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—Ten cuidado —aconsejó Elayne.

—Ten mucho cuidado, Egwene, por favor —pidió, en voz más baja, Nynaeve, dándose breves tirones de trenza.

Cuando Egwene se echó en la cama y sus dos compañeras se instalaron en taburetes a ambos lados de ella, sonó un retumbar de truenos. Tardó un poco en conciliar el sueño.

Como siempre al principio, se halló en las onduladas colinas rodeada de flores, mariposas y pájaros, bajo un sol primaveral y acariciada por una suave brisa. Aquella vez llevaba un vestido de seda verde, con pájaros dorados bordados en el pecho, y unos escarpines de terciopelo del mismo color. El ter’angreal parecía tan liviano que habría salido volando si el peso del anillo con la Gran Serpiente no se lo hubiera impedido.

A costa de errores había aprendido algo de las normas que regían en el Tel’aran’rhiod, pues aun aquel Mundo de Sueños tenía sus propias pautas, por más singulares que fueran, de las cuales no conocía, sin duda, ni la décima parte, y un método para dirigirse a donde deseaba. Cerró los ojos y disipó todo pensamiento de la mente igual como haría para abrazar el saidar. No era tan sencillo, porque la imagen de un capullo de rosa se insinuaba sin cesar y ella sentía continuamente la llamada de la Fuente Verdadera y se desvivía por tender el puente hacia ella, pero debía llenar el vacío con algo distinto. Imaginó el Corazón de la Ciudadela, tal como lo había visto en aquellos sueños, lo plasmó perfectamente, con todo detalle, en la vacuidad formada en su cerebro: las descomunales columnas de piedra roja pulida; las gastadas baldosas del suelo; la espada de cristal, intocable, girando lentamente con la empuñadura abajo, suspendida en el aire. Cuando le resultó tan real que tuvo la certidumbre de poder alargar la mano y tocarla, abrió los ojos, y se encontró allí, en el Corazón de la Ciudadela. O cuando menos en el Corazón de la Ciudadela tal como existía en el Tel’aran’rhiod.

Allí estaban las columnas, y Callandor. Y en torno a la reluciente espada, casi tan tenues e insustanciales como sombras, estaban sentadas con las piernas cruzadas trece mujeres, contemplando Callandor. Liandrin volvió su cabeza cubierta de trenzas de color de miel y miró directamente a Egwene con sus grandes y oscuros ojos, y curvó su boca en una sonrisa.

Egwene se incorporó, jadeante, en la cama tan deprisa que a punto estuvo de caerse.

—¿Qué pasa? —preguntó Elayne—. ¿Qué ha ocurrido? Pareces asustada.

—Si acabas de cerrar los ojos —observó quedamente Nynaeve—. Es la primera vez que despiertas por ti misma, sin que te llamáramos. Ha sucedido algo, ¿verdad? —Se tiró violentamente de la trenza—. ¿Estás bien?

«¿Cómo he vuelto? —se preguntó Egwene—. Luz, ni siquiera sé qué he hecho». Era consciente de que simplemente procuraba posponer lo que tenía que decir. Desabrochando el cordel que le rodeaba el cuello, sostuvo el anillo con la Gran Serpiente y el aro retorcido del ter’angreal en la palma de la mano.

—Nos están esperando —dijo por fin. No era preciso especificar quiénes—. Y me parece que saben que estamos en Tear.

Afuera, la tormenta se desató sobre la ciudad.

La lluvia repiqueteaba arriba en la cubierta mientras Mat mantenía fija la mirada en el tablero de la mesa frente a Thom, pero no conseguía concentrarse en la partida, ni siquiera habiendo apostado un marco de plata andoriano. Se oía fragor de truenos y en los ojos de buey relampagueaban los rayos. Cuatro lámparas iluminaban la cabina del capitán del Vencejo. «Este condenado barco será tan lustroso como el pájaro, pero de todas formas va demasiado lento». El bajel dio una pequeña sacudida y luego otra; parecía que se movía de manera diferente. «¡Más le vale no hacernos embarrancar en el maldito fango! ¡Si no va todo lo veloz que se puede ir con esta bañera ambulante, le haré tragar el oro que le di!» La preocupación le había impedido dormir bien desde que habían salido de Caemlyn. El sueño atrasado lo hizo bostezar al colocar una ficha blanca en la intersección de dos líneas; en tres jugadas capturaría casi una quinta parte de las piezas de Thom.

—Podrías ser un buen jugador, chico —observó Thom con la pipa entre los dientes, moviendo a su vez—, si aplicaras más atención. —Su tabaco olía a hojas y frutos secos.

Mat alargó la mano para tomar una ficha del montón que tenía al lado, luego pestañeó y renunció a ello. En tres jugadas, las fichas de Thom acorralarían una tercera parte de las suyas. No lo había previsto y ahora no veía escapatoria.

—¿Perdéis alguna vez jugando? ¿Habéis perdido aunque sólo sea una partida?

—Hace mucho tiempo que no sufro una derrota —reconoció Thom, atusándose el bigote—. Morgase solía ganarme cada dos por tres. Se dice que los buenos comandantes militares y los expertos en las intrigas del Juego de las Casas tienen una especial habilidad para los juegos de fichas. Ella constituye un claro ejemplo, y no me cabe duda de que sería capaz de dirigir con éxito una batalla.

—¿No querríais jugar a los dados un rato? Es mucho más rápido.

—Prefiero tener una oportunidad clara de ganar en lugar de una entre nueve o diez —contestó secamente el juglar de blanco cabello.

Mat se puso en pie de un salto cuando la puerta se abrió de golpe dando paso al capitán Derne. El marino de angulosas facciones sacudió el agua de la capa que le cubría los hombros, murmurando maldiciones para sí.

—Que la Luz me abrase los huesos si sé por qué os permití contratar el Vencejo. No habéis parado de exigir más velocidad ni en la más negra de las noches ni lloviendo a mares. Más velocidad. ¡Constantemente más velocidad, maldita sea! ¡A estas alturas ya habríamos podido embarrancar cien veces en un condenado bajío!

—Porque queríais el dinero —replicó ásperamente Mat—. Asegurasteis que este montón de viejos tablones era veloz, Derne. ¿Cuándo llegaremos a Tear?

—Estamos soltando amarras en el muelle —respondió el capitán con una tensa sonrisa—. ¡Que se me lleven todos los demonios si vuelvo a transportar algo que tenga capacidad de habla! ¿Dónde está el resto del oro?

Mat fue corriendo a asomarse a una de las pequeñas ventanas. Con la cruda luz de los intermitentes relámpagos vio un mojado puerto. Entonces extrajo una segunda bolsa de oro del bolsillo y la lanzó a Derne. «¡Dónde se ha visto un marino que no juega a los dados!»

—Ya era hora —gruñó. «Quiera la Luz que no sea demasiado tarde».

Se colgó de un hombro el hatillo de cuero donde había guardado sus mudas de ropa y del otro el rollo de fuegos de artificio al que había atado una cuerda. La capa lo tapaba todo pero se abría un poco por delante. Mejor que se mojara él y no los cohetes. Él podía secarse y quedar como nuevo; una prueba realizada con un cubo le había demostrado que no ocurría lo mismo con los artículos de pirotecnia. «Supongo que el padre de Rand tenía razón». Mat siempre había pensado que el Consejo del Pueblo se negaba a lanzarlos cuando llovía simplemente porque resultaban más vistosos en noches despejadas.

—¿Todavía no vas a venderlos?

Thom estaba poniéndose la capa de juglar. Con ella cubrió las fundas de cuero de su arpa y flauta, pero el hatillo con la ropa y las mantas se lo colgó en la espalda por encima de la prenda de parches multicolores.

—No lo haré hasta que no haya descubierto cómo funcionan, Thom. Pensad, además, qué divertido será cuando los haga estallar todos en el cielo.

—Con tal que no prendas todas las mechas a la vez, chico —señaló, estremecido, el juglar—. Con tal que no los arrojes en la chimenea a la hora de la cena. No me extrañaría de ti, habiendo sido testigo de la imprudencia con que los has manipulado. Tuviste suerte de que el capitán no nos echara del barco hace dos días.