—Si las dos os profesáis el afecto de primeras hermanas —sugirió Chiad—, deberíais acudir a vuestras Sabias y pronunciar las palabras. Pero vosotras sois Sabias, aunque jóvenes. No sé cómo debería procederse en este caso.
Egwene no supo si echarse a reír o sonrojarse. En su mente se repetía la imagen de ella y Elayne compartiendo el mismo hombre. «No, eso es sólo para las primeras hermanas que son Doncellas de la Lanza, ¿no es así?» Elayne tenía las mejillas arreboladas, y Egwene tenía la seguridad de que estaba pensando en Rand. «Pero nosotras no lo compartimos, Elayne. Ninguna de las dos puede quedarse con él».
—No creo que ello sea necesario, Chiad —declaró Elayne tras aclararse la garganta—. Egwene y yo ya nos protegemos mutuamente.
—¿Cómo es posible? —preguntó Chiad—. No estáis desposadas con la lanza. Y sois Sabias. ¿Quién alzaría una mano contra una Sabia? Me confundís. ¿Qué necesidad tenéis de que alguien os guarde la espalda?
La llegada al soto ahorró a Egwene tener que ingeniar una respuesta. Había otras dos Aiel bajo los árboles, en el corazón de la espesura, pero cerca del río. Jolien, del septiar Llano de Sal del Nakai Aiel, una mujer de ojos azules y pelo rojo dorado casi de la misma tonalidad que el de Elayne, cuidaba de Dailin, del mismo septiar y clan que Aviendha. El sudor empapaba los cabellos de Dailin, oscureciendo su rojizo pelo, y sólo abrió sus grises ojos una vez, cuando llegaron, y volvió a cerrarlos enseguida. Su camisa y su chaqueta estaban a su lado y las vendas que le envolvían el tronco estaban manchadas de rojo.
—Le han clavado una espada —dijo Aviendha—. Esos insensatos que los traidores Asesinos del Árbol llaman soldados han pensado que éramos otra de las pandillas de bandidos que infestan esta tierra. Hemos tenido que matarlos para convencerlos de lo contrario, pero Dailin… ¿Podéis curarla, Aes Sedai?
Nynaeve se arrodilló junto a la mujer herida, destapó un poco los vendajes para ver lo que había debajo, y torció el gesto.
—¿La habéis movido desde que ha recibido la herida? Tiene la costra rota.
—Quería morir cerca del agua —adujo Aviendha.
Lanzó una ojeada hacia el río y se apresuró a desviar la vista. Egwene tuvo la sensación de que se había estremecido.
—¡Necias! —Nynaeve se puso a revolver en la bolsa donde guardaba las hierbas—. Podríais haberla matado trasladándola con una herida como ésta. ¡Quería morir cerca del agua! —exclamó con enojo—. El mero hecho de que vayáis armadas como hombres no significa que tengáis que pensar como ellos. —Sacó una larga copa de madera de la bolsa y la tendió a Chiad—. Llenadla. Necesito agua para mezclar esto y dárselo a beber.
Chiad y Bain fueron a la orilla del agua y regresaron juntas. Aunque sus rostros permanecieron inmutables, Egwene tuvo la impresión de que recelaban que del río brotara un lengüetazo que fuera a agarrarlas.
—Si no la hubiéramos traído aquí al… río, Aes Sedai —señaló Aviendha—, no os habríamos encontrado, y habría perecido de todas formas.
Nynaeve emitió un resoplido y se puso a espolvorear hierbas en la copa de agua, murmurando para sí.
—El eléboro blanco ayuda a renovar la sangre y la agrimonia estimula la cicatrización, y la milenrama, desde luego, y… —Su murmullo se convirtió en un inaudible susurro.
—Las Sabias utilizan hierbas, Aes Sedai —señaló Aviendha, frunciendo el entrecejo—, pero no sabía que las Aes Sedai las usaran.
—¡Yo uso lo que uso! —espetó Nynaeve, y volvió a concentrarse en la selección de los polvos sin parar de susurrar.
—En verdad habla como una Sabia —comentó en voz baja Chiad a Bain, la cual asintió con un cabeceo.
Dailin era la única Aiel que no empuñaba ninguna arma y las demás parecían preparadas para usarlas en un abrir y cerrar de ojos. «Sin duda Nynaeve no va a apaciguar a nadie —pensó Egwene—. Es conveniente inducirlas a hablar… de lo que sea. Nadie siente deseos de luchar si está conversando pacíficamente».
—Nos os ofendáis —dijo con cautela—, pero he advertido que a todas os produce inquietud el río. No se vuelve violento a menos que haya tormenta. Podríais nadar en él si así lo desearais, aunque la corriente es bastante fuerte si uno se aleja de la orilla.
Elayne sacudió la cabeza, y las Aiel pusieron cara de estupor.
—Vi a un hombre… —recordó Aviendha— a un shienariano…, haciendo eso de nadar… una vez.
—No lo comprendo —confesó Egwene—. Sé que no existe mucha agua en el Yermo, pero decís pertenecer al septiar Río Pedregoso. Sin duda habréis nadado en el río Pedregoso, ¿verdad? —Elayne la miró como si estuviera loca.
—Nadar —dijo aprensivamente Jolien— ¿significa… meterse en el agua?, ¿en toda esa agua, sin nada donde sujetarse? —Se estremeció—. Aes Sedai, antes de atravesar la Pared del Dragón, nunca había visto un curso de agua que no pudiera cruzar de una zancada. En cuanto al río Pedregoso… algunos dicen que en un tiempo llevaba agua, pero es sólo una afirmación jactanciosa. Allí no hay más que piedras. Los documentos más antiguos conservados por las Sabias y el jefe del clan aseguran que en su lecho únicamente ha habido piedras desde el primer día en que nuestro septiar se desgajó del septiar Alta Llanura y reclamó esa tierra. ¡Nadar! —Crispó la mano en torno a las lanzas como si quisiera combatir la misma palabra. Chiad y Bain se alejaron un paso de la orilla del río.
Egwene suspiró y se ruborizó al cruzar la mirada con Elayne. «Bueno, yo no soy una heredera del trono para saber todo eso. Pero voy a aprender». Cuando volvió a observar a las Aiel, advirtió que, lejos de tranquilizarlas, había agudizado su nerviosismo. «Si intentan algo, las paralizaré con Aire». Aunque no tenía ni idea de si sería capaz de inmovilizar a cuatro personas a la vez, se abrió al saidar, intercaló los flujos en el Aire y los mantuvo a punto. El Poder palpitaba en su interior, incitándola a utilizarlo. Le extrañó que Elayne no estuviera rodeada de la resplandeciente aureola. Elayne la miró y meneó la cabeza.
—Yo nunca causaría daño a una Aes Sedai —afirmó de improviso Aviendha—. Quiero que lo sepáis. Tanto si Dailin vive como si fallece, eso no cambiará. Jamás usaría esto —levantó unos centímetros una de las cortas lanzas— contra una mujer. Y vosotras sois Aes Sedai. —Egwene tuvo de repente la impresión de que la mujer estaba tratando de calmarlas a ellas.
—Lo sabía —dijo Elayne como si hablara a Aviendha, aunque sus ojos indicaron a Egwene que sus palabras iban dirigidas a ella—. Nadie conoce gran cosa acerca de vuestro pueblo, pero a mí me enseñaron que los Aiel nunca agreden a una mujer si no está… ¿cómo lo llamáis?… esposada con la lanza.
Bain consideraba, por lo visto, que Elayne tampoco acababa ahora de hacer justicia a la verdad.
—No es exactamente así, Elayne. Si una mujer no desposada viniera armada a mí, le propinaría una paliza que no olvidaría. Un hombre… Un hombre podría pensar que una mujer de vuestra tierra estaba desposada si llevara armas; no sé. Los hombres son extraños a veces.
—Desde luego —convino Elayne—. Pero, mientras nosotras no os ataquemos con armas, vosotras no intentaréis hacernos daño. —Las cuatro Aiel dieron muestras de estupor y ella dirigió una significativa mirada a Egwene.
Egwene siguió, no obstante, unida al saidar. El que a Elayne le hubieran enseñado algo no significaba que fuera cierto, incluso si las Aiel lo corroboraban. Y el saidar le proporcionaba una maravillosa sensación de bienestar.
Nynaeve alzó la cabeza de Dailin y comenzó a verterle su pócima en la boca.
—Bebe —ordenó—. Ya sé que sabe fatal, pero bébetelo todo. —Dailin engulló, se atragantó, y volvió a tragar.