En el interior de aquellos muros blancos había edificios que apenas habrían desentonado en Tar Valon. Remontando colinas, en los recodos de las curvadas calles se advertían de improviso delgadas torres, cuyas paredes embaldosadas refulgían con cientos de colores distintos bajo la luz del sol, o vistas panorámicas de toda la ciudad que abarcaban, asimismo, las ondulantes llanuras y bosques aledaños a ella. En realidad no importaba qué calle tomara allí, puesto que todas ascendían en espiral hacia el lugar que buscaba: el palacio real de Andor.
Al cabo de poco ya estaba cruzando la inmensa plaza ovalada que se extendía ante el palacio, cabalgando en dirección a sus altas puertas doradas. El palacio de purísima piedra blanca de Andor se hallaba ciertamente en condiciones de rivalizar con las maravillas de Tar Valon, respaldado por sus esbeltas agujas y doradas cúpulas resplandecientes, sus elevados balcones y sus fachadas profusamente trabajadas. La hoja de oro de una de aquellas cúpulas habría bastado para mantenerlo con un lujoso tren de vida durante un año.
La explanada estaba casi solitaria, como si estuviera reservada para las grandes ocasiones. Delante de la puerta había una docena de guardias, todos con los arcos inclinados exactamente en el mismo ángulo sobre los relucientes petos y las caras ocultas bajo los barrotes de acero de sus bruñidos yelmos. Un rechoncho oficial, con la roja capa echada hacia atrás para dejar al descubierto el nudo de trenza dorada que llevaba prendido al hombro, se paseaba frente a la hilera de hombres, observándolos uno por uno como si pretendiera descubrir en ellos alguna mota de polvo o de óxido.
—Buenos días tengáis, capitán —saludó sonriente Mat, tirando de las riendas.
El oficial se volvió y lo miró por las rendijas de la visera con hundidos ojos saltones, como un gordo ratón enjaulado. Era mayor de lo que había pensado —en todo caso lo bastante como para tener un rango superior al que ostentaba— y obeso, más bien que corpulento.
—¿Qué quieres, granjero? —preguntó sin contemplaciones.
Mat respiró hondo. «No te precipites. Impresiona a este idiota para que no te tenga esperando todo el día. No quiero tener que sacar precipitadamente el documento de la Amyrlin para impedir que me eche de un puntapié».
—Vengo de Tar Valon, de la Torre Blanca, y traigo una carta de…
—¿Que vienes de Tar Valon, granjero? —La voluminosa panza del oficial se agitó con la risa, pero después sus carcajadas se interrumpieron bruscamente al tiempo que le asestaba una furibunda mirada—. ¡No queremos cartas de Tar Valon, granuja, suponiendo que traigas una! Nuestra buena reina, la Luz la ilumine, no recibirá mensajes de la Torre Blanca hasta que le hayan restituido a la heredera del trono. Que yo sepa, los mensajeros de la Torre no llevan chaqueta y calzones de campesino. Está claro que eres un pilluelo que piensa ganar unas cuantas monedas viniendo aquí con la pretensión de entregar una carta, ¡pero tendrás suerte de no acabar dando con los huesos en una celda de la cárcel! ¡Si vienes de Tar Valon, vuelve a decirle a la Torre que devuelvan a la heredera del trono antes de que vayamos a buscarla nosotros! ¡Si eres un tramposo que va en busca de dinero, quítate de mi vista antes de que ordene que te azoten hasta dejarte medio muerto! ¡En todo caso, largo de aquí, patán!
—La carta es de ella —se apresuró a declarar Mat, que había tratado de filtrar una palabra desde el inicio de la perorata del oficial—. Es de…
—¿No te he dicho que te vayas, rufián? —bramó el gordo, cuyo rostro estaba poniéndose casi tan rojo como su chaqueta—. ¡Largo de mi vista, rata de alcantarilla! ¡Si no te has marchado cuando acabe de contar diez, te arrestaré por ensuciar la plaza con tu presencia! ¡Uno! ¡Dos!
—¿Sabéis contar hasta diez, gordo inmundo? —espetó Mat—. Os digo que Elayne envía…
—¡Guardias! —El oficial tenía la cara púrpura ahora—. ¡Prended a este hombre con cargo de Amigo Siniestro!
Mat titubeó un momento, con la confianza de que nadie podía tomar en serio tal acusación, pero los guardias, una docena de hombres acorazados con petos y yelmos, se abalanzaron hacia él y optó por espolear el caballo y partir al galope seguido por los gritos de su obeso superior. Aunque no era un ejemplar de carrera, el caballo castrado no tuvo dificultad en tomar distancia frente a los hombres a pie. La gente se apartaba de su camino por las sinuosas calles, amenazándolo con el puño y gritándole tantos insultos como había proferido contra él el oficial.
«Estúpido —pensó, refiriéndose al gordo oficial. Y luego agregó otra imprecación dirigida a sí mismo—. Lo que tenía que hacer era pronunciar su condenado nombre en primer lugar. Elayne, la heredera del trono de Andor, envía esta carta a su madre, la reina Morgase. Luz, ¿quién iba a pensar que habrían adoptado esta actitud respecto a Tar Valon?» Por lo que recordaba de su última estancia allí, los guardias dispensaban a las Aes Sedai y la Torre Blanca un respeto casi igual al que profesaban por Morgase. «Elayne podría haberme prevenido, maldita sea —pensó con furia y, a regañadientes, reconoció—: Yo también podría haberle preguntado a ella».
Antes de llegar a las arqueadas puertas que daban paso a la Ciudad Nueva, redujo el paso. Era improbable que los guardias del palacio lo persiguieran todavía y no era conveniente atraer la atención de los de la puerta pasando al galope ante ellos, pero lo cierto fue que no se fijaron en ningún momento en él.
Mientras pasaba bajo el amplio arco, esbozó una sonrisa y a punto estuvo de volver sobre sus pasos. De improviso había recordado algo y había concebido una idea que lo atraía mucho más que la perspectiva de atravesar las puertas de palacio, una opción que le hubiera parecido preferible incluso si el rechoncho oficial no hubiera estado vigilándolas.
Se perdió dos veces tratando de localizar La Bendición de la Reina, pero al final encontró el letrero con un hombre arrodillado ante una mujer de pelo rojo dorado tocada con una corona de rosas de oro que apoyaba la mano en su cabeza. Era un amplio edificio de tres pisos con altas ventanas aun en la planta situada debajo del tejado. Dio un rodeo hasta el establo, donde un individuo de rostro caballuno, vestido con una chaqueta de cuero que a duras penas sería más dura que su piel, tomó las riendas de su montura. Creyó recordar a aquel tipo. «Sí, Ramey».
—Ha pasado mucho tiempo, Ramey. —Mat le lanzó un marco de plata—. Os acordáis de mí, ¿verdad?
—No sé si… —comenzó a decir Ramey; entonces percibió el brillo de la plata donde esperaba ver cobre, tosió y su breve inclinación de cabeza se convirtió en algo que combinaba un gesto de indicación de despiste y una desmañada reverencia—. Vaya, claro que sí, joven señor. Perdonadme. Era un olvido pasajero. No tengo buena cabeza para las personas. Para los caballos, sí. Conozco bien a los caballos. Un buen ejemplar, joven señor. Me ocuparé de él, podéis estar tranquilo. —Habló de corrido, sin dar margen a que Mat dijera una palabra, y luego se llevó el animal al establo para no tener que hallarse en situación de recordar el nombre de Mat.
Con una agria mueca, Mat se colocó el grueso fajo de fuegos artificiales bajo el brazo y cargó a hombros el resto de su equipaje. «Ese tipo no me habría distinguido entre mil». Junto a la puerta de la cocina había sentado sobre una barrica un corpulento y musculoso sujeto que acariciaba suavemente la oreja de un gato blanco y negro acurrucado en su rodilla. El hombre observó a Mat con ojos entornados, en particular a la barra que llevaba colgada, sin parar de rascar al animal. Mat creyó recordarlo, pero no le vino a la memoria su nombre. Cruzó la puerta sin decir nada y el hombre también guardó silencio. «No tenía por qué recordarme. Seguramente viene cada día alguna maldita Aes Sedai en busca de alguien».