– ¿Cuáles son las probabilidades? -preguntó Collins sentándose en el sillón.
– Según los últimos datos, la Asamblea se inclinaba por la ratificación. La votación decisiva será la del Senado. Aunque nunca se sabe. Ahora veremos.
El aparato ya estaba conectado. Los cuatro hombres que se hallaban en la estancia centraron toda su atención en la pantalla.
La cámara estaba enfocando el lema en letras doradas que figuraba encima del retrato de Abraham Lincoln que colgada sobre la tribuna del presidente de la Asamblea. El lema decía: LEGISLATORUM EST JUSTAS LEGES CONDERE.
– ¿Qué significa? -preguntó Van Allen.
– Significa «El deber de los legisladores es elaborar leyes justas» -explicó Collins.
– Ajá -dijo Pierce.
La cámara se estaba retirando lentamente con el fin de ofrecer una panorámica de los escaños en los que se deliberaba acerca de las leyes y resoluciones. Mostraba ahora a los ochenta asambleístas en sus respectivos escaños, así como los micrófonos situados en los cinco pasillos.
Estaba teniendo lugar la tercera y última lectura de la resolución, es decir de la Enmienda XXXV.
«Artículo 1. Número 1. Ninguno de los derechos o libertades garantizados por la Constitución podrá ser interpretado como licencia para poner en peligro la seguridad nacional. Número 2. En la eventualidad de un claro y efectivo peligro, un Comité de Seguridad Nacional, nombrado por el presidente, se reunirá en sesión conjunta con el Consejo Nacional de Seguridad. Número 3. Habiendo llegado al acuerdo de que la seguridad nacional se halla en peligro, el Comité de Seguridad Nacional declarará el estado de emergencia y asumirá la plenitud de poderes sustituyendo a la autoridad constitucional hasta que el peligro en cuestión haya podido controlarse y/o eliminarse. Número 4. El presidente del Comité será el director de la Oficina Federal de Investigación (FBI).»
– Tynan, la cláusula de Tynan -dijo Pierce sin dirigirse a nadie en particular.
Prosiguió la lectura a través del aparato de televisión.
«Número 5. La proclamación sólo será efectiva mientras dure el susodicho estado de emergencia, y cesará automáticamente por medio de una declaración oficial relativa al término del mismo. Artículo 2. Número 1. En el transcurso del período de suspensión, los restantes derechos y privilegios garantizados por la Constitución se mantendrán inviolables. Número 2. Toda acción del Comité se emprenderá por votación unánime.»
El locutor empezó a hablar en voz baja.
«Está a punto de iniciarse la trascendental votación. Cada asambleísta vota mediante un interruptor de presión instalado en su escaño. Si vota sí, se enciende una luz verde junto a su nombre en el tablero de la pared frontal de la cámara. Si vota no, se enciende una luz roja. Presten atención al tablero electrónico, en él se irán totalizando automáticamente los votos. La enmienda constitucional será aprobada por simple mayoría. Ello significa que si el total de los votos a favor alcanza la cifra de cuarenta y uno la Cámara aprueba la Enmienda XXXV. Un total de cuarenta y un votos en contra significa la derrota de la enmienda. Si la votación fuera negativa, ello significaría la muerte de la discutida Enmienda XXXV. Si fuera aprobada, la decisión final en cuanto a su ratificación o rechazo correspondería a los cuarenta miembros del Senado del estado dentro de tres días. -El locutor se detuvo.- Va a iniciarse la votación.»
Collins lo estaba observando todo como clavado en su asiento. Los minutos iban pasando y las luces se iban encendiendo en el tablero.
Collins estaba contemplando el tablero electrónico y la cuenta. Las luces verdes dominaban la pantalla. La cuenta fue subiendo a treinta y seis, treinta y siete, treinta y ocho, treinta y nueve, cuarenta y cuarenta y uno.
Pudo escucharse un rugido de júbilo procedente de la tribuna de invitados, mezclado con algunos gritos, y de nuevo la voz del locutor.
«Ya todo ha terminado en la Asamblea del estado de California. La Enmienda XXXV ha alcanzado la mayoría de los votos, cuarenta y uno sobre ochenta. Ha sido aprobada en la primera de las dos cámaras. Su destino se halla ahora enteramente en manos del Senado del estado de California dentro de menos de setenta y dos horas.»
Pierce se levantó de la cama y apagó el aparato.
– Me lo temía. -Estudió a los demás.- Parece ser que nuestra labor no ha resultado muy eficaz. -Se adelantó hacia Collins, que permanecía rígidamente sentado en el sillón.- Chris, necesitamos toda su ayuda. Deje que intentemos ayudarle para que usted pueda a su vez ayudarnos a nosotros.
– ¿Se refiere usted a Karen?
– A su esposa. Al chantaje de Tynan. Permítame que encargue a Jim Shack y a los otros dos que realicen investigaciones en Forth Worth.
Los decepcionantes acontecimientos que acababa de presenciar a través del aparato de televisión indujeron a Collins a adoptar una decisión.
– Muy bien -dijo al fin-, adelante. Le agradezco su ofrecimiento. -Había llegado a la conclusión de que aquellos tres hombres constituían su última esperanza.- En realidad, tal ve pudieran ayudarme también en otra cosa. Se trata de algo que de ser descubierto, podría significar la derrota de la enmienda en el Senado.
– Haré todo lo posible por ayudarle -dijo Pierce volviendo a sentarse en el borde de la cama.
Collins se había levantado.
– ¿Han oído ustedes hablar alguna vez de un documento probablemente un memorando, llamado Documento R?
– ¿Documento R? -repitió Pierce sacudiendo la cabeza-No me suena. No, no he oído hablar de ello.
Van Allen e Ingstrup dieron a entender también que no sabían nada al respecto.
– En tal caso, permítanme que se lo explique -dijo Col lins-. Todo empezó la noche en que el coronel Noah Baxter mu rió. Me enteré de ello pocos días después…
Sin omitir detalle, Collins les describió los distintos personaje y circunstancias de los acontecimientos de las últimas semanas Los tres hombres le escucharon con enorme interés. Collins se pasó una hora hablándoles del coronel Baxter, de la viuda de coronel, del Documento R («peligro… peligroso… tiene que darse a conocer… vi… una trampa… acuda a ver»), del campo de internamiento del lago Tule que Josh le había mostrado (Pierce asintió dando a entender que lo sabía), de los asambleístas Keefe Tobias y Yurkovich, de las estadísticas criminales falseadas, del director de prisiones Jenkins y de la penitenciaría de Lewisburg de Susie Radenbaugh y de Donald Radenbaugh, de Radenbaugh y de la isla de Fisher, del presidente del Tribunal Supremo, Maynard, y de Argo City, de Radenbaugh y de Ramón Escobar…
Lo reveló todo… menos la prueba más importante: el Documento R, que aún no había podido localizar.
Al terminar, la voz enronquecida, Collins esperaba ver reflejada en sus rostros una expresión de incredulidad. Pero, en su lugar, parecía como si aquellos hombres no se hubieran inmutado lo más mínimo.
– ¿No les sorprende a ustedes? -preguntó Collins.
No -contestó Pierce-. Hemos visto y oído demasiadas cosas, sabemos demasiado acerca de Tynan para que pueda usted sorprendernos.
– Me creen ustedes, ¿no es cierto?
– Por completo -repuso Pierce levantándose-. Sabemos que Tynan es capaz de hacer, y está en condiciones de ello, cualquier cosa que convenga a sus intereses. Es cruel e insensible, y conseguirá salirse con la suya a menos que le opongamos nuestra fuerza. Si usted colabora plenamente con nosotros, Chris, movilizaremos en pocas horas todos nuestros efectivos de ex agentes del FBI e informadores. Me gustaría que esta noche se quedara aquí, Chris. Podrá regresar a Washington mañana por la mañana. Van saldrá por comida y bebidas. Permaneceremos aquí hasta medianoche y elaboraremos nuestro plan. Después, nosotros tres nos separaremos, acudiremos a sendas cabinas telefónicas y estableceremos contacto con los componentes de nuestras fuerzas. Mañana por la mañana todos ellos pondrán manos a la obra. ¿Qué le parece?