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– Prácticamente de todo -repuso Ishmael Young asintiendo-. De todo lo que hacía referencia a Tynan, desde luego. A excepción de las cintas… -A Collins le dio un vuelco el corazón.-Ya está todo hecho -siguió diciendo Young-. He duplicado también las cintas. Por eso tengo dos magnetófonos, porque tuve que alquilar uno. Pero todavía no he terminado de transcribir las. Es una labor muy pesada. Tengo que hacerlo yo personalmente, porque Tynan no desea que utilice los servicios de una secretaria. Hace tres días empecé a transcribirlas.

– Pero, ¿ha duplicado o copiado todas las cintas del archive de Baxter? -preguntó Collins un polo más animado.

– Todo el material que Tynan me confió, y creo que me lo confió todo.

– ¿Cómo copió usted las cintas? -preguntó Collins rápidamente.

– Bueno, como las había de dos tamaños tuve que utilizar do aparatos distintos para poderlas grabar en mi magnetófono Wollensak, que es más grande.

– Exactamente -dijo Collins-. Dos tamaños. Cassettes miniatura Norelco y cassettes normales Memorex. ¿Oyó usted el contenido mientras las grababa?

– Pues no, me hubiera llevado demasiado tiempo. Hay un mecanismo que permite grabar en silencio de un aparato al otro.

– ¿Dónde están las cassettes Memorex de tamaño más grande?

– Se las devolví a Tynan hace algunos días. Eran los originales. Yo copié o volví a grabar unas seis cassettes en unas cintas más grandes que tenía por aquí.

¿Sabe lo que contienen esas cintas?

– No l0 sabré hasta que las transcriba. Pero he identificada cada una de las cassettes y he anotado su situación en las cintas grandes. Todas las cassettes, grandes o pequeñas, disponían de alguna identificación o fecha. He elaborado una especie de índice. -Young se dirigió al escritorio y tomó varias hojas de papel cosidas entre sí.- Puede verlo.

– Estoy buscando una determinada cassette Memorex. Lleva la identificación «ASJ» y «Enero» en el exterior. ¿Le sirve ese para encontrarla?

– Vamos a ver.

Ishmael Young empezó a pasar las páginas de su índice. Collins le observaba como enfebrecido.

– Pues claro, aquí la tengo -anunció Ishmael Young muy contento-. Esa cassette corresponde a la primera grabación de mi segunda cinta.

– ¿La tiene usted? ¿Está seguro?

– Completamente.

– ¡Dios bendito! -exclamó Collins jubilosamente al tiempo que abrazaba al escritor-. Ishmael, no sabe usted la hazaña que acaba de realizar.

– ¿Qué es lo que he hecho.? -preguntó Young perplejo. -¡Ha descubierto usted el Documento R!

– ¿Cómo dice?

– No se preocupe -dijo Collins emocionado-. Pásela. Busque la maldita cinta en la que la copió… colóquela en el magnetófono y pásela.

Los tres se agruparon alrededor del magnetófono Wollensak que había encima de la mesa, mientras Ishmael Young buscaba la cinta y la traía. A continuación la colocó en el magnetófono, hizo pasar la tira más delgada de la cinta a través del aparato y después la ajustó al cilindro de avance.

Ishmael Young levantó la cabeza y miró a Collins, Pierce y Van Allen diciendo:

– No sé de qué se trata, pero, si ustedes están dispuestos, yo también.

– Estamos dispuestos -dijo Collins inclinándose hacia adelante y apretando el botón de puesta en marcha.

La cinta empezó a girar.

Momentos más tarde, la voz de Vernon T. Tynan llenaba toda la estancia.

11

Acomodado muy nervioso en el asiento trasero del Cadillac que le había conducido desde San Francisco a las afueras de Sacramento, Chris Collins se inclinó una vez más hacia adelante para hablar con el chófer.

– ¿No puede correr un poco más? -le preguntó con voz suplicante.

– Estoy haciendo todo lo que puedo con este tráfico, señor -repuso el chófer.

Collins se esforzó en reprimir su nerviosismo mientras volvía a reclinarse contra el respaldo del asiento. Encendió un nuevo cigarrillo utilizando la colilla. del anterior, miró a través de la ventanilla y observó que se iban acercando a la distante ciudad. Se encontraban en la zona oeste de Sacramento y habían penetrado en el nudo de la gran encrucijada viaria. El chófer enfiló el carril correspondiente y pasó a la autopista 275, que muy pronto les conduciría hasta el paseo del Capitolio.

Muy pronto, Collins lo sabía, pero tal vez no lo suficiente.

Pensó que resultaba una ironía que el éxito de su larga lucha pudiera verse comprometido en su momento culminante por culpa de una conspiración de la naturaleza. Daba la impresión de que la niebla se estuviera disipando, pero el Aeropuerto Metropolitano de Sacramento debía de estar todavía completamente cubierto por ella.

En principio, hubiera debido llegar a Sacramento a las doce y veinticinco minutos, hora de California. Estaba citado a la una en punto con el asambleísta Olin Keefe en el Derby Club de Posey’s Cottage, el restaurante en el que los legisladores y cabilderos se reunían diariamente para almorzar. En el caso de que todo se desarrollara de acuerdo con sus deseos, Keefe tendría a mano al vicegobernador Edward Duffield, presidente del Senado del estado, y al señor Abe Glass, presidente en funciones del mismo organismo. Collins tal vez tuviera tiempo para revelar el contenido del Documento R a los líderes del Senado antes de que éste se reuniera a las dos en punto para efectuar la votación.

La votación final se iniciaría minutos después de las dos, según le habían informado. La resolución conjunta tendría que leerse por tercera y última vez. Por acuerdo legislativo, se suspendería el debate posterior. Y se iniciaría la votación, que ya no podría interrumpirse. Una vez hubiera aparecido el resultado en el tablero, no podría cambiarse ni tampoco iniciar una nueva votación. En otros tiempos, incluso tras haber votado negativamente, el cuerpo legislativo de un estado podía estudiar de nuevo un proyecto de ley, volverlo a votar y modificar su punto de vista. Esto era lo que había ocurrido en 1972, cuando la Enmienda XXVII relativa a la igualdad de derechos se había sometido a la ratificación de los distintos estados. Dos de ellos, Vermont y Connecticut, habían votado en contra y después habían cambiado de parecer. Pero eso ya no estaba autorizado en muchos de los estados, y así ocurría en California. La votación que se iniciara a partir de las dos sería definitiva. La Enmienda XXXV se convertiría en una de las leyes del país. Tynan habría conseguido ganar… y el pueblo habría perdido.

Su reloj le decía que eran las dos menos diecinueve minutos.

Mientras daba nerviosas chupadas al cigarrillo, Collins fue recordando los acontecimiehtos de la noche pasada, de la madrugada y de la mañana. Y los recordó como si formaran parte del presente.

Dejaron a Ishmael Young llevándose la cinta, presa de un entusiasmo casi febril. Estaban emocionados. Su misión había pasado a convertirse en una cruzada. Abandonaron Fredericksburg y se dirigieron al Departamento de Justicia a las dos de la madrugada tratando de establecer sus diferentes cometidos. Quedaban muchas cosas por hacer y disponían de muy poco tiempo.

En el despacho de Chris Collins pasaron revista a sus distintas misiones. Collins decidió encargarse de efectuar las llamadas telefónicas. Llegaron a la conclusión de que, con la autoridad que le confería su cargo de secretario de Justicia, conseguiría que le prestaran la necesaria atención. Pierce aceptó la tarea de verificar la autenticidad de la cinta mediante pruebas vocales. Todos ellos sabían que la cinta era auténtica, pero era posible que otros exigieran una prueba definitiva. Van Allen se encargaría de reservarle a Collins los pasajes de avión a California. Habían discutido brevemente sobre la conveniencia de confiscar un aparato militar. Collins se opuso por temor a que su misión pudiera llegar a oídos de quien no debía. Aunque resultara más lento, un vuelo comercial sería más seguro. Van Allen se encargaría también de adquirir un magnetófono portátil. Una vez efectuada la verificación de la voz, tendría que tomar la cinta de Young y grabar la parte de la misma que contenía el Documento R en una cassette que Collins llevaría consigo en su viaje.