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En la cocina, dos ayudantes de cocina y tres criadas se afanaban entre hornillos y asadores bajo la dirección de una gorda mujer con moño y una larga cuchara de madera en la mano que utilizaba para señalar lo que quería que hicieran. Mat no tuvo dudas acerca de quién era. «Coline, y vaya nombre para una mujer tan voluminosa, pero todo el mundo la llamaba cocinera».

—Ved, cocinera —anunció—, estoy de vuelta, y aún no ha pasado un año desde que me fui.

—Me acuerdo de ti —dijo tras mirarlo un momento. Él sonrió—. Estabas con ese joven príncipe, ¿verdad? —prosiguió—. Aquel que se parecía tanto a Tigraine, la Luz ilumine su recuerdo. Eres su criado, ¿no es cierto? ¿Va a regresar, pues, el joven príncipe?

—No —contestó concisamente. «¡Un príncipe! ¡Luz!»—. No creo que vuelva por aquí, y me parece que a vos no os gustaría que viniera. —La cocinera protestó, deshaciéndose en elogios acerca de lo cortés y atractivo que era el joven príncipe, pero él se negó a proseguir con el tema. «Diantre, ¿existe alguna mujer que no se derrita por Rand con sólo mencionar su condenado nombre? Seguramente se pondría a chillar si supiera lo que está haciendo ahora»—. ¿Está maese Gill por aquí? ¿Y Thom Merrilin?

—En la biblioteca —respondió, tensando el cuerpo, la cocinera—. Dile a Basel Gill cuando lo veas que te he dicho que hay que limpiar esos desagües. Hoy mismo, fíjate bien. —Reparó en una de las ayudantes de cocina que preparaba un asado de buey y se encaminó pesadamente hacia ella—. No tanto, hija. Vas a endulzar excesivamente la carne si le pones demasiado licor. —Parecía haberse olvidado de Mat.

Éste sacudió la cabeza y fue en busca de la biblioteca cuya existencia no recordaba. Tampoco recordaba que Coline estuviera casada con maese Gill, pero ésta se había expresado exactamente de la misma forma como mandaría una esposa instrucciones a su marido. Una bonita camarera de grandes ojos le indicó entre risitas el pasillo contiguo a la sala principal.

Al entrar en la biblioteca, se paró y paseó la mirada por sus paredes. Debía de haber más de trescientos volúmenes en las estanterías, y encima de las mesas había más; en toda su vida no había visto tantos libros reunidos en un sitio. Advirtió una copia encuadernada en cuero de Los viajes de Jain el Galopador sobre una mesilla próxima a la puerta. Siempre había querido leer aquella novela, de la que continuamente le hablaban Rand y Perrin, pero, por lo visto, nunca encontraba ocasión para leer lo que se había propuesto.

Basel Gill, con su sonrosado rostro, y Thom Merrilin estaban sentados, cara a cara, frente a un tablero de damas, enviando al aire finas espirales de humo de tabaco con las pipas que tenían entre los dientes. En la mesa, junto a un cubilete de madera, un gato los miraba jugar con la cola enroscada sobre los pies. Como no se veía por ningún sitio la capa del juglar, Mat dedujo que éste ya había tomado una habitación.

—Has acabado antes de lo que esperaba, chico —señaló Thom. Se atusó uno de sus largos bigotes blancos, pensando la siguiente jugada—. Basel, ¿te acuerdas de Mat Cauthon?

—Sí —respondió el gordo posadero con la mirada fija en el tablero—. Estabas enfermo la última vez que te alojaste aquí. Confío en que estés mejor, muchacho.

—Estoy mejor —aseguró Mat—. ¿Eso es todo cuanto recordáis? ¿Que estaba enfermo?

Maese Gill pestañeó al ver dónde había colocado su pieza Thom y se quitó la pipa de la boca.

—Teniendo en cuenta con quién te marchaste, chico, y tal como están las cosas ahora, quizá sea preferible que no recuerde más que eso.

—Las Aes Sedai ya no están tan bien consideradas, ¿no es cierto? —Mat depositó sus cosas en un sillón, apoyando la barra en el respaldo, y se instaló en otro dejando colgar una pierna por encima del brazo—. Los guardias de palacio hablaban como si la Torre Blanca hubiera secuestrado a Elayne.

Thom lanzó una inquieta ojeada al rollo de fuegos de artificio, miró su humeante pipa, y murmuró entre dientes antes de volver a concentrarse en el tablero.

—Tampoco es eso —puntualizó Gill—, pero toda la ciudad sabe que desapareció de la Torre. Aunque Thom asegura que ha vuelto, aquí no ha llegado esa noticia. Puede que Morgase lo sepa, pero todo el mundo, hasta los mozos de cuadra, andan con mucho tiento para que no los decapite. Lord Gaebril la ha contenido para que no mandara a nadie al patíbulo, pero yo diría que tiene ganas de hacerlo. Y lo que ciertamente no ha aplacado es su ira contra Tar Valon, más bien todo lo contrario.

—Morgase tiene un nuevo consejero —explicó con tono seco Thom—. Como a Gareth Bryne le disgustaba ese hombre, lo han obligado a retirarse a sus posesiones en el campo para contemplar el crecimiento de la lana de sus ovejas. Basel, ¿vas a mover o no?

—Un momento, Thom. Un momento. No quiero cometer errores. —Gill apretó la pipa con los dientes y, dando fuertes chupadas, se puso a mirar, ceñudo, el tablero.

—De modo que la reina tiene un consejero a quien no inspira simpatía Tar Valon —infirió Mat—. Bien, eso explica la reacción de los guardias cuando he dicho que venía de allí.

—Si les has dicho eso —señaló Gill—, tienes suerte de haber escapado sin que te rompieran los huesos. Al menos si has hablado con alguno de los nuevos. Gaebril ha sustituido la mitad de los guardias de Caemlyn por hombres de su propia elección, lo cual no es un logro despreciable teniendo en cuenta el poco tiempo que lleva aquí. Algunos afirman que tal vez Morgase se case con él. —Se dispuso a mover una pieza y luego la devolvió a su casilla original, sacudiendo la cabeza—. Los tiempos cambian. Las personas cambian. Demasiados cambios para mí. Será que me estoy haciendo viejo.

—Parece que te has propuesto que envejezcamos los dos antes de que coloques esa ficha —murmuró Thom. El gato se estiró y cruzó la mesa para que le acariciara la espalda—. Por más que te pases todo el día charlando, no encontrarás la jugada idónea. ¿Por qué no admites simplemente tu derrota, Basel?

—Yo nunca me doy por derrotado —declaró resueltamente Gill—. Todavía puedo ganarte, Thom. —Movió una pieza blanca—. Ya verás. —Thom emitió un resoplido.

En opinión de Mat, Gill disponía de escasas posibilidades de salir vencedor.

—Tendré que evitar a los guardias y entregar directamente la carta de Elayne en las manos de Morgase. «En especial si todos son como ese estúpido gordo». Luz, ¿les habrá dicho que soy un Amigo Siniestro?

—¿No la has entregado? —se extrañó Thom—. Creía que estabas ansioso por librarte de ella.

—¿Tienes una carta de la heredera del trono? —exclamó Gill—. ¿Por qué no me lo has dicho, Thom?

—Lo siento, Basel —murmuró el juglar. Miró a Mat bajo sus espesas cejas y se atusó los bigotes—. Dado que el chico piensa que alguien pretende asesinarlo a causa de ella, he decidido dejar que él dijera lo que le interesaba. Por lo visto, ya le tiene sin cuidado tal cuestión.

—¿Qué tipo de carta? —preguntó Gill—. ¿Va a volver a casa? ¿Y lord Gawyn? Ojalá sea así. He llegado hasta a oír rumores acerca de una guerra con Tar Valon, como si alguien fuera tan estúpido como para declarar la guerra a las Aes Sedai. Si queréis que os lo diga, no es más que otra descabellada habladuría, como ésa de que las Aes Sedai están apoyando a un falso Dragón en algún lugar de Occidente y que utilizan el Poder como arma. Y no es que yo vea que eso induciría precisamente a declararles la guerra, sino todo lo contrario.

—¿Estáis casado con Coline? —preguntó Mat.

—¡La Luz me proteja de ello! —contestó, sobresaltado, maese Gill—. Cualquiera diría, tal como están las cosas, que la posada es suya. ¡Si fuera mi mujer…! ¿Qué tiene eso que ver con la carta de la heredera del trono?