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Al dar el segundo paso la vio, una esbelta forma en el linde de la plaza vestida con oscuras y estrechas faldas. Cuando se volvió para marcharse, advirtió que eran faldas de amazona. La mujer retrocedió hasta la calle y desapareció.

Lan salió a su encuentro antes de que llegara al lugar donde la había visto. El Guardián advirtió la jaula vacía bajo la horca, los confusos bultos que reflejaban la luz de la luna, y dio un cabeceo como si estuviera a punto de estallar.

—¿Es esto obra tuya, herrero? —preguntó con voz tan tensa y dura como la llanta de una rueda—. ¡La Luz me consuma! ¿Hay alguien que pueda relacionarte con ello?

—Una muchacha —contestó Perrin—. Creo que me ha visto. ¡No quiero que le hagáis nada, Lan! Podrían haberlo visto muchas personas más. Hay luces en muchas ventanas.

El Guardián lo agarró por la manga de la chaqueta y lo empujó en dirección a la posada.

—He visto a una joven corriendo, pero he creído que… Da igual. Saca al Ogier de la cama y llévalo al establo. Después de lo ocurrido, hemos de llevar lo antes posible los caballos a los muelles. Sólo la Luz sabe si habrá un barco que zarpe esta noche o lo que habré de pagar por alquilar uno en caso contrario. ¡No hagas preguntas, herrero! ¡Haz lo que te he dicho! ¡Deprisa!

35

El halcón

Con sus largas zancadas, el Guardián dejó atrás a Perrin y, cuando éste se abrió paso entre el gentío reunido en las puertas de la posada, Lan ya subía por la escalera sin aparente premura. Perrin redujo el paso siguiendo su ejemplo. A sus espaldas sonaron los gruñidos y protestas de la gente ante la que intentaban colarse a empujones los de atrás.

—¿Otra vez? —decía Orban, sosteniendo en alto la copa de plata para que volvieran a llenársela—. Bueno, de acuerdo. Nos aguardaban emboscados junto al camino por el que viajábamos, algo que no esperaba yo a tan corta distancia de Remen. Salieron gritando de la espesa maleza y en un abrir y cerrar de ojos ya estaban entre nosotros, ensartando con sus lanzas a dos de mis mejores hombres y a uno de los de Gann. Sólo con verlos, supe que eran Aiel y…

Perrin se alejó escaleras arriba. «Bueno, ahora Orban los conoce realmente».

Oyó voces procedentes de la habitación de Moraine. Como no quería oír lo que ella diría respecto a lo sucedido, apretó el paso y asomó la cabeza en el dormitorio de Loial.

La cama del Ogier era un bajo e imponente mueble, dos veces más larga y mucho más ancha que cualquiera de los lechos para humanos que Perrin había visto. Aun cuando la habitación era igual de grande y lujosa que la de Moraine, el mueble ocupaba buena parte de su superficie. Perrin recordó vagamente que Loial había dicho que era de madera cantada y en otra ocasión se habría detenido a admirar aquellas gráciles curvas gracias a las cuales la cama parecía haber crecido allí mismo. Los Ogier debían de haber pasado sin duda por Remen antiguamente, pues el posadero también había encontrado un sillón de madera de la talla de Loial y lo había llenado de cojines. El Ogier estaba cómodamente sentado sobre ellos en camisa y calzones, rascándose con aire distraído el tobillo con la uña del otro pie mientras escribía, apoyado en el brazo del asiento, en un gran libro encuadernado con tela.

—¡Nos vamos! —anunció.

Loial se sobresaltó y casi volcó el tintero y tiró el libro al suelo.

—¿Que nos vamos? Si acabamos de llegar —protestó.

—Sí, nos marchamos. Baja al establo lo más rápido posible. Y procura que nadie te vea. Me parece que hay una escalera al fondo que pasa junto a la cocina. —El olor a comida se había concentrado demasiado en ese sector del pasillo como para que no la hubiera.

El Ogier dirigió una pesarosa mirada a la cama y luego se dispuso a calzarse sus altas botas.

—¿Pero por qué?

—Los Capas Blancas —dijo Perrin—. Te lo contaré más tarde. —Salió al corredor antes de que Loial pudiera formular otra pregunta.

Él no había deshecho el equipaje. Una vez que se hubo colgado la aljaba en el cinturón, la capa, la manta y las alforjas al hombro y recogido el arco, no quedó señal alguna de su paso por allí. Ni una arruga en las mantas dobladas al pie de la cama ni una salpicadura de agua en la agrietada jofaina del aguamanil. Incluso la mecha de la vela de sebo estaba nueva, advirtió. «He debido prever que no me quedaría aquí. Últimamente parece que no dejo ninguna marca tras de mí».

Tal como sospechaba, en la parte trasera del edificio había una estrecha escalera que conducía a una antesala contigua a la cocina. Se asomó con cautela a la puerta. En el asador había una pierna de cordero, un gran pedazo de buey, cinco pollos y una oca. Del caldero de sopa que colgaba encima del fuego de otra chimenea se elevaba un fragante aroma, pero no se veía ni un alma allí adentro. Agradeciendo las patrañas de Orban, salió presurosamente a la calle.

Las caballerizas ocupaban un edificio construido con la misma clase de piedra que la posada, con la diferencia de que en aquél únicamente estaban pulidos los bloques que rodeaban los grandes portales. Una linterna prendida a un poste irradiaba una luz mortecina. Brioso y las otras monturas estaban allí. Aspiró, reconfortado, el entrañable olor a heno y a caballos. Había sido el primero en llegar.

Sólo uno de los mozos de cuadra estaba de vigilancia, un individuo de rostro enjuto y cabellos lacios de color gris, vestido con una sucia camisa, que exigió saber quién era Perrin para ordenar que ensillaran cuatro caballos, quién era su amo, qué hacía cargado de bultos para partir intempestivamente a media noche, si maese Furlan sabía que quería escabullirse de ese modo, qué llevaba escondido en las alforjas y qué le pasaba en los ojos. ¿Acaso estaba enfermo?

Una moneda pasó volando detrás de Perrin, despidiendo un resplandor dorado bajo la luz del candil. El mozo la cogió con una mano y le hincó un diente.

—Ensíllalos —le indicó Lan con voz suave y a un tiempo tan dura como el hierro. El criado hizo una reverencia y se fue a preparar los caballos.

Moraine y Loial entraron oportunamente en el establo para hacerse cargo de las riendas, y a continuación todos condujeron las monturas detrás de Lan, por una calle de detrás de las caballerizas que desembocaba en el río. El quedo repiqueteo de los cascos en el pavimento no atrajo más que a un escuálido perro que ladró un instante y salió a correr a su paso.

—Esto trae malos recuerdos, ¿verdad, Perrin? —comentó en voz baja Loial.

—No hables tan alto —susurró Perrin—. ¿Qué recuerdos?

—Hombre, es como en los viejos tiempos. —El Ogier se las había arreglado para amortiguar la voz, que ahora sonaba como un abejorro del tamaño de un perro en lugar del de un caballo—. Partir furtivamente de noche, acechados por enemigos, rodeados de una atmósfera de peligro y el escalofriante sabor de la aventura.

Perrin miró, ceñudo, a Loial por encima de la silla de Brioso, lo cual no le resultó difícil, dada la forma como sobresalía el torso del Ogier sobre la suya.

—¿Qué dices? ¡Me temo que te estás aficionando al peligro! ¡Es una locura, Loial!

—Sólo estoy grabando mentalmente el ambiente —adujo Loial, con actitud ceremoniosa, o tal vez a la defensiva—. Para mi libro. Debo incluirlo todo. Creo que está empezando a gustarme correr aventuras. Sí, desde luego que sí. —Sus orejas se agitaron con violencia un par de veces—. Si quiero escribir al respecto, debe gustarme.

Perrin meneó la cabeza.

En los muelles de piedra los transbordadores de forma de barcaza estaban amarrados para pasar la noche, silenciosos y oscuros, al igual que la mayoría de los barcos. Había, sin embargo, gente y linternas moviéndose en torno a una embarcación de dos mástiles, sobre cuya cubierta también se apreciaba agitación. Los aromas de la brea y la cuerda impregnaban el aire, mezclados con el olor a pescado, aunque en el almacén más cercano había algo que despedía un fuerte perfume a especias que pasaba casi inadvertido, relegado por los otros.