—Parece impropio de Morgase —comentó, medio para sí, al cabo de un rato Thom, con las espesas cejas abatidas como blancas flechas que le apuntaran la nariz.
—¿Qué es lo que parece impropio de ella? —inquirió distraídamente Mat.
—Prohibir que sigan cruzando. Hacer regresar a los refugiados. Siempre tuvo un genio endemoniado, pero también ha demostrado sobradas veces tener un corazón de oro para los pobres y los famélicos. —Sacudió la cabeza.
Mat vio entonces un letrero que rezaba «El Ribereño», ilustrado con un hombre descalzo y con el torso desnudo interpretando una giga, y se desvió hacia allí, ayudándose con el bastón para separarse de la riada humana.
—Bueno, ha tenido que ser ella. ¿Quién lo habría ordenado si no? Olvidaos de Morgase, Thom. Nos queda aún mucho camino hasta Caemlyn. Primero veamos cuánto oro se necesita para comprar una cama para esta noche.
La sala principal de El Ribereño estaba tan atestada de gente como la calle, y, cuando el posadero escuchó la petición de Mat, se echó a reír como un poseso.
—Tengo a cuatro personas durmiendo en una cama. Si mi propia madre viniera a mí, no podría ofrecerle ni una manta junto al fuego.
—Como habréis reparado —señaló Thom, imprimiendo resonancia a la voz—, soy juglar. Sin duda podréis prepararnos un par de jergones en un rincón a cambio de entretener a vuestros clientes con relatos, malabarismos, prestidigitación y lanzamiento de llamas por la boca.
El posadero volvió a echarse a reír en sus narices.
—No me has dado ocasión de preguntarle por el establo —gruñó Thom con su tono normal de voz mientras Mat tiraba de él hacia la calle—. Seguro que habría conseguido que nos dejara dormir al menos en el pajar.
—Ya he dormido en suficientes corrales y pajares desde que salí de Campo de Emond —arguyó Mat—, y también debajo de matorrales. Quiero una cama.
En las cuatro siguientes posadas que encontró, el posadero les dio, sin embargo, idéntica respuesta que el primero y poco faltó para que los dos últimos lo echaran a patadas cuando les propuso jugarse a los dados una cama. Y cuando el propietario de la quinta le aseguró que no podría ofrecer ni un jergón a la propia reina —en un establecimiento llamado precisamente La Gentil Reina— suspiró y se decidió a preguntar:
—¿Y qué hay de las caballerizas? Supongo que podemos fijar un precio por dormir en el pajar.
—Mi establo es para los caballos —contestó el posadero de redondeada cara—, aunque ya no queden muchos en la ciudad. —Había estado sacando brillo a una copa de plata que guardó en un armario apoyado en un gran arcón con cajones; ninguna copa era igual que la contigua. Justo donde concluía la puerta del armario, sobre el arcón, había un cubilete de cuero—. No pongo gente allí para que asusten a los animales o que se fuguen con ellos. Los que me pagan para alojar a sus caballos quieren que estén bien atendidos y, además, dos de ellos son míos. No tengo camas en las caballerizas para vosotros.
Mat observó pensativamente el cubilete. Sacó una corona de oro andoriana del bolsillo y la dejó sobre el baúl. La siguiente moneda fue un marco de plata de Tar Valon; la otra, una de oro, y la siguiente, una corona de oro teariana. El posadero miró el dinero y se relamió. Mat agregó dos marcos illianos de plata y otra corona de oro andoriana antes de clavar la mirada en el individuo de cara de luna. El posadero titubeó. Mat alargó la mano hacia las monedas. El posadero se le adelantó.
—Quizá siendo sólo dos no molestaréis demasiado a los caballos.
—Hablando de caballos —inquirió, sonriente, Mat—, ¿cuánto pedís por los dos vuestros? Con sillas y bridas, naturalmente.
—No pienso venderlos —aseguró el hombre, apretando contra el pecho la mano con que había cogido las monedas.
—El doble por los caballos, sillas y bridas —propuso Mat, tomando el cubilete y haciendo sonar los dados. Agitó el bolsillo de la chaqueta para que tintinearan las monedas y demostrar que disponía de dinero para cubrir la apuesta—. Yo tiro una vez y vos dos. Tendremos en cuenta el mejor resultado que obtengáis. —Sintió ganas de reír al advertir cómo la codicia iluminaba la redonda cara del posadero.
Al entrar en el establo, lo primero que hizo Mat fue buscar en la media docena de pesebres ocupados un par de caballos castrados pardos. Eran animales anodinos, pero eran suyos. Aunque no tenían el pelo almohazado como debieran, presentaban buen aspecto, sobre todo teniendo en cuenta que todos los mozos de cuadra habían abandonado el puesto. El posadero había tomado con desprecio su queja de que no podían seguir viviendo con el sueldo que les pagaba y consideraba, por lo visto, como un crimen que el único empleado que aún le quedaba hubiera tenido la desfachatez de decir que se iba a casa a acostarse porque estaba cansado de tener que realizar el trabajo de tres hombres.
—Cinco seises —murmuró tras él Thom. Las miradas que lanzaba a su alrededor no eran tan embelesadas como cabía esperar en él, que había sido el primero en sugerir buscar alojamiento en un establo. Las motas de polvo brillaban con la última luz del día que entraba por las grandes puertas, y las cuerdas utilizadas para levantar las balas de hierba colgaban como lianas de las poleas sujetas a las vigas del tejado. El altillo donde guardaban el heno estaba ya en penumbra—. Al sacar cuatro seises y un cinco en la segunda tirada, ha creído que habías perdido irremisiblemente, y yo también. Últimamente no habías ganado en todos los lanzamientos.
—Gano con suficiente frecuencia. —Mat se sentía satisfecho por no triunfar en todas y cada una de las tiradas. Estaba muy bien que la suerte lo acompañara, pero el recuerdo de esa noche aún le producía escalofríos. Durante el instante en que había agitado aquel cubilete había tenido, no obstante, la casi absoluta certeza de cuál sería el resultado. Al arrojar la barra al altillo, un trueno retumbó en el cielo. Trepó por la escalera—. No ha sido una mala idea. Pensaba que os alegraría tener dónde resguardaros de la lluvia esta noche.
Casi todo el heno estaba comprimido en balas apiladas contra las paredes, pero había más que suficiente suelto para componer una cama bajo la capa. Thom asomó por la escalera cuando extraía dos barras de pan y un pedazo de queso verdusco de su hatillo. El posadero —que se llamaba Jeral Florry— se había desprendido de ellos por una suma que en tiempos más sosegados habría bastado para pagar uno de los caballos. Lo comieron mientras la lluvia repiqueteaba en el tejado, regándolo con agua de las cantimploras, puesto que Florry no les había querido vender vino a ningún precio, y, cuando terminaron, Thom encendió con un yesquero su larga pipa y se recostó a fumar tranquilamente.
Mat estaba tumbado de espaldas, con la mirada fija en el sombrío tejado, preguntándose si escamparía antes del amanecer. En caso de persistir, la lluvia supondría un impedimento para cumplir su propósito de librarse lo antes posible de aquella carta. Oyó un crujido de goznes y se asomó al borde del pajar.
En la penumbra distinguió a una esbelta mujer que soltaba los brazos de los varales del carro de grandes ruedas que acababa de arrastrar adentro y se quitaba la empapada capa, murmurando para sí al tiempo que sacudía el agua. Llevaba el pelo dispuesto en una multitud de pequeñas trenzas y su vestido de seda, presumiblemente de color verde pálido, tenía complicados bordados en el pecho. Había sido una prenda elegante en un tiempo, pero ahora estaba manchada y hecha jirones. Se masajeó la espalda con los nudillos, sin parar de hablar para sus adentros en voz baja, y se dirigió presurosa a las puertas del establo para mirar afuera. Con igual rapidez, cerró los grandes batientes, dejando la cuadra a oscuras. Abajo se oyó un roce, un tintineo y una especie de restallido, y de improviso se encendió una pequeña llama en una linterna que llevaba en la mano. La desconocida miró en derredor, localizó un gancho en una viga, colgó la linterna y se puso a rebuscar debajo de la lona que cubría el carro.