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«Debo tener cuidado —pensó al tiempo que se levantaba—. Nada de errores».

—Habéis elegido un buen paraje para acampar, joven —dijo la recién llegada—. Yo misma lo he utilizado con frecuencia de camino a Remen. Hay un pequeño manantial cerca. Confío en que no tendréis inconveniente en que lo comparta con vos… —Sus guardias estaban ya desmontando, abrochándose los cintos de las espadas y aflojando las cinchas de las sillas.

—En absoluto —respondió Rand.

«Con cuidado». Se acercó dos pasos, saltó en el aire —El vilano flota en el remolino— y en sus manos afloró una espada con la marca de la garza con la que la decapitó sin darle tiempo siquiera a mostrar sorpresa en el semblante. «Ella era la más peligrosa».

Tocó tierra cuando la cabeza de la mujer caía rodando por la grupa de su montura. Los guardias aprestaron gritando las espadas y prorrumpieron en alaridos al descubrir que su espada quemaba. Danzó entre ellos interpretando las figuras que Lan le había enseñado, sabiendo que podría haberlos matado a los diez con un arma ordinaria de acero, pero la que empuñaba entonces formaba parte de sí. Había sido tan sencillo, tan parecido a la práctica de las distintas figuras que, abatido el último adversario, ya se disponía a envainar la hoja realizando la serie de movimientos conocida como Pliegue del abanico cuando recordó que no tenía funda alguna y que, de haberla tenido, su espada la habría reducido a cenizas con sólo tocarla.

Dejó que desapareciera el arma y se volvió para examinar las monturas. Casi todas habían huido, aunque algunas no se hallaban lejos, y el alto caballo castrado de la mujer permanecía inmóvil con los ojos en blanco, relinchando con nerviosismo. El cuerpo decapitado, tendido en el suelo, no había soltado las riendas que mantenían al animal con la cabeza gacha.

Rand las despegó de sus manos y sólo se detuvo para recoger su escaso equipaje antes de montar. «Debo obrar con cautela —se recordó mientras observaba a los muertos—. Sin cometer ninguna equivocación».

El Poder todavía lo henchía, el flujo del saidin más dulce que la miel, más fétido que la carne descompuesta. De improviso encauzó, sin comprender realmente qué hacía ni de qué modo, con la sola impresión de que aquello era lo adecuado; y obtuvo efecto, al levantar los cadáveres. Los dispuso en una hilera frente a él, de hinojos, con la cara pegada al suelo. Cuando menos aquellos que aún conservaban la cara. De rodillas ante él.

—Si yo soy el Dragón Renacido —les dijo—, éste es el tratamiento que debéis dispensarme, ¿verdad?

Aunque le costaba hacerlo, cortó el contacto con el saidin. «Si lo retengo en exceso, ¿cómo mantendré a raya la locura?» Rió amargamente. «¿O es ya tal vez demasiado tarde para ello?»

Miró con ojos entornados la fila. Tenía la certeza de que había sólo diez hombres, pero allí había postrados once, uno de ellos sin armadura de ninguna clase que aún empuñaba una daga.

—No elegiste la compañía adecuada —le dijo Rand.

Volvió grupas, espoleó la montura y se alejó a galope tendido en la noche. Aún le quedaba un largo camino hasta Tear, pero estaba decidido a llegar por la vía más rápida, aunque tuviera que reventar caballos o robarlos. «Voy a poner fin a todo esto. A las provocaciones y al hostigamiento. ¡Acabaré con ellos!» Callandor. La espada lo llamaba.

37

Incendios en Cairhien

Egwene agradeció con una graciosa inclinación de cabeza la respetuosa reverencia del marinero que pasó descalzo junto a ella para ir a atirantar una cuerda que ya parecía tensa, posiblemente con objeto de modificar de forma imperceptible la disposición de las grandes velas cuadradas. Al volver presuroso al lugar donde se encontraba junto al timonel el mofletudo capitán, volvió a dedicarle una reverencia y ella inclinó de nuevo la cabeza antes de volver a centrar la atención en la boscosa orilla cairhienina, separada de la Grulla azul por menos de una milla de agua.

Ante sus ojos se deslizaba un pueblo, o lo que antaño había sido un pueblo. La mitad de las casas eran sólo montones calcinados de escombros con chimeneas que surgían desnudas entre las ruinas. En las otras viviendas, las puertas se bamboleaban con el viento, y en las calles rodaban pedazos de mobiliario, jirones de ropa y trozos de loza. El único ser vivo que deambulaba por la población era un famélico perro que, sin hacer caso del barco, siguió trotando hasta desaparecer tras las derruidas paredes de lo que tenía trazas de haber sido una posada. Trató de vencer la angustia que le producía tal panorama manteniendo la desapasionada serenidad que consideraba actitud propia de una Aes Sedai, pero su esfuerzo fue poco menos que inútil. Más allá de la aldea se elevaba un espeso penacho de humo. A cinco o seis kilómetros, calculó.

No era el primer penacho de humo que veía desde que el Erinin había comenzado a deslizarse a lo largo de la ribera de Cairhien, ni tampoco el primer pueblo quemado. En aquella ocasión, al menos, no había cadáveres a la vista. El capitán Ellisor debía de navegar a veces cerca de la orilla cairhienina debido a los bancos de arena, que, a decir de él, cambiaban de lugar en ese tramo del río; pero, por más que se habían aproximado a ella, no había visto nunca a una persona viva.

El barco dejó atrás el pueblo y la columna de humo, pero más adelante se advertía otro negro penacho, más alejado del cauce. El bosque iba perdiendo espesor y los fresnos, olmos y saúcos eran sustituidos paulatinamente por sauces, robles, chopos y otras especies que no reconocía.

El viento le azotó la capa y ella la dejó ondear a sus espaldas, disfrutando de la pureza del aire, de la libertad de vestir de marrón en lugar de blanco, a pesar de que aquél no era su color predilecto. El vestido y la capa, no obstante, eran de lana de primera calidad, de buen corte y excelente confección.

Otro marinero pasó trotando, ofreciéndole la reverencia de rigor. Egwene lamentaba no poder descifrar el sentido de lo que estaban haciendo; le disgustaba sentirse como una ignorante. El hecho de llevar el anillo con la Gran Serpiente suponía recibir una gran cantidad de reverencias por parte de un capitán y una tripulación mayoritariamente originarios de Tar Valon.

Había ganado aquella discusión sostenida con Nynaeve, pese a la seguridad con que ésta había mantenido que ella era la única de las tres con edad suficiente para que la gente creyera que era una Aes Sedai. Pero Nynaeve se equivocaba. Egwene estaba dispuesta a reconocer que tanto ella como Elayne habían suscitado miradas de asombro al subir a bordo de la Grulla azul aquella tarde en el Puerto del Sur, y que el capitán Ellisor había arqueado tanto las cejas que éstas le habrían llegado a la raíz del pelo en caso de que lo hubiera tenido, pero sólo les había ofrecido sonrisas y parabienes.

—Es un honor, Aes Sedai. ¿Tres Aes Sedai viajando en mi barco? Un honor, ciertamente. Os prometo un rápido viaje hasta donde deseéis. Y ningún problema con los bandidos cairhieninos. Ya no atraco en aquella orilla del río. A menos que así lo deseéis, Aes Sedai. Los soldados andorianos ocupan algunas ciudades en la ribera cairhienina. Un honor, Aes Sedai.

Con el mismo arqueamiento de cejas había evidenciado igual desconcierto cuando habían pedido un solo camarote para las tres —ni siquiera Nynaeve quería pasar sola la noche de poder evitarlo—. Cada una de ellas podía disponer de una cabina individual sin ningún recargo, les dijo; no tenía otros pasajeros, su cargamento estaba listo y, si las Aes Sedai tenían asuntos urgentes que atender río abajo, no aguardaría ni siquiera una hora a que acudieran posibles viajeros. Ellas repitieron que les bastaría con un camarote.