Se levantó de su asiento, rodeó el escritorio y acompañó a Collins y a Radenbaugh hasta la puerta.
– Me alegro de que hayan venido por aquí, señores -dijo el administrador de la ciudad-. Espero haberles podido ser de utilidad. Y recuérdenlo, una comunidad atractiva hace atractivas a las personas y promueve la paz. Tal como ya les he dicho, y el sheriff se lo podrá confirmar, en Argo City se produce anualmente un puñado de delitos de menor cuantía pero ningún delito grave. Llevamos cinco años sin que hayan ocurrido desórdenes, justamente desde que las fuerzas del orden locales prohibieron las reuniones públicas. Nuestros funcionarios civiles se muestran satisfechos y resultan eficientes. Siempre hay alguna que otra manzana podrida, como la profesora de historia de quien les he hablado, pero nos libraremos rápidamente de ella y no se producirá ningún daño. Bien, les deseo mucha suerte en su labor de reforma y reconstrucción de Bisbee. Con sólo que consigan la mitad de lo que nosotros hemos logrado, podrán sentirse orgullosos de los resultados. Cuando vean al señor Pitman de las Industrias Phillips salúdenle de mi, parte.
El administrador esperó a que Collins y Radenbaugh se hubieran marchado y después entró de nuevo en su despacho. Entonces observó que su secretaria le había seguido.
Percatándose de la expresión de perplejidad de ésta, el administrador de la ciudad le preguntó:
– ¿Qué sucede, señorita Hazeltine?
– Los dos señores que acaban de marcharse… ¿no han dicho que habían venido para obtener información con vistas a la planificación de una reforma en Bisbee?
– Exactamente.
– Pues debe de tratarse de un error, señor. La ciudad de Bisbee fue completamente reformada hace muy pocos años. Tenemos en nuestros archivos toda una serie de datos de la Cámara de Comercio de Bisbee.
El que estaba perplejo ahora era el administrador de la ciudad.
– No puede ser.
– Se los mostraré.
Minutos más tarde, el administrador de la ciudad empezó a revisar toda una serie de recortes de periódicos, fotografías y mapas de Bisbee, Arizona, en los que se reflejaba el trabajo de reconstrucción de varias partes de la ciudad.
Se quedó anonadado. Inmediatamente estableció contacto telefónico directo con el señor Pitman, de las Industrias Phillips de Bisbee.
Y después llamó al sheriff.
– Mac, dos forasteros se han presentado por aquí haciéndose pasar por representantes de las Industrias Phillips -rama de Bisbee- y me han hecho toda una serie de preguntas indiscretas. Traían una carta de presentación de Pitman, de las Industrias Phillips y resulta que éste jamás ha oído hablar de ellos. No me gusta nada todo esto, Mac. ¿Les detenemos?
– No. Sin averiguar antes quiénes son, no. Ya conoce usted las órdenes.
– Pero, Mac…
– Déjelo de mi cuenta. Me pondré inmediatamente en contacto con Kiley. Él sabrá lo que debe hacerse.
En la segunda planta de la Escuela Superior de Argo City, la señorita Watkins, una pulcra mujer de mediana edad y severo aspecto, había abandonado su clase con el fin de reunirse con Collins y Radenbaugh en el pasillo.
Me ha llamado el director. Ha dicho que deseaban ustedes verme. ¿En qué puedo servirles?
– Hemos oído decir que había sido usted despedida, señorita Watkins -empezó a decir Collins-. Queríamos hacerle algunas preguntas.
– ¿Quiénes son ustedes?
– Pertenecemos a la junta escolar de Bisbee. Estamos realizando un estudio acerca del sistema escolar de Argo City. Estábamos hablando con el administrador de la ciudad cuando éste nos ha mencionado su caso. Ha dicho que se había usted desviado…
– ¿Que me había desviado? -repitió ella perpleja-. Estaba cumpliendo con mi deber. Estaba enseñando historia norteamericana.
– Sea como fuere, le han comunicado el despido.
– Sí, hoy es mi último día de clase.
– ¿Puede decirnos qué ocurrió? -preguntó Radenbaugh.
– Casi me avergüenza decirlo -repuso ella-. Es demasiado ridículo. Mi clase estaba a punto de iniciar un estudio acerca de los padres de la patria. Para animar un poco el estudio, me acordé de un viejo recorte de periódico que conservaba en Wyoming, donde vivía antes de trasladarme aquí. -Rebuscó en su bolso, sacó un amarillento recorte de periódico y se lo entregó a Collins.- Se lo leí a mis alumnos…
Collins y Radenbaugh leyeron la noticia de la Associated Press:«Sólo una persona de cada cincuenta abordadas en las calles de Miami por un reportero accedió a firmar una copia mecanografiada de la Declaración de Independencia. Dos personas le calificaron de ‘basura comunista’, otra amenazó con llamar a la policía… -La señorita Watkins les señaló la última parte del escrito.- Otras personas que se molestaron en leer los tres primeros párrafos hicieron comentarios parecidos. Una de ellas dijo: ‘Eso es obra de un chalado.’ Otra comentó: ‘Habría que llamar al FBI para que se enterara de estas tonterías.’ Y otra calificó al autor de la Declaración de ‘revolucionario exaltado’. Y cuando el reportero distribuyó un cuestionario entre trescientos miembros de un joven grupo religioso con un resumen de la Declaración de Independencia, un veintiocho por ciento de ellos contestó que aquel resumen había sido escrito por Lenin.»
La señorita Watkins volvió a guardarse el recorte en el bolso.
– Tras habérselo leído, les dije a mis alumnos que no permitiría que pasaran por mi curso sin haber leído como Dios manda la Declaración de Independencia y la Constitución y sin haber comprendido estos dos documentos fundamentales.
– ¿Se refirió usted a la Ley de Derechos? -preguntó Collins.
– Pues claro. Forma parte de la Constitución, ¿no? Es más, comenté ante mis alumnos las libertades y los derechos civiles fundamentales. Mis alumnos reaccionaron muy favorablemente. No obstante, algunos de ellos lo comentaron en su casa con sus padres y todo se empezó a exagerar y falsear y, en un abrir y cerrar de ojos, el director de la Junta Educativa de Argo City me calificó de alborotadora. ¿Alborotadora? Pero, ¿qué alboroto? Yo dije que me había limitado a enseñar historia. Él insistió en que me había dedicado a fomentar la disensión y me dijo que, por este motivo, tendría que despedirme. En realidad, sigo sin entender lo que ha ocurrido.
– ¿Y no va usted a protestar por este despido? -preguntó Radenbaugh.
La señorita Watkins pareció sorprenderse ante aquella sugerencia.
– ¿Protestar? ¿Ante quién?
– Debe de haber alguien.
– No hay nadie. Y, aunque lo hubiera, no me atrevería a hacerlo.
– ¿Por qué no? -insistió Radenbaugh.
– Porque no quiero meterme en líos. Quiero que me dejen en paz. Me gusta vivir y dejar vivir.
– Pero es que no van a dejarle vivir, señorita Watkins -terció Collins-. Al menos, no como a usted le gusta.
– No sé -dijo ella momentáneamente confusa-. Me imagino que aquí debe de haber ciertas normas, como en todas partes. Yo debo de haber quebrantado alguna sin querer. Pero no tengo la menor intención de organizar un… un escándalo público. No, no pienso hacerlo.
– ¿Qué sucedió la última vez que enseñó usted la Constitución? -preguntó Collins.
– No la había enseñado nunca. Yo enseñaba historia europea. La esposa del administrador de la ciudad era quien enseñaba historia norteamericana, pero se retiró en el último semestre y yo pasé a sustituirla.
– ¿Qué va usted a hacer ahora, señorita Watkins? ¿Se quedará en Argo City?
– Ni hablar, no me lo permitirían. Nadie se puede quedar a vivir aquí a no ser que trabaje para la empresa o la ciudad. No me ofrecerían ningún otro trabajo. Supongo que regresaré a Wyoming, no sé. Resulta todo muy desagradable. Francamente no sé qué he hecho de malo.
– ¿Quiere usted contarnos más cosas? -preguntó Collins.
– ¿Sobre qué?
– Sobre lo que ocurre aquí.
– Aquí no ocurre nada, lo que se dice nada -repuso ella con excesiva rapidez-. Creo que será mejor que vuelva a mi clase. Si ustedes me disculpan…