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«¿Yo? —pensó Perrin—. ¿Hombres Grises y Sabuesos del Oscuro persiguiéndome? ¡Esto es una locura!»

—¿Estáis diciéndome que Nieda tenía razón? —preguntó con voz vacilante Zarina—. ¿Que el Viejo Siniestro está corriendo realmente con la Cacería Salvaje? ¡Luz! Siempre pensé que eran simples patrañas.

—No seas tan necia, muchacha —contestó Lan con brusquedad—. Si el Oscuro estuviera libre, a estas horas estaríamos más que muertos. —Desvió la mirada hacia la calle, por donde se perdían las huellas—. Pero los Sabuesos del Oscuro son reales. Casi tan peligrosos como los Myrddraal y más difíciles de matar.

—Ahora sacáis a colación a los Buscadores —murmuró Zarina—. Hombres Grises, Buscadores, Sabuesos del Oscuro… Más vale que me conduzcas hasta el Cuerno de Valere, campesino. ¿Qué otras sorpresas me deparáis?

—Nada de preguntas —le recordó Lan—. Todavía sabes lo suficientemente poco como para que Moraine te dispense de tu juramento, si prometes no seguirnos. Yo mismo te tomaré la promesa y podrás irte al instante. Darías muestras de buen juicio haciéndolo.

—No me vais a alejar asustándome, semblante pétreo —replicó Zarina—. No me asusto así como así. —A pesar de sus palabras, en su voz se traslucía temor, y también lo transpiraba su cuerpo.

—Tengo una pregunta que hacer —señaló Perrin—, y quiero una respuesta. No habéis percibido la proximidad del Sabueso del Oscuro, Lan, ni vos ni Moraine. ¿Por qué?

—La respuesta a eso, herrero —respondió lúgubremente el Guardián tras un momento de silencio—, supera posiblemente lo que tú, yo o cualquiera de nosotros desearía saber. Espero que la respuesta no suponga la muerte para todos. Dormid el rato que podáis. Dudo que acabemos de pasar la noche en Illian y preveo que nos aguarda, por desgracia, una dura cabalgata.

—¿Qué vais a hacer? —inquirió Perrin.

—Voy a ir en pos de Moraine. Para decirle lo del Sabueso del Oscuro. No puede enojarse porque la siga, puesto que ella ignoraría su presencia hasta que se le hubiera abalanzado a la garganta.

Las primeras gotas de lluvia salpicaban el pavimento cuando volvieron adentro. Bili se había llevado a todos los Hombres Grises y barría el serrín manchado de sangre. La chica de ojos oscuros cantaba una triste canción sobre un muchacho que abandonaba a su amada, una pieza que sin duda habría hecho las delicias de la señora Luhhan.

Lan subió corriendo la escalera y, para cuando Perrin llegó al segundo piso, el Guardián ya bajaba, abrochándose el cinto de la espada y con la capa de color cambiante colgada del brazo como si le tuviera sin cuidado que alguien la viera.

—Si lleva eso puesto en una ciudad… —El enredado pelo de Loial casi rozó el techo al sacudir la cabeza—. No sé si podré dormir, pero lo intentaré. Los sueños serán menos desasosegantes que la vigilia.

«No siempre, Loial», disintió para sus adentros Perrin mientras el Ogier se alejaba por el pasillo.

Zarina daba la impresión de querer quedarse con él, pero él la mandó a su habitación y le dio con la puerta entablillada en las narices. Observó con renuencia su propia cama al desvestirse.

—Debo averiguarlo —suspiró, y se echó en ella.

La lluvia tamborileaba afuera, acompañada por retumbos de truenos. Aunque la brisa traía hasta el lecho el frescor del ambiente de tormenta, no creyó necesario utilizar las mantas plegadas al pie de la cama. Lo último que pensó antes de conciliar el sueño fue que había olvidado de nuevo encender una vela, a pesar de que la habitación estaba a oscuras. «Una imprudencia. Debo tener cuidado. Los descuidos malogran el trabajo».

Los sueños acudieron en tropel. Sabuesos del Oscuro persiguiéndolo; no los veía, pero oía sus aullidos. Fados y Hombres Grises. Un hombre alto y esbelto, vestido con una chaqueta lujosamente bordada y botas con remates dorados, arremetía contra ellos una y otra vez; la mayor parte del tiempo esgrimía algo parecido a una espada, resplandeciente como el sol, y reía triunfalmente. En ocasiones aquel individuo aparecía sentado en un trono, y los reyes y reinas se postraban ante él. Aquellos sueños resultaban extraños, como si no fueran los suyos propios.

Después las imágenes cambiaron y supo que se hallaba en el sueño de lobos que buscaba. Aquella vez no se había producido en contra de sus deseos.

Se encontraba en la achatada cima de una elevada espiral de piedra y el viento le agitaba los cabellos, transportando un millar de aromas secos y un tenue indicio de agua, inasequible en la lejanía a su mirada. Por un instante creyó que había adoptado la forma de un lobo y se palpó el cuerpo para cerciorarse de que lo que veía se trataba realmente de él. Llevaba su propia chaqueta, calzones y botas, y el arco y la aljaba colgados al costado. No había, sin embargo, rastro del hacha.

—¡Saltador! Saltador, ¿dónde estás? —El lobo no hizo acto de presencia.

Estaba rodeado de escarpadas montañas, y de otras altas agujas separadas por áridas llanuras, lomas dispersas y de algunas extensas mesetas cortadas en picado. La vegetación no era exuberante. Resistentes hierbas de poca altura, retorcidos arbustos espinosos y otros tipos de plantas que parecían tener espinas incluso en sus carnosas hojas, algunos árboles atrofiados, deformados por el viento. Los lobos podían hallar, no obstante, caza en ese terreno.

Mientras contemplaba aquel desolado paisaje, se formó de improviso un círculo de oscuridad en una parte de las montañas. No distinguía si ésta se hallaba delante de su cara o lejos, pero tenía la sensación de ver, a su través, lo que había más allá: Mat, agitando un cubilete de dados. Su contrincante lo miraba con ojos de fuego. Mat no parecía ver al hombre, pero Perrin sabía quién era.

—¡Mat! —gritó—. ¡Es Ba’alzemon! ¡Luz, Mat, estás jugando con Ba’alzemon!

Mat tiró los dados, y éstos giraron; la visión se esfumó y el retazo de tinieblas volvió a ser nuevamente tierra de resecas montañas.

—¡Saltador!

Perrin se volvió lentamente, mirando en todas direcciones. Dirigió la vista incluso al cielo —«ahora sabe volar»— donde las nubes prometían una lluvia que el suelo que se extendía mucho más abajo de la cúspide de la aguja absorbería con avidez.

—¡Saltador!

Entre las nubes se formó otra esfera de oscuridad, un agujero abierto a otro lugar. Egwene, Nynaeve y Elayne observaban una gran jaula metálica con una puerta levantada que sostenía un grueso resorte. Entraron adentro y las tres alargaron la mano para descorrer el pestillo. La puerta bajó de golpe tras ellas. Una mujer con el pelo distribuido en multitud de trenzas se rió de ellas, y otra toda vestida de blanco se rió, a su vez, de ella. El orificio se cerró en el cielo y sólo quedaron las nubes.

Saltador, ¿dónde estás? —llamó—. ¡Te necesito! ¡Saltador!

De repente el lobo gris se plantó a su lado, aterrizando en la cima de la espiral como si hubiera saltado desde un lugar más elevado.

Es peligroso. Ya te avisé, Joven Toro. Demasiado joven. Demasiado tierno aún.

—Necesito conocimientos, Saltador. Dijiste que había cosas que debía ver. Es necesario que vea más, que sepa más. —Titubeó, acordándose de Mat, de Egwene, Nynaeve y Elayne—. Las extrañas escenas que presencio aquí, ¿son reales?

Saltador tardó en responder, como si aquello fuera tan simple que él no veía la necesidad ni la manera de contestar. Pero al fin dio su explicación.

Lo que es real no es real. Lo que no es real es real. El cuerpo es un sueño, y los sueños tienen cuerpo.