Moraine estaba adentro, con una capa de hule perlada de gotas de lluvia, y Nieda sostenía una linterna para alumbrar a Lan, que acababa de ensillar los caballos. Había uno de más, un caballo castrado bayo con un hocico aún más imponente que la nariz de Zarina.
—Enviaré palomas todos los días —prometía la gruesa posadera—. Nadie sospechará de mí. ¡La Fortuna me valga! Si hasta los Capas Blancas tienen un elevado concepto de mí.
—¡Escuchadme bien, mujer! —espetó Moraine—. No estoy hablando de un Capa Blanca ni de un Amigo Siniestro. Vais a abandonar esta ciudad y llevaros con vos a toda persona a quien estiméis. Me habéis obedecido durante doce años. ¡Obedecedme ahora! —Nieda asintió con desgana, y Moraine emitió un gruñido de exasperación.
—El bayo es para ti, muchacha —comunicó Lan a Zarina—. Sube. Si no sabes montar, aprenderás sobre la marcha.
Apoyando una mano en la alta perilla, la joven se instaló con ligereza en la silla.
—Ahora que me acuerdo, semblante pétreo, fui una vez a caballo. —Se volvió para atar su bolsa detrás.
—¿A qué os referíais, Moraine? —preguntó Perrin al tiempo que arrojaba su alforja a lomos de Brioso—. Habéis dicho que averiguaría dónde estoy. Lo sabe. ¡Los Hombres Grises! —Nieda soltó una risita, y él se preguntó con irritación hasta qué punto estaba informada o creía en las cosas que aseguraba no creer.
—Sammael no mandó a los Hombres Grises. —Moraine montó con una fría y erguida precisión, casi como si no tuviera prisa alguna—. El Sabueso del Oscuro era, sin embargo, suyo. Creo que siguió mi rastro. Él no habría enviado a los dos. Alguien te persigue, pero me parece que Sammael ignora incluso tu existencia.
Perrin se quedó parado mirándola con un pie en el estribo, pero ella consideró más urgente acariciar el arqueado cuello de su yegua que responder a los interrogantes planteados en su rostro.
—Tanto mejor que yo haya ido tras de ti —dijo Lan.
—Ojalá fueras una mujer, Gaidin —bufó la Aes Sedai—. ¡Así podría enviarte a la Torre como novicia para que aprendieras a obedecer! —Él enarcó una ceja, tocó la empuñadura de su espada y luego subió a caballo. Moraine suspiró—. Quizás haya sido mejor que desobedecieras mi orden. A veces es preferible. Además, no creo que ni Sheriam y Siuan Sanche juntas fueran capaces de inculcarte la virtud de la obediencia.
—No comprendo —reconoció Perrin. «Por lo visto repito mucho esto últimamente y ya estoy harto. Quiero una respuesta comprensible». Subió a caballo para que Moraine no siguiera mirándolo desde arriba; ya tenía bastante ventaja sobre él sin añadir aquello—. Si no fue él el que mandó a los Hombres Grises, ¿quién fue? Si un Myrddraal u otro Renegado… —Calló para tragar saliva. «¡OTRO Renegado! ¡Luz!»—. Si lo envió alguien más, ¿por qué no se lo dijeron? Todos son Amigos Siniestros, ¿no es así? ¿Y por qué yo, Moraine? ¿Por qué yo? ¡Rand es el maldito Dragón Renacido!
Hasta que no oyó las exclamaciones de Zarina y Nieda, no advirtió el alcance de lo que había dicho. La mirada de Moraine parecía desollarlo con tanta eficacia como la más acerada hoja. «Maldita lengua. ¿Cuándo dejaré de pararme a pensar antes de hablar?» Tuvo la impresión de que aquello había ocurrido la primera vez que había sentido los ojos de Zarina clavados en él. Ahora estaba mirándolo, boquiabierta.
—A partir de ahora estás inextricablemente unida a nosotros —comunicó Moraine a la muchacha—. No tienes posibilidad de echarte atrás. Nunca. —Parecía que Zarina quería decir algo y no se atrevía, pero la Aes Sedai ya había dejado de prestarle atención—. Nieda, huid esta noche. ¡Sin perder ni un minuto! Y refrenad la lengua aún más de lo que lo habéis hecho en todos estos años. Hay quien os la cortaría por lo que pudierais decir, antes de que yo os encontrara. —La dureza de su tono no dejaba dudas respecto a la naturaleza del encuentro, y Nieda asintió vigorosamente con la cabeza como si hubiera tomado en cuenta todas las posibilidades.
»En cuanto a ti, Perrin. —La blanca yegua se aproximó, y él no pudo evitar echar atrás la espalda con aprensión—. Hay muchos hilos intercalados en el Entramado, y algunos son tan negros como la propia Sombra. Vigila que uno de ellos no te estrangule. —Sus talones rozaron los flancos de Aldieb y la yegua se alejó velozmente bajo la lluvia, seguida de cerca por Mandarb.
«Condenada Moraine —rumió Perrin, partiendo tras ellos—. A veces no sé de qué lado estáis». Lanzó una mirada a Zarina, que cabalgaba junto a él como si hubiera nacido montada en una silla. «¿Y de qué lado estás tú?»
La lluvia, que mantenía la gente a resguardo en sus casas, impedía testigos visibles de su paso, pero también entorpecía el avance de sus monturas sobre el irregular pavimento de piedra. Cuando llegaron a la ruta de Maredo, un ancho camino de tierra apisonada que atravesaba en dirección norte las marismas, el aguacero había comenzado a amainar y, aunque los truenos todavía retumbaban, los relámpagos caían lejos de ellos, probablemente en el mar.
Perrin consideró una circunstancia afortunada que la lluvia hubiera durado el tiempo necesario para encubrir su partida y que ante ellos se presentara una noche clara propicia para cabalgar. Así lo expresó al Guardián, pero éste sacudió en desacuerdo la cabeza.
—Los Sabuesos del Oscuro prefieren las noches estrelladas, herrero, y detestan la lluvia. Una buena tormenta puede llegar a mantenerlos completamente a raya.
Como si la hubiera invitado con sus palabras, la lluvia se redujo a una fina llovizna. Perrin oyó que Loial gemía tras él.
Las marismas se interrumpían a unos tres kilómetros de la ciudad, pero el camino se prolongaba, desviándose ligeramente hacia el este. El crepúsculo ensombrecido por las nubes cedió paso a la noche y la lluvia siguió cayendo mansamente. Los cascos de los caballos levantaban salpicaduras en los charcos. La luna se asomaba de vez en cuando por entre las nubes. A su alrededor el terreno empezó a puntearse de colinas bajas y se acrecentó la densidad de los árboles. Perrin previó encontrar más adelante un bosque, cosa que no supo decidir si les sería favorable o perjudicial, puesto que si, por una parte, la espesura podía servirles para esconderse, también facilitaría a sus perseguidores llegar a ellos sin ser vistos.
A lo lejos sonó tras ellos un tenue aullido. Por un momento pensó que era un lobo y, para su sorpresa, ya intentaba establecer contacto con él antes de atajar conscientemente la comunicación. El grito se repitió de nuevo, y entonces supo que no era el de un lobo. Como un eco se oyeron, a varios kilómetros de distancia, unos horripilantes gemidos, augurios de sangre y de muerte, del reino de una pesadilla. Lan y Moraine aminoraron inopinadamente el paso y la Aes Sedai se puso a estudiar los cerros circundantes.
—Están muy lejos —observó—. No nos alcanzarán si continuamos a esta marcha.
—¿Los Sabuesos del Oscuro? —murmuró Zarina—. ¿Son Sabuesos del Oscuro? ¿Estáis segura de que es la Cacería Salvaje, Aes Sedai?
—Lo es —respondió Moraine—. Lo es.
—Nunca se corre más que los Sabuesos del Oscuro, herrero —afirmó Lan—, ni con el más veloz de los caballos. Al final siempre se debe enfrentar uno a ellos y derrotarlos, o, de lo contrario, lo abatirán.
—Podría haberme quedado en el stedding —se lamentó Loial—. Mi madre me habría obligado a casarme, pero no habría sido una mala vida. Largas horas de lectura. No tenía por qué venir al Exterior.
—Allí —dijo Moraine, señalando un elevado montículo sin árboles a cierta distancia a su derecha. Perrin tampoco advirtió ningún árbol en un radio de doscientos metros—. Debemos verlos venir para tener alguna posibilidad contra ellos.
Los espantosos aullidos de los Sabuesos del Oscuro sonaron de nuevo, más cercanos, y sin embargo todavía lejos.