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—Eres fuerte, herrero —señaló, frotándose el brazo, Zarina—, pero yo no soy un trozo de hierro. —Se acomodó y situó su bolsa y la capa entre ambos—. Puedo comprarme mi propio caballo en caso necesario. ¿Todo el camino hasta dónde?

Lan ya cabalgaba por los muelles en dirección a la ciudad, seguido de Moraine y Loial. El Ogier volvió la mirada hacia Perrin.

—Nada de preguntas, ¿recuerdas? Y me llamo Perrin, Zarina. No «hombretón» o «herrero» o cualquier otro nombre que se te ocurra. Perrin. Perrin Aybara.

—Y yo Faile, pelo greñoso.

Comprimiendo las mandíbulas, espoleó a Brioso, y Zarina hubo de abrazársele a la cintura para no caer por la grupa de la parda montura. Le pareció que se reía.

42

Aligerar el Tejón

Las risas de Zarina, o lo que fuera, pronto quedaron sumergidas en el bullicio de la ciudad, el mismo que Perrin recordaba haber oído en Caemlyn y Cairhien. Los sonidos presentaban una cadencia y un tono distintos aquí, pero en el fondo eran iguales. Botas, ruedas y cascos rozando el tosco e irregular pavimento de tierra, chirridos de ejes de carros y carretas, música, cantos y risas procedentes de posadas y tabernas. Voces. Un murmullo de voces como si hubiera metido la cabeza en una colmena gigante. Una gran ciudad llena de vida.

Proveniente de una calle lateral, oyó el golpeteo de un martillo sobre un yunque y giró inconscientemente los hombros. Añoraba el martillo y las tenazas en sus manos, el metal candente centelleando moldeado por sus golpes. Los sonidos de la herrería se perdieron, sofocados por el traqueteo de vehículos y el parloteo de los tenderos y los viandantes. Bajo los olores a personas y caballerías, a comida frita y horneada y el centenar de perfumes que había identificado como propios de las ciudades advertía los efluvios de las marismas, el aroma a sal y a agua.

Tras la sorpresa inicial que le produjo el primer puente que hallaron en la población, un bajo arco de piedra tendido sobre un curso de agua de unos veinticinco metros de ancho, y tras haber pasado por otros dos similares, cayó en la cuenta de que Illian estaba entrecruzada por igual número de canales que de calles y que el transporte se realizaba tanto por medio de barcazas como de carros. Entre el gentío de las calles se abrían paso, serpenteantes, las sillas de manos y, con menor frecuencia, los lacados carruajes de algún rico mercader o noble, con el timbre o el emblema de su casa pintado en las puertas. Eran muchos los hombres que llevaban unas peculiares barbas sin bigote y las mujeres parecían tener predilección por los sombreros de ala ancha y los pañuelos anudados al cuello.

En cierto momento atravesaron una gran plaza rodeada de colosales columnas de mármol blanco de más de veinticinco metros de altura y tres de grosor que sólo soportaban una guirnalda de ramas de olivo esculpida encima de cada una de ellas. A ambos lados de la explanada se alzaban dos enormes palacios blancos totalmente rodeados de pilares, espaciosos balcones, esbeltas torres y tejados púrpura. A primera vista eran exactamente iguales, pero a poco Perrin advirtió que uno de ellos, cuyas torres quedaban como mucho un metro más bajas, estaba construido a una escala casi imperceptiblemente más reducida.

—El palacio del rey —anunció Zarina a su espalda— y la Gran Sede del Consejo. Dicen que el primer rey de Illian promulgó que el Consejo de los Nueve podía tener el palacio que quisiera, a condición de que no erigieran uno de mayores dimensiones que el suyo. De modo que el Consejo copió exactamente el palacio del rey, pero medio metro más pequeño en cada uno de los tramos. Así han funcionado las cosas en Illian desde entonces. El rey y el Consejo de los Nueve rivalizan entre sí, y la Corporación lucha contra ambos, y, mientras se concentran en sus disputas, el pueblo vive a su gusto, sin nadie que lo vigile demasiado. No es un mal tipo de vida, si uno debe permanecer ligado a una ciudad. Supongo que también te interesará saber, herrero, que ésta es la Plaza de Tammuz, donde yo presté juramento como cazador. Creo que acabaré enseñándote tantas cosas que nadie se fijará en la paja prendida en tu pelo.

Perrin se mordió la lengua y resolvió no volver a contemplar nada con tanto embeleso.

Nadie pareció tomar a Loial como algo fuera de lo común. Unas cuantas personas demoraron la mirada en él y algunos niños los siguieron un rato, pero todo indicaba que los Ogier no eran desconocidos en Illian. Ninguno de los ciudadanos parecía reparar tampoco en el calor.

Por una vez, Loial no dio muestras de complacencia por la naturalidad con que la gente aceptaba su presencia. Las largas cejas le llegaban a las mejillas y tenía las orejas abatidas, aunque Perrin no estaba seguro de si ello no se debía simplemente al bochorno reinante. Él mismo tenía la camisa pegada a la piel a causa del sudor y la humedad del aire.

—¿Temes encontrar otros Ogier aquí, Loial? —preguntó.

Notó que Zarina se agitaba tras él y maldijo su falta de precaución. Se había propuesto dejarle entrever la menor cantidad de información posible, menor incluso de la que Moraine tenía, al parecer, intención de revelarle. De ese modo tal vez se cansara y decidiera irse. «Si Moraine se lo permite ahora. Diantre, no quiero ningún condenado halcón encaramado a mis hombros, ni aunque sea bonita».

—Nuestros picapedreros vienen aquí —asintió Loial con un susurro normal, impropio de un Ogier, que apenas resultó audible para Perrin—. Del stedding Shangtai, me refiero. Fueron albañiles de nuestro stedding quienes construyeron una parte de Illian: el palacio de la Corporación, la Gran Sede del Consejo y algunos otros, y por eso siempre nos mandan a buscar cuando se necesita repararlos. Perrin, si hay Ogier aquí, me obligarán a regresar al stedding. Debí haberlo previsto. Este lugar me produce desasosiego, Perrin. —Agitó las orejas con nerviosismo.

Perrin acercó a Brioso para darle una palmada en el hombro, para lo cual hubo de estirar bien el brazo. Consciente de que Zarina iba montada en la grupa, pensó bien lo que iba a decir.

—Loial, no creo que Moraine permitiera que te llevaran con ellos. Llevas mucho tiempo con nosotros, y parece que quiere que sigas acompañándonos. No dejará que te lleven, Loial.

«¿Por qué no? —se preguntó de repente—. A mí me retiene porque piensa que quizá soy importante para Rand y tal vez para prevenir que cuente lo que sé. Es posible que ésa sea la razón por la que quiere que continúe con nosotros».

—Desde luego que no lo permitiría —convino con voz algo más animada Loial, irguiendo las orejas—. Soy muy útil, en fin de cuentas. Puede que necesite volver a viajar por los Atajos y no podría hacerlo sin mí. —Zarina volvió a revolverse detrás de Perrin, y éste sacudió la cabeza tratando de llamar la atención de Loial. Pero el Ogier no estaba mirando. Parecía que acababa de tomar conciencia de lo que había dicho y había doblado un poco las puntas de las orejas—. Espero que no sea por eso, Perrin. —Paseó la mirada en derredor y volvió a abatir por completo las orejas—. No me gusta este sitio, Perrin.

Moraine pegó su montura a la de Lan y habló en voz baja, pero Perrin logró percibir sus palabras.

—Flota algo maligno en esta ciudad. —El Guardián asintió con la cabeza.

Perrin notó un hormigueo entre los hombros. La Aes Sedai había hablado con tono lúgubre. «Primero Loial, y ahora ella. ¿Qué es lo que yo no veo?» El sol brillaba en los relucientes tejados y arrancaba reflejos en las paredes de pálida piedra. Aquellos edificios daban la impresión de ser frescos en su interior. Eran limpios y luminosos, y lo mismo podía decirse de la gente. La gente…

Al principio no advirtió nada anormal. Hombres y mujeres acudiendo a sus quehaceres, con paso decidido pero más lento de lo que había observado en poblaciones más al norte, cosa que atribuyó al calor y al esplendente sol. Entonces se fijó en un aprendiz de panadero que bajaba por una calle con una gran bandeja de pan recién cocido en la cabeza y una desagradable mueca en la cara; casi enseñaba los dientes. Una mujer examinaba unas coloridas telas frente a la tienda de un tejedor como si estuviera a punto de morder al hombre que las sostenía para que las mirara. Un malabarista instalado en una esquina comprimía las mandíbulas y miraba con odio a los transeúntes que arrojaban monedas al sombrero que tenía delante. No todo el mundo daba esa impresión, pero le pareció que al menos una de cada cinco personas tenía una expresión de ira y de odio. Y no creía que tuvieran siquiera conciencia de ello.