—¡He dicho que atiendas primero! Estos más pequeños producen una fuerte detonación, pero nada más. —Aquéllos tenían las dimensiones de su dedo meñique—. Estos otros, originan una detonación y una brillante luz. Los siguientes provocan la detonación, la luz y una multitud de chispas. Los últimos —ésos eran más gruesos que su pulgar— producen el mismo efecto, con la diferencia de que las chispas son multicolores. Casi como una flor de noche, pero no llegan tan arriba.
«¿Una flor de noche?», se extrañó Mat.
—Debes tener especial cuidado con éstos. Como ves, la mecha es muy larga. —Al ver su expresión embobada, agitó una de las oscuras cuerdas en dirección a él—. ¡Esto, esto!
—Donde se prende el fuego —murmuró—. Ya lo sé. —Thom carraspeó y se mesó los bigotes con un nudillo como si ocultara una sonrisa.
—Donde se prende el fuego —gruñó Aludra—. Sí. No se debe permanecer cerca en ninguno de los casos, pero, cuando enciendas la mecha de los mayores, has de echar a correr. ¿Me entiendes? —Enrolló con rapidez la larga tela—. Puedes venderlos si lo deseas, o lanzarlos. Recuerda que nunca debes ponerlos cerca del fuego, pues estallarían todos a la vez. Habiendo tantos juntos, bastaría tal vez para destruir una casa. —Su mano vaciló antes de volver a atar el cordel—. Hay, además, otra cuestión que seguramente no será nueva para ti. No cortes la cobertura de ninguno de ellos, como hacen algunos insensatos para ver lo que hay en su interior. A veces, cuando el contenido entra en contacto con el aire, hacen explosión sin necesidad de encenderlos. Podrías perder varios dedos, o incluso una mano.
—Estoy al corriente de ello —reconoció secamente Mat.
La mujer lo observó frunciendo el entrecejo, como si pusiera en duda que no fuera a probarlo, y al fin le tendió el fajo.
—Toma. Ahora debo irme, antes de que despierten estos hijos de perra. —Al mirar la puerta aún abierta y la lluvia que caía más allá del dintel, exhaló un suspiro—. Quizás encuentre otro sitio resguardado. Me parece que mañana iré hacia Lugard. Estos cerdos pensarán que voy a Caemlyn.
Lugard quedaba todavía más lejos que Caemlyn, y Mat recordó de improviso el duro trozo de pan. Había dicho que no tenía dinero, y los artículos de pirotecnia no se lo aportarían hasta que no encontrara a alguien en condiciones de poder comprarlos. En ningún momento había detenido la mirada en las monedas de oro y plata que se le habían caído de los bolsillos al aterrizar en el suelo, las cuales centelleaban entre la paja a la luz de la linterna. «Ah, Luz, no puedo dejar que se vaya con hambre, supongo». Cogió todas las que tenía al alcance.
—Eh… Aludra. Tengo muchas como veis. He pensado que tal vez… —Le tendió el dinero—. Siempre puedo ganar más.
La mujer se detuvo a medio ponerse la capa y luego sonrió a Thom mientras acababa de colocársela sobre los hombros.
—Es joven todavía, ¿eh?
—Lo es —convino Thom—. Y no es, con mucho, tan malo como a él mismo le gustaría considerarse. A veces es todo lo contrario.
Mat les dirigió una airada mirada a los dos y bajó la mano.
Tras cargar los varales del carro, Aludra lo hizo girar y se encaminó hacia la puerta. Al pasar propinó un puntapié en las costillas a Tammuz y éste gruñó débilmente.
—Hay algo que me tiene intrigado, Aludra —declaró Thom—. ¿Cómo habéis encendido tan deprisa, a oscuras, esa linterna?
—¿Queréis que os revele todos mis secretos? —Replicó, deteniéndose en el umbral y sonriéndole por encima del hombro—. Estoy agradecida, pero no enamorada. Ese secreto no lo sabe ni la Corporación, puesto que es un descubrimiento exclusivamente mío. Os diré, empero, que cuando sepa hacerlas funcionar correctamente, sólo cuando yo desee que se enciendan, haré una fortuna con las varillas. —Tirando de los varales, se adentró con el carro en la lluvia, y la noche la engulló.
—¿Varillas? —se interrogó Mat, preguntándose, a un tiempo, si no estaría algo mal de la cabeza.
Tammuz volvió a gruñir.
—Será mejor que nosotros hagamos lo mismo, chico —aconsejó Thom—. La otra alternativa es matar a cuatro hombres y pasar tal vez los próximos días dando explicaciones a los guardias de la reina. Y, previsiblemente, nos darán prueba de su rencor. —Uno de los compañeros de Tammuz se movió como si estuviera recobrando el conocimiento y murmuró algo incomprensible.
Cuando hubieron recogido sus cosas y ensillado los caballos, Tammuz estaba apoyado en manos y rodillas, con la cabeza colgando, y los demás también se movían y gemían.
Ya a caballo, Mat contempló la lluvia que caía, con más violencia que nunca, fuera de la puerta.
—Un condenado héroe —dijo—. Thom, si doy señales de volver a comportarme heroicamente, me dais una patada.
—¿Y qué cambiarías de lo que has hecho?
Mat lo miró con gesto hosco y luego se subió la capucha y extendió la punta de la capa sobre el grueso rollo atado detrás del arzón trasero de la silla. Aun siendo de hule, no estaba de más protegerlo del agua.
—¡Dadme una patada, sin más! —Hincó los talones en los flancos del caballo y se precipitó al galope en la lluviosa noche.
41
El juramento de un cazador
Impulsado por los remos, el Ganso níveo se aproximaba con las velas enrolladas a los largos muelles de piedra de Illian, y Perrin permanecía cerca de la popa contemplando las numerosas zancudas que hundían las patas en las altas hierbas de las marismas que prácticamente rodeaban el gran puerto. Reconoció las pequeñas grullas blancas e identificó de forma aproximativa a sus más voluminosos congéneres azules, pero había un gran número de aves, unas de plumaje rojo o rosado, otras con chatos picos más anchos que los de un pato, que desconocía por completo. Una docena de especies diferentes de gaviotas se precipitaban y alzaban el vuelo sobre el puerto, y un pájaro negro de largo y afilado pico volaba a ras del agua trazando un surco en su superficie. En la amplia ensenada había fondeadas embarcaciones de dimensiones que triplicaban y cuadruplicaban la del Ganso níveo, a la espera de que les tocara el turno de amarrar en los muelles o de un cambio en la marea para poder hacerse a la mar al otro lado del largo rompeolas. Junto a las zonas pantanosas y las calas que mediaban entre ellas faenaban pequeños botes pesqueros, de cuyas redes, sujetas a largas estacas que sobresalían a ambos lados de las barcas, tiraban dos o tres pescadores.
El viento, que apenas mitigaba el calor, transportaba un fuerte aroma a sal. El sol ya bajaba hacia el horizonte, pero parecía que aún fuera mediodía. El aire era húmedo; aquél era el único atributo que acertaba a atribuirle: húmedo. A su olfato llegaba el olor a pescado fresco, a peces putrefactos y al cieno de los pantanos, y la acre pestilencia proveniente de la extensa curtiduría instalada en una pelada isla de las marismas.
El capitán Adarra murmuró quedamente algo tras él, el timón crujió, y el Ganso níveo modificó levemente el rumbo. Los descalzos remeros se movían como si no quisieran hacer ruido. Perrin sólo posaba brevísimos segundos la mirada en ellos.
En su lugar, concentró la atención en la tenería y se puso a observar a los hombres que raspaban las pieles extendidas sobre hileras de soportes de madera y a los que las sacaban, por medio de largos bastones, de grandes tinas hundidas. A veces las ponían en carretillas y las llevaban al largo edificio bajo situado en un extremo de la explanada, de donde en ocasiones salían para volver a ser sumergidas en las tinas, a las que vertían nuevos líquidos contenidos en grandes cántaros de piedra. Seguramente producían más pieles allí en un día que en varios meses en el Campo de Emond, y, aparte de aquélla, divisaba otra curtiduría en una isla cercana.