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Todas las misiones se habían desarrollado sin contratiempos, excepto la de Collins.

Su primera llamada no planteó ningún problema. Despertó al director de una importante cadena de Nueva York, invocó su autoridad, le dijo que se trataba de un asunto urgente y le convenció de que era necesario solicitar la colaboración del director de la cadena en Washington. Una vez hecho esto, Pierce levantó de su cama al doctor Lenart, de la Universidad de Georgetown. Dado que Pierce era un antiguo amigo suyo, el criminólogo accedió a regañadientes a analizar los sonidos en su laboratorio.

Pierce se dirigió a toda prisa a la sede local de la cadena para recoger una parte de la filmación y la banda sonora de una entrevista concedida recientemente por Vernon T. Tynan, así como un «videotape» en el que pasarla. Junto con la cinta de Ishmael Young, Pierce se llevó este material al laboratorio del doctor Lenart de la Universidad de Georgetown. Allí, el célebre experto en identificación de voces, utilizando su espectrógrafo de sonidos, aplicó su equipo a algunas palabras pronunciadas por Tynan durante su entrevista por televisión y a estas mismas palabras tal y como figuraban en la cinta de Ishmael Young. El registrador efectuaba cuatrocientos pasos por las cintas a cada ochenta segundos, reproduciendo visualmente una serie de líneas onduladas que correspodían al tono y al volumen de la voz de Tynan. Finalizado el análisis, resultó evidente que la voz escuchada en la cinta del Documento R era, sin lugar a dudas, la de Tynan. El doctor Lenart firmó un certificado de autenticidad y despidió a Pierce con su prueba.

Entretanto, tras haber conseguido un magnetófono portátil que Collins pudiera llevarse a California, Van Allen efectuó las reservas de pasaje. El primer vuelo a Sacramento salía del Aeropuerto Nacional de Washington a las ocho y diez minutos de la mañana. El aparato dejaría a Collins en Chicago a las nueve y ocho minutos. Allí Collins tendría que aguardar una hora; saldría del Aeropuerto O'Hare de Chicago a las diez y diez minutos para llegar a Sacramento a las doce y veinticinco minutos, hora de California. El horario resultaba perfecto y Collins se mostró muy complacido.

Sin embargo, las mayores dificultades se le plantearon a Collins en la misión que él mismo se había asignado. Había llegado a la conclusión de que sería conveniente comunicar su inminente llegada a los representantes del Senado de California y concertar una cita con ellos antes de que se iniciara la votación sobre la resolución conjunta. Deseaba decirles que poseía unas pruebas terribles en relación con la votación del Senado sobre la Enmienda XXXV. Sólo quería decirles eso y nada más. Sabía que resultaría inútil explicarles por teléfono la clase de prueba que obraba en su poder. Era necesario verlo para creerlo. Y, aunque le creyeran, efectuar revelaciones por teléfono resultaba peligroso. Cabía la posibilidad de que la noticia se comunicara a Tynan, que ya se encontraba en Sacramento, y era indudable que éste haría lo imposible por recuperar el material que tenía Collins y destruirlo.

No. Se limitaría a revelarles a los representantes del Senado de California lo estrictamente necesario para que le dedicaran su atención nada más llegar.

Empezó por telefonear aI vicegobernador Edward Duffield a su domicilio particular. Llamó y el teléfono sonó largo rato sin que nadie contestara. Volvió a insistir varias veces, pero no obtuvo respuesta. Al final, llegó a la conclusión de que lo más probable era que Duffield hubiera desconectado el teléfono para que no se le molestara por la noche. Se dio por vencido y decidió no seguir llamándole.

Después intentó comunicarse con el senador Abe Glass, presidente en funciones del Senado. Las primeras dos llamadas no habían obtenido respuesta. A la tercera, contestó al teléfono la soñolienta voz de una mujer, que resultó ser la señora Glass. Le dijo que su marido se hallaba fuera de la ciudad y no regresaría hasta bien entrada la mañana para acudir a su despacho y preparar la votación.

Decepcionado, Collins trató de hallar alguna solución. Durante unos instantes consideró la posibilidad de llamar a la Casa Blanca, hablar con eI presidente Wadsworth y revelarle toda la verdad. Era indudable que el presidente Wadsworth no tendría la menor dificultad en transmitir el mensaje a Sacramento. Pero a Collins le preocupaba una cosa. Cabía la posibilidad de que el presidente no quisiera transmitirlo y que deseara la aprobación de la Enmienda XXXV e pesar de la existencia del Documento R, pensando que ya se encargaría más tarde a su manera de todo lo demás.

No, llamar al presidente Wadsworth constituiría un riesgo. Y lo mismo ocurriría en el caso del gobernador de California, que era amigo político del presidente.

Collins llegó a la conclusión de que sería mejor llamar a alguna otra persona de Sacramento.

Y entonces se le ocurrió telefonear al asambleísta Olin Keefe, que se puso inmediatamente al aparato.

– Llegaré a Sacramento a la una en punto del mediodía -le dijo Collins a Keefe-. Tengo unas pruebas trascendentales contra la Enmienda XXXV que deben ser examinadas antes de que se inicie la votación. ¿Podría usted localizarme al vicegobernador Duffield y al senador Glass? He estado intentando hablar con ellos toda la noche, pero no lo he conseguido. Necesito verlos urgentemente.

– A esa hora estarán almorzando en el Derby Club, en la parte de atrás del Posey’s Cottage. Estarán allí hasta las dos menos cuarto. Les diré que le esperen. Es más, yo le estaré aguardando también.

– Dígale, sobre todo, que se trata de algo muy urgente -señaló Collins.

– Me encargaré de ello. Procure llegar a tiempo. Cuando se dirijan a la cámara y se inicie la votación, ya no podrá usted hablar con ellos.

– Allí estaré -prometió Collins.

Una vez resuelto el problema, Collins se tranquilizó un poco.

Se tendió en el sofá de su despacho y durmió por espacio de dos horas, hasta que Pierce y Van Allen le despertaron para comunicarle que ya había llegado la hora de trasladarse al Aeropuerto Nacional.

Hasta determinado momento, todo se desarrolló según el horario previamente establecido. Collins abandonó Washington a la hora prevista. Llegó a Chicago a la hora prevista. Salió de Chicago a la hora prevista y lo más probable era que llegara a Sacramento a la hora prevista.

Pero, cuando faltaba una hora para llegar a Sacramento, el piloto del 727 anunció que una inesperada y densa niebla cubría el aeropuerto de Sacramento, por lo que el vuelo tendría que desviarse a San Francisco. Rogando a los pasajeros que disculparan las molestias, añadió que tomarían tierra en San Francisco a las doce y media. Un autobús especial les conduciría a Sacramento, tras haber recorrido los ciento treinta kilómetros de distancia que separaban San Francisco de aquella ciudad.

Por primera vez durante el viaje, Collins empezó a preocuparse. Había recorrido las suficientes veces la distancia que mediaba entre San Francisco y Sacramento como para saber que aquel contratiempo significaba una hora y media más de viaje. Aunque alquilara un automóvil y el chófer condujera a la máxima velocidad, no conseguiría llegar al Pose’s Cottage mucho antes de que Duffield y Glass lo abandonaran.

En el aeropuerto de San Francisco, mientras un mozo corría a buscarle un automóvil particular, Collins se dirigió a una cabina telefónica para tratar de localizar a Olin Keefe. Pero Keefe no se hallaba ni en su despacho ni en el restaurante. Sin desear perder ni un minuto más en su intento de localizarle -o bien a Duffield o a Glass-, Collins abandonó la cabina telefónica y se dirigió hacia el lugar desde donde el mozo le estaba haciendo señas.

Todo ello lo estaba recordando ahora mientras el automóvil cruzaba el centro de Sacramento, desde el que podía distinguirse la dorada cúspide del Capitolio del estado.

– ¿Dónde me ha dicho que era, señor? -preguntó el chófer.