Perrin no percibió en Remen nada que difiriera de los otros pueblos —estaba impregnada de aromas propios de las poblaciones y de olor a hombres, a los cuales se sumaban, como era natural, los efluvios del río— y ya estaba interrogándose acerca del sentido de las palabras de Lan cuando olió algo que le erizó el vello de la nuca. No bien lo había captado, se desvaneció como un pelo caído en las brasas. Pese a ello lo reconoció, pues era el mismo olor que había percibido en Jarra, que, al igual que ahora, se había esfumado de forma instantánea. No era un Degenerado ni un Nonacido —¡trolloc, demonios, y no un Degenerado! ¡Tampoco un Nonacido! ¡Un Myrddraal, un Fado, un Semihombre, cualquier cosa menos un Nonacido!—. No era un trolloc ni un Fado y el hedor que había dejado era, no obstante, igual de punzante y repugnante. Pero lo que despedía ese olor no dejaba un rastro permanente, al parecer.
Entraron en la plaza del pueblo. Uno de los grandes bloques de piedra del pavimento había sido arrancado justo en el medio para erigir una picota. En la tierra habían clavado una viga con un travesaño del cual pendía una jaula de hierro a unos tres metros de altura. En su interior, sentado con las rodillas dobladas, la única postura que le permitía el reducido espacio, había un hombre muy alto vestido con ropas grises y pardas al que arrojaban piedras tres niños. El enjaulado miraba al frente, sin inmutarse cada vez que una piedra entraba por los barrotes, pese a que por su rostro bajaba más de un reguero de sangre. Los lugareños que pasaban por allí no prestaban más atención a los chiquillos que a su víctima, aun cuando todos dirigían sin excepción la mirada a la jaula, las más de las veces con ademán de aprobación, y algunas con temor.
Moraine exhaló un sonido gutural que hubiera podido interpretarse como una señal de disgusto.
—Hay más —dijo Lan—. Ven. Ya he encargado habitaciones en la posada. Creo que te parecerá interesante.
Mientras cabalgaba tras ellos, Perrin mantuvo la cabeza girada para observar al hombre. Le recordaba a alguien y no sabía a quién.
—No deberían hacerlo. —La cavernosa voz de Loial rozaba la irritación de un gruñido—. Los niños, quiero decir. Los mayores deberían impedírselo.
—Sí —convino distraídamente Perrin. «¿Por qué me resulta familiar?»
En el letrero que presidía la puerta de la posada adonde los condujo Lan, en las proximidades del río, se leía La forja del viajero, lo cual interpretó Perrin como un buen augurio, aunque en el local no había nada que sugiriera una herrería salvo el hombre de delantal de cuero con un martillo pintado en él. El gran edificio de tres pisos, de tejado cárdeno y cuadrados bloques de piedra gris, con amplias ventanas y puertas adornadas con volutas, parecía albergar un próspero negocio. Los mozos de cuadra acudieron corriendo a hacerse cargo de los caballos, dedicándoles reverencias que acentuaron cuando Lan les lanzó unas monedas.
Una vez dentro, Perrin se quedó mirando con asombro a la gente. Le pareció que los hombres y mujeres que ocupaban las mesas lucían sus ropas de fiesta, en las que se apreciaban más bordados en las chaquetas y encajes en los vestidos, más cintas y pañuelos de colores de los que había visto en mucho tiempo. Los únicos que vestían con sencillez eran cuatro individuos juntos en una mesa, los únicos que no alzaron con expectación la mirada ni interrumpieron su conversación cuando entró la comitiva. Perrin alcanzó a distinguir algo de lo que decían, acerca de las ventajas como cargamento de los pimientos de hielo sobre las pieles y el efecto que podría haber causado en los precios de Saldaea la agitación reinante, y dedujo que eran capitanes de barcos mercantes. Los demás eran seguramente lugareños. Incluso las camareras parecían llevar sus atuendos de gala, cuyos bordados y encajes asomaban bajo los largos delantales.
En la cocina estaba preparándose gran cantidad de comida; hasta él llegaba el aroma a cordero, pollo y buey, así como a verdura. Y a un pastel de especias que por un momento le hizo olvidar la carne.
Salió a recibirlos con reverencias un gordo y calvo posadero de relucientes ojos castaños y lisa y sonrosada tez. De no haber acudido directamente a ellos, Perrin jamás habría adivinado que él era el dueño, pues, en lugar del acostumbrado delantal blanco, llevaba, al igual que todos sus clientes, una chaqueta de gruesa lana azul cubierta de bordados blancos y verdes que, sin duda, era la causante de su copioso sudor.
«¿Por qué van todos endomingados?», se preguntó Perrin.
—Ah, maese Andra —saludó a Lan el posadero—. Y un Ogier, tal como habéis dicho. No es que no os creyera, claro está, con todo lo que ha pasado y además tratándose de vuestra palabra. ¿Por qué no un Ogier? Ah, amigo Ogier, no podéis imaginar el placer que me produce teneros en mi casa. Una presencia que encaja y corona los acontecimientos. Ah, y la señora… —Sus ojos se posaron en la seda azul de su vestido y en la calidad de la lana de la capa, perceptible a pesar del polvo del camino—. Perdonadme, lady, por favor. —Realizó una pronunciadísima reverencia—. Maese Andra no especificó vuestra condición, lady. No era mi intención ofenderos. Sed más bienvenida si cabe que el amigo Ogier, lady. Tened a bien no ofenderos por la distracción de Gainor Furlan.
—Desde luego que no. —Con voz calmada, Moraine aceptó el tratamiento que Furlan le había otorgado. No era, ni de lejos, la primera vez que la Aes Sedai ocultaba su verdadera identidad o condición, como tampoco constituía una novedad que Lan utilizara el nombre de Andra. Con la capucha todavía cubriendo sus suaves rasgos de Aes Sedai, la mujer retenía en torno a sí la capa con una mano como si tuviera frío, y no lo hacía con la mano en que llevaba el anillo con la Gran Serpiente—. Tengo entendido que han ocurrido sucesos extraordinarios en vuestro pueblo, posadero. Confío en que no se trate de algo inquietante para los viajeros.
—Ah, lady, hasta podría calificarse de extraño. Sólo vuestra radiante presencia honra con creces esta humilde casa, lady, y además viniendo en compañía de un Ogier, pero en Remen tenemos también cazadores; justo aquí mismo, en La forja del viajero. Cazadores del Cuerno de Valere, que partieron de Illiana en busca de aventuras. Y, en efecto, han hallado aventuras, lady, y aquí en Remen, o tan sólo algo más de un kilómetro río arriba, luchando, quién lo diría, con Aiel. ¿Os imagináis salvajes Aiel de rostro velado en Altara, lady?
Aiel. Ahora comprendía Perrin por qué le resultaba familiar el hombre enjaulado. En una ocasión había visto a un Aiel, uno de aquellos feroces, casi legendarios habitantes de la inhóspita tierra llamada el Yermo. Ese Aiel de ojos grises y pelo rojizo, más alto que la mayoría de la gente, se parecía mucho a Rand y, como el individuo de la jaula, iba vestido con tonos marrones y grises que se confundían fácilmente entre las rocas y la maleza y calzado con botas de flexible cuero atadas con cintas hasta la altura de la rodilla. Perrin volvió a escuchar con la mente las palabras de Min. «Un Aiel en una jaula. Un punto crucial en tu vida, o algo importante que ocurrirá».
—¿Por qué habéis…? —Calló para carraspear y atenuar la ronquera de su voz—. ¿Cómo ha llegado a parar un Aiel a la jaula que cuelga en la plaza?
—Ah, joven señor, ésa es una historia que… —Furlan interrumpió la frase para observarlo de hito en hito, fijándose en su sencilla vestimenta de campesino, el largo arco que llevaba en la mano, el hacha y el carcaj que pendían de su cinturón. El gordo posadero se sobresaltó cuando llegó el turno de su escrutinio a la cara de Perrin, como si, con una dama y un Ogier presentes, acabara de reparar en los ojos amarillos de Perrin—. ¿Es un criado, maese Andra? —inquirió con cautela.
—Respondedle —fue cuanto contestó Lan.
—Ah. Ah, desde luego, maese Andra. Pero ahí llega alguien que puede explicároslo mejor que yo. El propio lord Orban en persona. Para escucharlo a él nos habíamos reunido todos aquí.