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No era que tuviera un interés particular en los barcos, los botes pesqueros o las tenerías, ni siquiera tampoco en las aves —pese a lo cual sentía curiosidad por saber qué deberían de pescar aquellas de color rojo pálido con sus achatados picos y se preguntaba si algunas de ellas serían comestibles—, pero cualquier cosa era preferible a mirar la escena que se desarrollaba tras él en la cubierta del Ganso níveo. El hacha que pendía de su cinto no le servía para defenderse de aquello. «Ni un muro de piedra podría protegerme de ello», pensó.

Moraine no se había mostrado ni complacida ni contrariada al descubrir que Zarina —«¡No pienso llamarla Faile, por más que insista ella! ¡No es un halcón!»— sabía que era una Aes Sedai, aunque tal vez se había disgustado un poco con él por no habérselo dicho. «Un poco. Me llamó necio, pero nada más». A Moraine pareció tenerle sin cuidado que Zarina fuera un cazador del Cuerno. Cuando se había enterado, empero, de que la muchacha creía que ellos la conducirían hasta el Cuerno de Valere, y también, de paso, que él ya estaba al corriente y no se lo había comunicado —Zarina había sido demasiado explícita, en su opinión, al hablar de ambos temas con Moraine— su fría mirada azul había adoptado un matiz que le hizo sentir como si lo hubieran encerrado en un barril lleno de nieve en pleno invierno. Aun cuando no decía nada, la Aes Sedai lo miraba con demasiada frecuencia y con excesiva dureza para permitirle recobrar el sosiego.

Giró un instante la cabeza y se volvió apresuradamente para contemplar la costa. Zarina estaba sentada con las piernas cruzadas en el suelo cerca de los caballos atados entre los mástiles, con el equipaje y su oscura capa al lado, sus estrechas faldas pantalón cuidadosamente arregladas, simulando examinar los tejados y las torres de la ciudad. Moraine también observaba Illian, tendiendo la mirada justo por encima de los marineros que accionaban los remos, pero de tanto en tanto asestaba una acerada mirada a la joven por debajo de la honda capucha de su capa de fina lana gris. «¿Cómo puede soportarla puesta?» Él llevaba la chaqueta y el cuello de la camisa desabrochados.

Zarina correspondía con una sonrisa a cada una de las miradas de Moraine, pero, cada vez que ésta volvía la cabeza, tragaba saliva y se enjugaba la frente.

Perrin casi la admiraba por sonreír sosteniéndole la mirada, dado que él era incapaz de hacerlo. Nunca había visto a la Aes Sedai perdiendo realmente los estribos, pero en esos momentos estaba en un tris de desear que gritara, que rabiara, o hiciera cualquier cosa en lugar de mirarlo. «¡Luz, puede que tampoco cualquier cosa!» Quizá sus miradas fueran soportables.

Lan, cuya capa de color cambiante seguía guardada en las alforjas que tenía a los pies, estaba sentado a cierta distancia de Moraine, en apariencia absorto en el examen de la hoja de su espada, pero sin esforzarse mucho en disimular la diversión que le provocaba aquella situación. En ocasiones sus labios parecían curvarse en algo muy próximo a una sonrisa. Perrin no estaba seguro; a veces pensaba que sólo era una sombra. Las sombras podían crear la ilusión de que un martillo sonreía. Las dos mujeres se creían a todas luces objeto de su burlona actitud, pero al Guardián no le importaban, al parecer, las ceñudas miradas que ambas le dirigían.

Unos días antes Perrin había oído que Moraine le preguntaba a Lan, con gélido tono, si veía algo digno de suscitar su risa.

—Nunca me reiría de vos, Moraine Sedai —había respondido con calma el Guardián—, pero, si verdaderamente tenéis intención de enviarme con Myrelle, debo acostumbrarme a sonreír. Me han dicho que Myrelle cuenta chistes a sus Guardianes. Los Gaidin han de celebrar las ocurrencias de la mujer a quien están vinculados; vos me habéis obsequiado a menudo con hilarantes ocurrencias, ¿no es cierto? Tal vez prefiráis, después de todo, que me quede con vos.

Ella le había asestado una mirada que habría clavado al mástil a cualquier otro hombre, pero el Guardián no había siquiera pestañeado. Al lado de Lan el acero parecía hojalata.

La tripulación había optado por realizar su trabajo en absoluto silencio cuando Moraine o Zarina estaban juntas en cubierta. El capitán Adarra mantenía la cabeza ladeada y daba impresión de estar escuchando algo que en realidad no quería oír. Impartía las órdenes en susurros, en lugar de los gritos que emitía al principio. Ahora todos sabían que Moraine era una Aes Sedai y a nadie se le escapaba que estaba molesta. Perrin se había dejado involucrar en una discusión a gritos con Zarina, en el curso de la cual uno de ellos, ignoraba cuál, había pronunciado las palabras «Aes Sedai». A aquellas alturas toda la tripulación estaba al corriente. «¡Condenada mujer!» No estaba seguro de si se refería a Moraine o a Zarina. «Si ella es un halcón, ¿quién se supone que será el azor? ¿Voy a quedar atrapado entre dos mujeres como ella? ¡Luz! ¡No! ¡Ella no es un halcón y no tengo por qué darle más vueltas!» Lo único de bueno que tenía todo aquello era que, preocupados como estaban por el enojo de la Aes Sedai, ninguno de los marineros había reparado en sus ojos.

Por el momento no se veía a Loial por ningún lado. El Ogier permanecía en su sofocante camarote siempre que Moraine y Zarina coincidían arriba… trabajando en sus notas, según decía. Sólo salía a cubierta por la noche, a fumar su pipa. Perrin no comprendía cómo aguantaba el calor; incluso Moraine y Zarina eran preferibles al ahogo de las cabinas de abajo.

Suspiró y mantuvo la vista fija en Illian. La ciudad a la que se acercaba el barco era extensa, tanto como Cairhien o Caemlyn, las únicas grandes urbes que él había visitado, erigida sobre una inmensa marisma que se prolongaba durante kilómetros como una llanura de ondulante hierba. No tenía murallas, pero parecía componerse enteramente de torres y palacios. Los edificios eran todos de pálida piedra, salvo algunos enlucidos con yeso blanco, que abarcaban, sin embargo, múltiples gamas blancas, grises, rojizas e incluso tenues matices de verde. Los tejados relucían bajo el sol con un centenar de tonalidades distintas. En los largos muelles, junto a los que se alineaban incontables barcos cuyo tamaño empequeñecía por lo general el del Ganso níveo, reinaba un gran bullicio con las tareas de carga y descarga. En uno de los extremos de la ciudad había astilleros donde se guardaban embarcaciones en todos los estadios de construcción, desde esqueletos de gruesas costillas de madera hasta barcos a los que sólo les faltaba unos retoques para poder deslizarse por las aguas.

Tal vez Illian fuera lo bastante populosa como para mantener a raya a los lobos, que, sin duda, no irían a cazar en aquellas marismas. El Ganso níveo había corrido más que los lobos que venían siguiéndolo desde las montañas. Ahora probaba con cautela a establecer contacto con ellos y no sentía nada, sólo una paradójica sensación de vacío, habida cuenta de que eso era precisamente lo que él deseaba. Había sido dueño de sus sueños —en general— desde aquella primera noche. Moraine le había preguntado por ellos con frío tono, y él le había respondido la verdad. En dos ocasiones se había encontrado sumergido en aquella peculiar especie de sueño de lobos y en ambas había aparecido Saltador, incitándolo a huir y previniéndolo de que todavía era demasiado joven, demasiado tierno. Desconocía las conclusiones que Moraine había extraído de ello, puesto que lo único que le había dicho era que más le valía tener cuidado.

—Perfecto —gruñó.

Casi se había acostumbrado a que Saltador estuviera muerto y a la vez vivo, cuando menos en ese mundo onírico. A su espalda oyó que el capitán Adarra arrastraba las botas en el suelo y murmuraba algo, asombrado de que alguien hubiera hablado en voz alta.