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—Estamos atracando, señora Joslyn. No habéis parado de repetir cuántas ganas teníais de bajar a tierra. Bueno, ya estamos aquí. —No disimulaba las ansias de librarse de sus tres pasajeras, dos de las cuales apenas hacían más que devolver, como decía él, y gemir toda la noche.

Los descalzos marineros de torsos desnudos arrojaban cuerdas a los trabajadores del muelle, vestidos con largos chalecos de cuero en lugar de las camisas al uso. Los remos ya habían sido retirados del agua, con excepción de un par de ellos con los que impedían que el barco chocara bruscamente contra el malecón que se adentraba en el cauce. Las lisas piedras del pavimento del puerto estaban mojadas; en el aire se respiraba el vestigio de una lluvia caída hacía poco, la cual había aliviado un tanto el bochorno de la atmósfera. El balanceo se había interrumpido hacía poco, advirtió, pero su estómago aún lo recordaba. El sol se ponía hacia el horizonte. Intentó no pensar en la cena.

—Muy bien, capitán —dijo con toda la dignidad que fue capaz de reunir.

«No hablaría en ese tono si llevara puesto el anillo, ni aunque vomitara encima de sus botas». Se estremeció al imaginarlo.

La sortija con la Gran Serpiente y el retorcido aro del ter’angreal pendían ahora de un cordel de cuero que llevaba atado al cuello. Notaba en la piel el frescor del círculo de piedra, tan marcado que casi contrarrestaba el efecto de la húmeda calidez del aire, pero, aparte de ello, había comprobado que, cuanto más utilizaba el ter’angreal, mayor era su deseo de tocarlo, sin ninguna bolsa ni tela interpuesta.

El Tel’aran’rhiod todavía no le había revelado nada que fuera de utilidad inmediata. En ocasiones había visto atisbos de Rand, Mat o Perrin, al igual que en los sueños sin el ter’angreal, pero nada de lo soñado tenía sentido: los seanchan, que ella ahuyentaba siempre del pensamiento; pesadillas en las que un Capa Blanca ponía a maese Luhhan en medio de una enorme trampa dentada como cebo. ¿Por qué llevaría Perrin un halcón en el hombro y por qué era importante que eligiera entre el hacha que llevaba en los últimos tiempos y un martillo de herrero? ¿Qué significaba que Mat jugara a los dados con el Oscuro?, ¿por qué repetía constantemente «¡Ya voy!» y por qué tenía ella en sueños la impresión de que se lo gritaba a ella? Y Rand… Había ido avanzando furtivamente entre una completa oscuridad en dirección a Callandor, mientras a su alrededor caminaban seis hombres y cinco mujeres, algunos persiguiéndolo y otros sin prestarle atención, unos tratando de guiarlo hacia la reluciente espada de cristal y otros intentando impedir que llegara hasta ella, comportándose como si no supieran dónde estaba o como si sólo lo vieran durante breves instantes. Uno de los hombres tenía ojos de fuego y anhelaba la muerte de Rand con una desesperación que casi alcanzaba a paladear ella. Creía reconocerlo: Ba’alzemon. ¿Pero quiénes eran los demás? Rand, de nuevo en aquella seca y polvorienta estancia, con aquellas pequeñas criaturas instalándose en su piel. Rand luchando contra una horda de seanchan. Rand enfrentándose a ella y a las mujeres que estaban con ella, una de las cuales era seanchan. Todo era demasiado confuso. Debía dejar de pensar en Rand y los otros y concentrarse en lo que la aguardaba. «¿Qué está tramando el Ajah Negro? ¿Por qué no sueño nada respecto a ellas? Luz, ¿por qué no puedo aprender a hacer que funcione como yo quiero?»

—Ordenad que bajen los caballos, capitán —indicó a Canin—. Avisaré a la señora Maryim y a la señora Caryla. —Maryim era Nynaeve y Caryla, Elayne.

—He mandado un marinero a informarles, señora Joslyn. Y vuestros animales estarán en el muelle en cuanto mis hombres acaben de montar un palo de carga.

Irradiaba satisfacción por librarse de ellas. Se planteó decirle que no tenía por qué apresurarse, pero desechó de inmediato tal idea pues, aun cuando el Rayo hubiera dejado de balancearse, ansiaba tener sin tardanza tierra firme bajo los pies. Con todo, se paró para dar unas palmadas al hocico de Niebla y dejar que la yegua gris le husmeara la palma de la mano y dar a entender así a Canin que no tenía gran prisa.

Nynaeve y Elayne asomaron por la escalera de los camarotes, cargadas con sus hatillos y alforjas. Elayne prácticamente sostenía a Nynaeve. Cuando vio que Egwene estaba mirando, se apartó de la heredera del trono y caminó sin sostén alguno hasta la angosta pasarela que los marineros estaban tendiendo hasta el muelle. Dos de ellos acudieron a sujetar a Niebla con una ancha lona bajo el vientre, y Egwene se fue apresuradamente abajo a recoger su equipaje. Cuando volvió, su yegua ya estaba en tierra y el caballo ruano de Elayne se hallaba suspendido en el aire.

Por espacio de un momento, tras haber desembarcado, únicamente experimentó alivio. Había acabado el ininterrumpido balanceo. Después comenzó a observar la ciudad para llegar a la cual habían pasado tantas penalidades…

Había muchos almacenes junto al puerto y un gran número de barcos de todas las dimensiones, amarrados a los muelles o anclados en el río. Se apresuró a desviar la vista de las embarcaciones. Tear estaba construida sobre una llanura, sin apenas protuberancia alguna. Por las fangosas y sucias calles que se abrían entre los almacenes, se veían casas, posadas y tabernas de madera y de piedra cuyos tejados, indistintamente de pizarra o de tejas, tenían acabados curiosamente puntiagudos. Más lejos, se erguía una alta pared de piedra gris oscuro y, tras ella, las puntas de las torres rodeadas de elevados balcones y los palacios de blancas cúpulas. Éstas no eran totalmente redondeadas y los remates de las torres parecían acabar en punta, como algunos de los tejados situados fuera de la muralla. Considerada en su totalidad, Tear era tan grande como Caemlyn o Tar Valon y, aunque no tan bella, era de todas formas una de las mayores ciudades del orbe. Pese a su extensión, sólo la Ciudadela de Tear atraía su mirada.

Había oído hablar de ella en los relatos y sabía que era la mayor fortaleza del mundo y también la más antigua, la primera erigida desde el Desmembramiento del Mundo y, sin embargo, nada la había preparado para lo que se alzaba entonces ante sus ojos. Al principio pensó que era una enorme colina de piedra gris o una pequeña montaña pelada que ocupaba cientos de kilómetros cuadrados, desde el Erinin hasta el interior de la ciudad pasando por su muralla. Aun después de ver el gran estandarte que ondeaba en su más alta cúspide —tres lunas crecientes sobre un fondo mitad rojo y mitad dorado; un estandarte situado a unos trescientos metros sobre el nivel del río y lo bastante grande, empero, para ser visto claramente a esa altura—, incluso después de distinguir los contornos de sus almenas y torres, le costaba creer que la Ciudadela de Tear fuera un edificio construido desde su base y no una montaña esculpida.

—Creada con el Poder —murmuró Elayne, contemplando, asimismo, la Ciudadela—. Flujos de Tierra entrelazados para extraer la piedra del suelo, Aire para traerla desde todos los rincones del mundo y Tierra y Fuego para construirla de una sola pieza, sin junturas ni argamasa. Atuan Sedai dice que la Torre no podría hacerlo en nuestros días. Es curioso, teniendo en cuenta la animadversión que ahora profesan los Grandes Señores por el Poder.

—Creo —advirtió quedamente Nynaeve, observando a los estibadores que circulaban en torno a ellas— que, teniendo en cuenta lo anterior, no deberíamos mencionar ciertas cosas en voz alta.

Elayne pareció debatirse entre la indignación —había hablado en voz muy baja— y el asentimiento; para el gusto de Egwene, la heredera del trono daba demasiado a menudo y con excesiva presteza la razón a Nynaeve. «Sólo cuando la tiene», reconoció a regañadientes para sus adentros. En esa ciudad someterían a vigilancia a toda mujer que llevara el anillo o que estuviera de algún modo relacionada con Tar Valon. Los descalzos trabajadores del muelle, vestidos con sus peculiares chalecos de cuero, no les prestaban ninguna atención en sus idas y venidas, transportando balas y cajones a la espalda o en carretillas. En el aire flotaba un fuerte olor a pescado, seguramente proveniente de los tres muelles contiguos en los que se apiñaban docenas de pequeños botes pesqueros, iguales a los reproducidos en el cuadro del estudio de la Amyrlin. Allí, hombres de torso desnudo y mujeres descalzas descargaban cestos de pescado, montículos de tonos plateados, broncíneos y verdes y de otros colores que ella nunca hubiera sospechado que tuvieran los peces, como rojo intenso, azul oscuro y brillante amarillo, algunos con rayas o manchas blancas o de otros colores.