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—Come —indicó Moraine, mirando directamente a Zarina—. Recuerda que cualquier comida puede ser la última. Elegiste viajar con nosotros y en consecuencia comerás pescado esta noche. Mañana puede que mueras.

A Perrin no le eran familiares los redondeados peces blancos con rayas rojas, pero su olor le resultó agradable. Se sirvió un par de ellos y luego sonrió a Zarina con la boca llena. Su sabor, ligeramente sazonado, era también agradable. «Cómete tu repugnante pescado, halcón», la urgió mudamente, advirtiendo, por su expresión, que Zarina le habría arrancado los ojos con gusto.

—¿Queréis que haga parar a la cantante, señora Mari? —inquirió Nieda mientras depositaba en la mesa escudillas con guisantes y una especie de gachas amarillas—. Para que podáis comer con tranquilidad…

Moraine mantuvo la mirada fija en el plato y no dio señales de haberla oído.

Lan prestó oído a la canción —el mercader había perdido, sucesivamente, el carruaje, la capa, las botas, su oro y el resto de la ropa y ahora forcejeaba con un cerdo, intentando derribarlo para comérselo para cenar— y sacudió la cabeza.

—No nos molestará. —Pareció a punto de sonreír, antes de posar la mirada en Moraine. Entonces la preocupación volvió a asentarse en su semblante.

—¿Qué ocurre? —preguntó Zarina, que aún no había probado el pescado—. Sé que algo va mal. No había visto tanta expresión en vuestra cara, semblante pétreo, desde que os conozco.

—¡Nada de preguntas! —espetó Moraine—. ¡Sabrás sólo lo que yo te diga!

—¿Y qué vais a decirme? —inquirió Zarina.

—Cómete el pescado —contestó, sonriendo, la Aes Sedai.

La cena se desarrolló en un silencio casi completo, sólo turbado por las canciones que sonaban en el otro extremo de la sala. Había una sobre un rico potentado cuya esposa e hijas ponían en ridículo una y otra vez sin hacer siquiera mella en sus aires de autosuficiencia, otra que hablaba de una joven que decidía dar un paseo sin ropa y una que relataba las desventuras de un herrero que acababa herrándose a sí mismo en lugar de al caballo. Zarina casi se atragantó riendo al escuchar esta última, se distrajo lo bastante como para llevarse un bocado de pescado a la boca y de repente puso una mueca como si estuviera paladeando barro.

«No voy a reírme de ella —resolvió Perrin—. Le enseñaré modales por más risible que sea su comportamiento».

—Están exquisitos, ¿verdad?

Zarina le dirigió una amarga mirada y Moraine lo miró con mala cara por interrumpir sus reflexiones, y ésa fue toda la conversación.

Nieda estaba retirando los platos y distribuyendo un surtido de quesos en la mesa cuando un hedor a malevolencia erizó el vello de la nuca de Perrin. Era un olor a algo que no debería existir y que ya había percibido antes en dos ocasiones. Miró inquieto en derredor.

La muchacha seguía cantando para el puñado de espectadores, varios hombres atravesaban la sala procedentes de la puerta y Bili continuaba apoyado en la pared moviendo el pie al ritmo de la música. Nieda se toqueteó el moño, observó brevemente la estancia y se volvió para llevarse el carrito.

Volvió la mirada hacia sus compañeros. Como de costumbre, Loial había sacado un libro del bolsillo de la chaqueta y parecía haber olvidado dónde se encontraba. Zarina, que hacía girar distraídamente una bola de queso, los miraba alternativamente, con disimulo, a él y a Moraine. Eran, no obstante, Lan y Moraine las personas que en realidad le interesaban. Ellos podían detectar a un Myrddraal, un trolloc o cualquier Engendro de la Sombra en un radio de unos centenares de metros, pero la Aes Sedai tenía la mirada perdida y el Guardián cortaba un pedazo de amarillento queso con la vista pendiente de ella. Sin embargo, el olor a maldad flotaba allí, igual que en Jarra y en Remen, y esta vez era persistente. Parecía emanar de algo que se hallaba en la sala.

Volvió a examinar la estancia: Bili junto a la pared, varios hombres caminando, la chica cantando en la mesa, los hombres que reían sentados en torno a ella. «¿Hombres caminando?» Los observó con más detenimiento. Seis individuos de rostro anodino que se dirigían al sitio donde estaba sentado él. De rostros muy anodinos. Se disponía a volver a inspeccionar a los clientes que escuchaban a la muchacha cuando de improviso tuvo la certeza de que la pestilencia procedía de aquellos seis hombres. En un abrir y cerrar de ojos empuñaron dagas en las manos, como si se hubieran percatado de que los había visto.

—¡Llevan cuchillos! —rugió, arrojándoles la bandeja de quesos.

La confusión se adueñó de la sala. Los hombres gritaban, la cantante chillaba, Nieda llamaba a Bili; todo sucedía a un tiempo. Lan se levantó de un salto, de la mano de Moraine brotó una bola de fuego, Loial levantó la silla a modo de garrote y Zarina se hizo a un lado, maldiciendo. Ella también empuñaba un cuchillo, pero Perrin estaba demasiado ocupado para reparar en detalle en lo que hacían los demás. Daba la impresión de que aquellos tipos iban directos a él, y su hacha estaba colgada de un clavo en su habitación.

Agarró una silla, le arrancó una gruesa pata que se prolongaba hasta el respaldo y, lanzando el resto del asiento a los hombres, se dispuso a defenderse con la larga e improvisada cachiporra. Trataban de llegar hasta él con sus armas al desnudo, como si Lan y los otros fueran meros obstáculos en su camino. Entre aquel amasijo de cuerpos sólo consiguió contener las cuchilladas, pues sus golpes amenazaban con herir tanto a Lan, Loial y Zarina como a sus seis atacantes. Vio de soslayo que Moraine se apartaba con expresión contrariada; entre aquella barahúnda no podía hacer nada sin poner en peligro a sus amigos. Ninguno de los intrusos le dedicó siquiera una mirada; no se interponía entre ellos y Perrin.

Jadeante, logró golpear en la cabeza a uno de los individuos con tal violencia que oyó el crujido de los huesos, y de pronto cayó en la cuenta de que todos estaban en el suelo. Se le antojaba que había transcurrido un cuarto de hora o más, pero vio que Bili interrumpía su carrera, moviendo con aspaviento las manos al ver a los seis muertos. Bili no había tenido tiempo de sumarse a la refriega.

Con una expresión más lúgubre de lo habitual, Lan comenzó a registrar minuciosamente los cadáveres, si bien con una celeridad que delataba su aversión. Loial, que todavía tenía la silla en alto, dio un respingo y la bajó con una sonrisa de embarazo. Moraine observaba a Perrin, igual que Zarina, que arrancaba su cuchillo del pecho de uno de los muertos. Aquel hedor a maldad había desaparecido, como si hubiera muerto con ellos.

—Hombres Grises —dijo quedamente la Aes Sedai—, e iban tras de ti.

—¿Hombres Grises? —Nieda soltó una sonora y a la vez nerviosa carcajada—. Vaya, sólo os falta decir que creéis en ogros y cocos y en Buscadores, y en el Viejo Siniestro corriendo con los perros negros en la Cacería Salvaje.

Algunos de los hombres que escuchaban las canciones se echaron a reír también, si bien las miradas que dirigían a Moraine eran tan aprensivas como las dedicadas a los cadáveres. La cantante miraba, asimismo, a Moraine, con ojos desorbitados. Perrin recordó aquella única bola de fuego, antes de que todo se volviera demasiado confuso. Uno de los Hombres Grises tenía un aspecto algo chamuscado y desprendía un nauseabundo olor a quemado.

—Un hombre puede seguir la senda de la Sombra —declaró con calma la Aes Sedai, volviéndose hacia la gorda posadera— sin ser un Engendro de ella.

—Oh, sí, Amigos Siniestros. —Nieda apoyó las manos en sus generosas caderas y observó ceñuda los cadáveres. Lan, que había finalizado su registro, lanzó una mirada a Moraine y sacudió la cabeza como si verdaderamente no hubiera esperado encontrar nada—. Lo más probable es que fueran ladrones, aunque no sé de ningún caso en que tuvieran la osadía de entrar directamente en una posada. Hasta ahora no había tenido ningún muerto en el Tejón. ¡Bili! Llévate esto, tíralo al canal, y cambia el serrín. Por la puerta trasera, ¿eh? No quiero que la Guardia venga a husmear al Tejón.