—Voy a llevarle a Morgase una carta de Elayne, Thom —respondió Mat con más paciencia de la que en realidad sentía—. Nynaeve me dio el papel y no sé de dónde lo sacó.
—Bueno, si no vas a decírmelo, me voy a dormir. ¿Apagarás las lámparas, si eres tan amable? —Thom se tumbó de lado y se colocó una almohada sobre la cabeza.
Tras apagar las lámparas y deslizarse en ropa interior bajo las mantas, Mat no logró conciliar el sueño, aun a pesar del mullido colchón de plumas con que se había regalado Mallia. No se había equivocado respecto a los ronquidos de Thom, que sonaban como si éste estuviera cortando leña con una sierra oxidada, y la almohada que tenía encima de la cabeza no amortiguaba en nada el ruido. Además, no podía interrumpir el hilo de sus pensamientos. ¿Cómo había llegado a poder de Nynaeve, Egwene y Elayne el documento de la Amyrlin? Debían de traerse entre manos algo con la propia Sede Amyrlin —alguna intriga, una de las maquinaciones propias de la Torre Blanca— pero, ahora que lo pensaba, también debían de estar ocultándole algo a la Amyrlin.
—«Llévale, por favor, esta carta a mi madre» —dijo quedamente con tono agudo y burlón—. ¡Qué idiota! La Amyrlin habría enviado a un Guardián para que entregara a la reina la misiva de la heredera del trono. Me tenían tan cegado las ansias de abandonar la Torre a toda costa que ni me he dado cuenta. —El ronquido de Thom, semejante a un toque de trompeta, pareció expresar su acuerdo.
Pero sus reflexiones se centraron sobre todo en la suerte y en los ladrones.
Apenas tuvo conciencia del primer golpe contra la proa y tampoco prestó atención al roce de algo arrastrándose en cubierta y a los pasos de alguien calzado con botas. La embarcación producía constantemente ruidos, y debía de haber alguien en cubierta vigilando el curso del navío. Pero unos pasos sigilosos en el pasadizo al que daba su camarote incidieron en sus pensamientos poblados de ladrones, haciéndole aguzar el oído.
—Despertad —susurró a Thom, dándole un codazo en las costillas—. Hay alguien en el pasillo.
Saltó de inmediato de la cama, procurando que las planchas del suelo no crujieran bajo sus pies. Thom emitió un gruñido, hizo un chasquido con la lengua y reanudó sus ronquidos.
No había tiempo para ocuparse de Thom. Los pasos sonaban justo afuera. Mat tomó la barra, se apostó delante de la puerta y aguardó.
La puerta se abrió despacio, y la tenue luz de la luna que entraba por la escotilla que daba acceso a la escalera recortó débilmente la silueta de dos hombres encapuchados y arrancó destellos de las hojas de los cuchillos que empuñaban. Los dos intrusos, que evidentemente no habían previsto que alguien estuviera esperándolos, exhalaron una exclamación de sorpresa.
Mat descargó la barra justo debajo del esternón del primero. Al golpear, oyó la voz de su padre. «Es un golpe mortal, Mat. No lo utilices jamás a menos que de ello dependa tu vida». Aquellos cuchillos amenazaban, sin embargo, su vida, pues en la cabina no había espacio suficiente para mover el bastón.
Su víctima aún se plegaba gimiendo sobre sí, tratando en vano de recobrar aliento, cuando Mat avanzó y hundió con estrépito la punta de la barra en la garganta de su compañero. Éste soltó el cuchillo para aferrarse el cuello y cayó sobre el otro. Ambos quedaron arañando el suelo con las botas, exhalando los últimos estertores.
Mat permaneció de pie, mirándolos. «Dos hombres. ¡No, diantre, tres! Nunca le había hecho daño a ningún ser humano y ahora en una noche he matado a tres hombres. ¡Luz!»
Entre el silencio reinante oyó unas botas que percutían en la cubierta. Los marineros iban todos descalzos.
Intentando no pensar en lo que hacía, Mat arrancó la capa de uno de los cadáveres y se tapó con ella para ocultar la pálida tela de su ropa interior. Se fue sin zapatos por el corredor, subió la escalera y se asomó con cautela por la escotilla.
La luz de la luna se reflejaba en las tensas velas, pero la noche aún cubría de sombras la cubierta, y el único sonido perceptible era el roce del agua en el casco. Sólo se veía a un hombre junto al timón que tenía la capucha bajada para protegerse del frío. El desconocido se movió, y el cuero de las suelas arañó la madera del suelo.
Disimulando la barra bajo la capa, Mat salió al exterior.
—Está muerto —susurró con voz baja y carrasposa.
—Espero que haya chillado cuando le habéis cortado la garganta. —Mat reconoció la voz y el marcado acento extranjero de uno de los hombres que lo habían acechado en la boca de una de las callejas de Tar Valon—. Ese muchacho nos ha causado demasiados problemas. ¡Espera! ¿Quién eres?
Mat impulsó la barra con todas sus fuerzas. El grueso palo se aplastó contra la cabeza del rufián, produciendo un sonido similar al de un melón despachurrado al chocar contra el suelo.
El hombre cayó atravesado en el timón, impulsando la caña, y el barco dio un bandazo que hizo tambalear a Mat. Por el rabillo del ojo vio una figura surgiendo de las sombras al lado de la barandilla y el resplandor de un arma blanca, y supo que no tendría tiempo de hacer girar la barra. Otro objeto brillante surcó el aire y se hundió con un ruido sordo en la borrosa forma humana. Un hombre cayó tumbado casi a sus pies.
De abajo llegó un murmullo de voces, y el navío dio un nuevo bandazo provocado por el peso del muerto apoyado en el timón.
Thom llegó cojeando desde la escotilla, vestido con capa y calzoncillos, abriendo la contraventana de un candil.
—Has tenido suerte. Uno de esos tipos de abajo llevaba esta linterna. Podría haber incendiado el barco. —La luz iluminó la empuñadura de un cuchillo clavado en el pecho de un hombre cuyos fijos ojos tenían el sello de la muerte. Mat nunca lo había visto; estaba seguro de que habría recordado a alguien con tantas cicatrices en la cara. Thom apartó de un puntapié la daga que reposaba en la mano abierta del desconocido, luego se encorvó para recuperar su cuchillo y limpió la hoja en la capa del cadáver—. Mucha suerte, chico. Muchísima suerte.
Había una cuerda atada a la barandilla de popa. Thom se acercó y alumbró hacia abajo. Mat se reunió con él. En el otro extremo del cabo había una de las pequeñas barcas del Puerto del Sur, con el fanal apagado, entre cuyos remos había dos individuos más.
—¡Que el Gran Señor me lleve, es él! —exclamó uno de ellos. El otro se precipitó hacia la cuerda para deshacer el nudo atado a su embarcación.
—¿Quieres matar también a esos dos? —preguntó Thom con voz tan atronadora como si estuviera actuando.
—No, Thom —respondió quedamente Mat—. No.
Los ocupantes de la barca debían de haber oído la pregunta, pero no la respuesta, puesto que desistieron en su intento de desatar la cuerda y saltaron al agua. Luego se escuchó cómo chapoteaban en el río tratando de ganar la orilla.
—Insensatos —murmuró Thom—. El cauce se estrecha un poco después de Tar Valon, pero aun así debe de tener más de medio kilómetro de ancho aquí. No conseguirán llegar a tierra.
—¡Por la Ciudadela! —gritó alguien saliendo a cubierta—. ¿Qué ocurre aquí? ¡Hay dos cadáveres en el pasillo! ¿Qué hace Vasa tumbado en el timón? ¡Nos va a hacer embarrancar! —Vestido sólo con los calzoncillos, Mallia corrió hacia el timón, apartó sin contemplaciones al muerto y enderezó el rumbo—. ¡Éste no es Vasa! Por mis barbas, ¿quiénes son todos estos hombres muertos?
A la cubierta iban llegando descalzos marineros y asustados pasajeros envueltos en capas y mantas. Escudándose con el cuerpo, Thom deslizó el cuchillo bajo la cuerda y la sesgó. La barca comenzó a rezagarse en la oscuridad.
—Bandidos de río, capitán —dijo—. El joven Mat y yo hemos salvado vuestro barco de su asalto. De no ser por nosotros, seguramente nos habrían pasado a cuchillo a todos. Tal vez deberíais reconsiderar la tarifa de vuestro pasaje.
—¡Bandidos! —exclamó Mallia—. ¡Los hay por montones en las proximidades de Cairhien, pero nunca he oído que causaran un incidente tan al norte!