Выбрать главу

La decisión ya estaba adoptada.

Tomó el teléfono y llamó a su secretaria.

– Marion, ¿ya han retirado hoy los dispositivos de escucha de los teléfonos?

– Ya no es necesario, señor Collins. Esta misma mañana han instalado el equipo de interferencia que usted solicitó.

Collins se tranquilizó. Su teléfono disponía por fin de un aparato de interferencia, lo cual significaba que todas sus llamadas exteriores resultarían ininteligibles hasta que llegaran a su destino, en cuyo momento se eliminaría la interferencia y las conversaciones resultarían nuevamente inteligibles.

Con la seguridad que le proporcionaba esta precaución, tomó el teléfono y se dispuso a dar el siguiente paso.

– Póngame con el presidente del Tribunal Supremo, Maynard, inmediatamente -dijo-. Si no está, localícele. Tengo que hablar con él ahora mismo.

En una calurosa y reseca mañana de un viernes de primeros de junio, habían convergido en Phoenix, Arizona, por avión, procedentes de tres lugares distintos.

Chris Collins, que había hecho su reserva de pasaje a nombre de C. Cutshaw, había llegado al aeropuerto de Sky Harbor de Phoenix -desde el Aeropuerto de la Amistad de Baltimore, vía Chicago- en un jet 727 de línea regular a las once y diecisiete minutos. Había sido el primero.

Poco después, Donald Radenbaugh, viajando con su nuevo nombre de Donan Schiller, había llegado desde Carson City, vía Reno y Las Vegas, en un DC9. Hubiera tenido que ser el primero y llegar a las diez y doce, pero su vuelo había sufrido un retraso de una hora y cuarto.

Por su parte, el presidente del Tribunal Supremo, John G. Maynard, bajo el nombre de Joseph Lengel, tenía prevista su llegada desde Nueva York en un 707 a las once y cuarenta y seis minutos.

Habían acordado de antemano que Collins y Radenbaugh no esperarían a Maynard, dado que no sería prudente que los tres llegaran juntos a Argo City y se alojaran juntos en el hotel Constellation. Habían decidido que Collins y Radenbaugh se dirigirían inmediatamente a Argo City y que Maynard les seguiría más tarde.

Collins había estado esperando impacientemente en el aeropuerto hasta que se había anunciado la llegada del vuelo con retraso de Radenbaugh. No había reconocido a Radenbaugh hasta casi tenerle delante de sus narices. El especialista en cirugía estética de Nevada había realizado un buen trabajo. Algo le había ocurrido a su nariz, pues todavía aparecía ligeramente hinchada. Al quitarse las enormes gafas ahumadas, Collins había podido observar que le habían eliminado las bolsas de debajo de los ojos, sustituidas ahora por una especie como de ligeras magulladuras que ya estaban desapareciendo, y que los ojos eran más pequeños y de corte casi oriental. Todo su aspecto había experimentado una considerable modificación.

– ¿Señor Cutshaw? -había preguntado Radenbaugh con expresión divertida.

– Señor Schiller -había dicho Collins entregándole a Radenbaugh un sobre de gran tamaño-. Aquí tiene usted su bautismo oficial. Los de Denver han sido muy eficientes. Todo lo que pudiera usted desear saber acerca de Dorian Schiller se encuentra encerrado en ese sobre.

– No sé expresarle con palabras lo mucho que se lo agradezco.

– No es ni la mitad comparado con lo que yo le agradezco que nos acompañe al lugar al que hoy nos dirigimos. Espero que resulte ser lo que usted oyó decir que era. Entonces todo dependerá de John G. Maynard. -Collins había mirado el reloj de pared del edificio de la terminal.- Llegará dentro de unos veinte minutos. Tomará un taxi para dirigirse a Argo City. -Había hecho un gesto en dirección a la entrada.- Tengo fuera un Ford de alquiler.

Se habían dirigido al sudoeste atravesando los verdes y extensos campos con las relucientes hileras de los canales de riego antes de llegar a la vasta amplitud del desierto. Habían estado viajando un buen rato en dirección a la frontera mexicana.

Finalmente, habían llegado al letrero amarillo de señalización en el que podía leerse en letras negras:

ARGO CITY

Población: 14.000 habitantes

sede de altos hornos y refinerías argo

Radenbaugh, que se sentaba al volante, había señalado hacia el otro lado de Collins.

– Allí la tiene usted: la mina de cobre. Dos kilómetros y medio de anchura y aproximadamente unos ciento ochenta metros de profundidad. Ahí es donde trabaja la mayoría de la población masculina.

A los pocos minutos habían llegado al centro de Argo City: una sola calle principal asfaltada con cuatro o cinco travesías. Collins había podido identificar varios de los pulcros y bien conservados edificios. Había unos grandes almacenes de fachada de cristal; la oficina de Correos, el teatro de Argo City, algo llamado Taller de Conservación de la Ciudad, un pequeño y cuidado parque cuyos paseos conducían a la biblioteca pública de Argo City, un templo de la iglesia episcopal, de afilada aguja, un edificio de ladrillo de dos plantas identificado como la sede del Bugle de Argo City, probablemente el periódico local…

El edificio más elevado era precisamente el hotel Constellation, de cuatro plantas, en muy buen estado de conservación y, a pesar de su nombre, construido en estilo arquitectónico de reminiscencias hispánicas.

Tras dejar el coche en el aparcamiento de al lado y pasar frente a un comercio indio en el que vendían muñecas, cestos, objetos de cuero y plata y cerámica, habían entrado en el embaldosado vestíbulo del hotel, que rodeaba un patio central abierto.

– Parece el edificio J. Edgar Hoover en miniatura -había comentado Collins en voz baja-. Probablemente lo construyó Tynan.

Radenbaugh se había llevado un dedo a los labios.

– Ya basta, señor Cutshaw -había dicho sin apenas mover la boca.

En la recepción habían dado los apellidos de Cutshaw y Schiller, ambos de Bisbee, Arizona. Habían pedido unas habitaciones contiguas sólo hasta última hora de la tarde en que tenían previsto marcharse.

Un botones había cogido la cartera de Radenbaugh y el maletín de Collins y les había acompañado en el ascensor hasta el tercer piso. Una vez allí, les había conducido a sus habitaciones, situadas al fondo del fresco pasillo, y había abierto la puerta que separaba a ambas, examinando el aparato del aire acondicionado y esperando la propina. Recibida ésta, se acababa de marchar.

Ahora se encontraban solos en la habitación de Collins.

Habían acordado que esperarían la llegada de Maynard antes de salir a efectuar un recorrido por la ciudad.

– Cuando llegue despedirá el taxi -dijo Collins-. Regresaremos a Phoenix los tres juntos. Entonces ya dará lo mismo. -Se rascó la cabeza.- La ciudad me parece de lo más corriente. Todo lo que he visto me ha parecido perfectamente normal.

– Espere a ver otras cosas -dijo Radenbaugh abriendo su cartera de documentos-. Anoche hice una lista de todo lo que pude recordar que Noah Baxter me hubiera dicho acerca de este lugar al hablarme del Documento R.

– Y yo dispongo también de una lista de las cosas que tenemos que visitar o examinar, preparada por mi equipo de investigación -dijo Collins-. Juntemos las dos listas. Cuando llegue Maynard decidiremos qué es lo que resulta más prometedor y nos distribuiremos los cometidos.

Se pasaron un cuarto de hora preparando una lista general de lo que había en Argo City. Al terminar, se mostraron satisfechos de su labor.

– Sólo espero que en cuatro horas podamos averiguar lo que queremos -dijo Collins.

– Todo lo que podemos hacer es intentarlo -dijo Radenbaugh-. En realidad, todo dependerá de la forma en que la gente que veamos acoja nuestra historia. ¿Tiene usted la carta?

– Aquí la tengo -repuso Collins dándose unas palmadas sobre el bolsillo superior de la chaqueta-. No hay problema. De la noche a la mañana, alguien del Departamento de Justicia consiguió proporcionarme papel de cartas con el membrete de las Industrias Phillips. No sé cómo pero el caso es que lo consiguió. Entonces yo redacté una carta de presentación.