—Tiene razón, Caryla —admitió en voz baja dirigiéndose sólo a Elayne—. Recuerda por qué eres Caryla.
No quería que Nynaeve la escuchara. La expresión de ésta permaneció inmutable al oírla, pero Egwene percibió la satisfacción que irradiaba, igual que una estufa el calor.
En ese momento estaban bajando el negro semental de Nynaeve; los marineros ya habían desembarcado sus arreos y los habían dejado sin más encima de las mojadas piedras del pavimento. Nynaeve clavó la mirada en los caballos, abrió la boca, sin duda para decirles que ensillaran sus monturas, adivinó Egwene, y volvió a cerrarla con un rictus, como si le hubiera costado un esfuerzo hacerlo. Luego se propinó un violento tirón de trenza. Aún no habían acabado de retirar la sujeción de su cabalgadura cuando ya le ponía la manta de rayas negras sobre el lomo, previa a la colocación de la silla. Ni siquiera dirigió una mirada a sus dos compañeras.
Egwene preveía que para su estómago el movimiento del caballo se asemejaría demasiado al del Rayo, pero la visión de las fangosas calles acabó de convencerla de la necesidad de cabalgar. Aunque llevaba unos zapatos resistentes, no le apetecía tener que limpiarles el barro después, ni tampoco caminar levantándose la falda. Ensilló rápidamente a Niebla y, montando de inmediato, se arregló la falda sin concederse tiempo para considerar con menos pesimismo los posibles inconvenientes del fango. En aquella ocasión había recaído en Elayne la tarea de cortar y coser todos sus vestidos, dividiendo las faldas para cabalgar cómodamente a horcajadas.
Nynaeve palideció por un momento cuando, al montar, el semental se puso a retozar. Con semblante tenso, mantuvo férreamente el control de sí y de las riendas y a los pocos minutos ya lo había dominado. Cuando hubieron pasado la zona de los almacenes, se hallaba de nuevo en condiciones de hablar.
—Hemos de localizar a Liandrin y a las demás sin que se enteren de que estamos buscándolas. Seguro que prevén nuestra llegada, la nuestra o la de alguien más, pero preferiría que no supieran que estamos aquí hasta que sea demasiado tarde para ellas. —Aspiró profundamente—. Confieso que todavía no he trazado ningún plan de acción para conseguirlo. ¿Tenéis alguna propuesta vosotras?
—Un husmeador —dijo Elayne sin vacilar. Nynaeve la miró frunciendo el entrecejo.
—¿Te refieres a alguien como Hurin? —inquirió Egwene—. Pero Hurin trabajaba para su rey. ¿No estarán los husmeadores de aquí al servicio de los Grandes Señores?
Elayne asintió y por unos instantes Egwene envidió la fortaleza del estómago de la heredera de la corona de Andor.
—Sí, seguramente. De todos modos, los husmeadores no son como la guardia de la reina o los Defensores de la Ciudadela de Tear. Están al servicio de los gobernantes, pero la gente que ha sufrido un robo les paga a veces para que recuperen sus pertenencias. Y en ocasiones también aceptan dinero por localizar a alguien. Al menos, así funciona en Caemlyn, y no creo que Tear sea diferente en eso.
—Entonces nos instalaremos en una posada —decidió Egwene— y pediremos al posadero que nos busque un husmeador.
—En una posada no —declinó Nynaeve con la misma firmeza con que guiaba el semental negro sin perder en ningún momento el control de sus pasos. Después moderó ligeramente el tono—. Liandrin, cuando menos, nos conoce y hemos de suponer que las otras también. Estarán vigilando las posadas, esperando a quien quiera que haya seguido la pista que ellas dejaron a propósito. Quiero hacerles saltar su trampa en la cara, pero no estando nosotras dentro. No nos alojaremos en una posada.
Egwene rehusó darle la satisfacción de preguntar.
—¿Dónde dormiremos si no? —inquirió en su lugar Elayne—. Si diera a conocer mi identidad, y lograra convencer a alguien de ella, vestida de esta forma y sin escolta, seríamos bien recibidas en la mayoría de las casas nobles y probablemente también en la Ciudadela, dadas las buenas relaciones reinantes entre Caemlyn y Tear, pero no habría forma de mantenerlo en secreto. Toda la ciudad sabría de mi presencia antes de que se haga de noche. No se me ocurre otro sitio aparte de una posada, Nynaeve. A no ser que quieras hospedarte en una granja, pero desde el campo será imposible encontrarlas.
—Lo sabré cuando lo vea —declaró Nynaeve, lanzando una mirada a Egwene—. Dejadme observar.
Elayne miró con estupor a Nynaeve y luego a Egwene.
—No es preciso cortarse las orejas porque te disgusten los pendientes que llevas —murmuró.
Egwene centró obstinadamente la atención en la calle por la que pasaban. «¡Que me aspen si le dejo entrever que estoy intrigada!»
Las calles no estaban tan transitadas como las de Tar Valon, posiblemente a causa del barro. Los carros y carretas circulaban balanceándose, por lo general tirados por bueyes de gran cornamenta, junto a los cuales caminaban los carreteros con una larga aguijada de blanca madera segmentada. No se veía ningún carruaje ni silla de manos en esa zona. El olor a pescado impregnaba el aire también allí, y eran muchos los hombres que cargaban grandes cestos de pescado a la espalda. Las tiendas no parecían prósperas; ninguna exhibía mercancías afuera, y Egwene no veía entrar a casi nadie en ellas. Tenían letreros colgados —con la aguja y la pieza de tela los sastres, el cuchillo y las tijeras los cuchilleros, el telar los tejedores…— pero en la mayoría de ellos la pintura estaba desconchada. Las escasas posadas se anunciaban con rótulos que presentaban un estado igualmente ruinoso, y no daban la impresión de albergar muchos huéspedes. Muchas de las casitas apiñadas entre las posadas y comercios tenían boquetes en los tejados. Aquel barrio de Tear era pobre. Y, a juzgar por sus caras, no abundaba en él la gente que se afanaba por seguir luchando contra la adversidad. Se movían, trabajaban, pero casi todos habían sucumbido al desaliento. Fueron muy pocas las personas que dedicaron siquiera una mirada a las tres mujeres que iban a caballo en un lugar donde todo el mundo se trasladaba a pie.
Los hombres vestían calzones abombachados, por lo común atados en los tobillos, y sólo unos cuantos llevaban chaquetas, unas largas prendas oscuras ceñidas en los brazos y pechos y acampanadas debajo de la cintura. Había más hombres calzados con zapatos que con botas, pero la mayor parte andaban descalzos sobre el fango. Una buena cantidad de ellos iban con el torso desnudo y se sujetaban los calzones con una ancha faja, a veces coloreada y las más de las veces simplemente sucia. Algunos iban tocados con grandes sombreros cónicos de paja y, los menos, con gorras de paño ladeadas a un costado de la cara. Los vestidos de las mujeres eran de cuello alto que acababa justo debajo de la barbilla, con dobladillos que les rozaban el tobillo. Eran muchas las que llevaban cortos mandiles de colores pálidos, dos o tres superpuestos en algunos casos, más pequeños los de arriba, y la gran mayoría lucía el mismo sombrero de paja que los hombres, pero teñido a juego con los delantales.
Fue observando a una mujer como descubrió el método que tenían para resguardarse del barro los que iban calzados con zapatos. La mujer llevaba unas pequeñas plataformas de madera atadas a las suelas, que la levantaban un palmo del fango, y caminaba como si tuviera los pies firmemente plantados en el suelo. Después de ello, Egwene vio a otras personas que usaban las plataformas, varones y mujeres indistintamente. Algunas mujeres iban descalzas, pero no tantas como los hombres.