Había estado muy unida a su padre. Había permanecido en contacto con él. Si su padre sabía algo acerca del Documento R, cabíala posibilidad de que se lo hubiera comentado.
Una posibilidad muy lejana, pero era la única posibilidad, pensóCollins.
Se levantó, cruzó el espacioso despacho y asomó la cabeza por la puerta que daba acceso al despacho de su secretaria.
– Marion, ¿qué tal está mi programa de hoy?
– Muy apretado para ser sábado.
– ¿Hay algo que podamos cancelar o aplazar?
– Me temo que no, señor Collins.
– ¿Y mañana?
– Pues, vamos a ver… Por la mañana no tiene usted programadas muchas cosas.
– Muy bien. Cancele todas las citas que tenga. Tome el teléfono inmediatamente y resérveme una plaza en el primer avión que salga hacia Filadelfia. Es importante. O al menos eso espero.
6
Era una pequeña y anodina casa de madera que se levantaba detrás de otra más grande en la calle Jessup Sur de Filadelfia. Lo más probable era que hubiera sido un alojamiento de invitados, pero ahora la habían alquilado y resultaba perfecta para una persona sola que quisiera gozar de intimidad.
Antes de salir de Washington, Chris Collins había averiguado todo lo que había podido acerca de Susan Radenbaugh. Poca cosa, en realidad: que era hija única de Donald Radenbaugh, tenía veintiséis años, había estudiado en la Universidad de Pittsburgh y trabajaba de redactora en el Inquirer de Filadelfia.
Al telefonear personalmente al periódico para concertar una cita con ella, le habían dicho que se encontraba indispuesta y se había quedado en casa. Collins lo comprendía. Había perdido a su padre. Necesitaría algún tiempo para recuperarse. Collins no se había molestado siquiera en llamarla a su casa. Estaba seguro de que la encontraría allí.
Una vez en Filadelfia, le había dicho al chófer del automóvil alquilado que le condujera directamente a aquella dirección de la calle Jessup Sur. Había abandonado el coche, con el chófer y su guardaespaldas, a media manzana de su lugar de destino y había recorrido a pie el trecho restante.
Ahora, desde la acera, estaba contemplando el callejón que conducía a la casa de atrás. Mientras se ponía en camino hacia la puerta, trató de pensar en la forma en que abordaría a Susan Radenbaugh. En realidad, no había nada que planear. O bien su padre le había dicho algo acerca del Documento R o bien no le había dicho nada. Era la última esperanza que le quedaba. Después de Susan, se encontraría en un callejón sin salida.
Llegó a la puerta de la casa y llamó al timbre.
Esperó. No hubo respuesta.
Volvió a llamar al timbre sin obtener respuesta, y estaba pensando que tal vez la muchacha hubiera salido a compar algo o bien a visitar a su médico cuando la puerta se abrió parcialmente. Una joven le miró a través del resquicio. Era bonita, con una rubia melena que le llegaba hasta los hombros y un rostro sin maquillar, insólitamente pálido y compuesto.
– ¿La señorita Susan Radenbaugh? -preguntó él.
Ella asintió débilmente con expresión preocupada.
– He llamado a su periódico esta mañana para concertar una cita con usted. Me han dicho que se encontraba indispuesta y se había quedado en casa. He venido desde Washington para verla.
– ¿Qué desea? -preguntó ella.
– Quiero hablar con usted un momento acerca de su padre. Siento…
– En estos momentos no puedo ver a nadie -dijo ella bruscamente. Estaba muy agitada.
– Permítame explicarle…