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—Los marcados están aquí. Esto es lo que hace Comar. Es un truco de niños, simple, aunque no habría creído que tuviera unos dedos tan ligeros.

—Me parece que, en fin de cuentas, no tengo interés en jugar a los dados con vos —declaró Mat. El posadero seguía con la mirada fija en los dados, pero no parecía haber hallado ninguna solución—. Llamad a la guardia, o como se llame aquí —le aconsejó Mat—. Hacedlo arrestar.

«No matará a nadie encerrado en una celda. ¿Pero y si ya están muertas?» Trató de no prestar atención a tal pensamiento, pero éste persistía, incisivo. «¡Entonces me aseguraré de verlos muertos a él y a Gaebril, cueste lo cueste! ¡Pero no lo están, demonios! ¡No pueden estarlo!»

—¿Yo? —El posadero sacudía la cabeza—. ¿Denunciar yo ante los Defensores a un mercader? Ni siquiera le examinarían los dados. Con sólo decir él una palabra, me pondrían a trabajar encadenado en los dragados de los canales de los Dedos del Dragón. Podría atravesarme sin más con la espada, y los Defensores dirían que lo tenía bien merecido. Tal vez se marche dentro de un rato.

—¿Será suficiente si lo pongo en evidencia? —inquirió, esbozando una mueca, Mat—. ¿Llamaréis entonces a la guardia o a los Defensores o a quien sea?

—Sois un extranjero y no lo entendéis. Aunque sea forastero, es un hombre rico, importante.

—Esperad aquí —dijo Mat a Thom—. No pienso dejar que les eche el guante a Egwene y a las otras, sea a costa de lo que sea. —Bostezó y corrió atrás la silla.

—Aguarda, chico —lo llamó Thom en voz baja pero insistente, levantándose—. ¡Condenado chiquillo, no sabes los problemas que te estás buscando!

Mat le indicó con un gesto que permaneciera allí y se alejó en dirección a Comar. Como nadie más había respondido a su desafío, miró con interés a Mat cuando éste apoyó su barra en el borde de la mesa y tomó asiento. Entonces observó la chaqueta de Mat y sonrió con desprecio.

—¿Quieres apostar unas monedas de cobre, campesino? Yo no pierdo el tiempo con… —Calló de repente cuando Mat puso una corona de oro andoriana en la mesa y lo miró bostezando, sin molestarse en taparse la boca—. No hablas mucho, granjero, aunque podrías pulir tus modales, pero el oro habla por sí mismo y no requiere cortesías. —Agitó el cubilete de cuero y arrojó los dados. Ya reía entre dientes antes de que éstos se detuvieran, con tres coronas y dos rosas boca arriba—. No superarás esto, campesino. ¿Tal vez tengas más oro escondido en esos harapos que desees perder? ¿De dónde lo sacaste? ¿Robando a tu amo?

Alargó la mano hacia los dados, pero Mat se le adelantó. Comar le dirigió una airada mirada, pero le cedió el cubilete. Si ambas tiradas obtenían el mismo valor, seguirían tirando hasta que uno de ellos ganara. Mat sonreía al hacer sonar los dados. Se había propuesto no dejarle ocasión para cambiarlos. Si los dos conseguían idéntico resultado tres o cuatro veces seguidas, exactamente las mismas en cada ocasión, incluso los Defensores prestarían oídos. Todos los presentes en la sala lo verían y tendrían que confirmar su denuncia.

Arrojó los dados a la mesa y éstos rebotaron de manera peculiar. Notó… algo… que se movía. Era como si su suerte se hubiera desbocado. Tenía la sensación de que la habitación se retorcía a su alrededor, tirando con hilos invisibles de los dados. Sintió deseos de mirar a la puerta, pero mantuvo la vista fija en los dados. Éstos se pararon: cinco coronas. Parecía que a Comar iban a saltársele los ojos de las órbitas.

—Habéis perdido —dijo Mat con suavidad. Si su buena fortuna decidía tan marcadamente la situación a su favor, tal vez había llegado el momento de ponerla a prueba. Una vocecilla le aconsejó pensar, pero estaba demasiado cansado para prestarle atención—. Creo que vuestra suerte está a punto de agotarse, Comar. Si habéis causado algún daño a esas jóvenes, ya se habrá extinguido del todo.

—Ni siquiera las he encontrado… —replicó Comar, sin despegar la vista de los dados, y luego levantó la cabeza con brusquedad. Tenía el rostro totalmente pálido—. ¿Cómo sabes mi nombre?

Todavía no las había encontrado. «Fortuna, dulce fortuna, sigue a mi lado».

—Regresad a Caemlyn, Comar, y decidle a Gaebril que no habéis conseguido localizarlas. Decidle que han muerto. Decidle lo que sea, pero abandonad Tear esta noche. Si vuelvo a veros, os mataré.

—¿Quién eres? —preguntó con actitud vacilante el alto individuo—. ¿Quién…? —En un abrir y cerrar de ojos desenfundó la espada y se puso en pie.

Mat volcó la mesa de un empellón y la empujó hacia él, a la vez que tendía la mano hacia la barra. Había olvidado la imponente estatura de Comar. El barbudo traidor volvió a empujar la mesa hacia Mat, y éste cayó sentado, asiendo débilmente el bastón. Comar apartó la mesa y lo apuntó con la espada. Mat propulsó los pies contra su estómago para contener su embestida e hizo girar torpemente la barra, con la fuerza suficiente, empero, para desviar el arma. Pero el choque le hizo resbalar el bastón de los dedos y hubo de aferrar la muñeca de Comar, con la hoja de la espada a un palmo de su cara. Con un gruñido, dio una voltereta hacia atrás, tomando impulso con las piernas, y Comar saltó por encima de Mat con ojos desorbitados para aterrizar de cara contra una mesa. Mat buscó frenéticamente la vara, pero, cuando la encontró, Comar aún no se había movido.

El alto individuo tenía las caderas y las piernas encima de la mesa y el resto del cuerpo colgando, con la cabeza en el suelo. Los hombres que habían ocupado la mesa se habían levantado y, ubicados a una prudencial distancia, se retorcían las manos y se miraban con nerviosismo. Un quedo murmullo de preocupación recorría la sala, un sonido que no era precisamente el que Mat esperaba.

Comar tenía la espada al alcance de la mano. Pero no se movió. Sí miró, en cambio, a Mat cuando éste la apartó de un puntapié y dobló una rodilla a su lado. «¡Luz! ¡Creo que se ha roto la columna!»

—Ya os he advertido que debíais marcharos. Vuestra suerte se ha agotado.

—Necio —musitó el alto individuo—. ¿Piensas… que yo… era el único… que las persigue? No vivirán… más de… —Miró a Mat, con la boca abierta, pero no dijo nada más. Nunca volvería a hablar.

Mat sostuvo la vidriosa mirada, tratando de infundir aliento al muerto para escuchar más palabras de su boca. «¿Quién más, maldición? ¿Dónde están? Mi suerte. Maldita sea, ¿adónde ha ido a parar mi suerte?» Tomó conciencia de que el posadero le tiraba con violencia del brazo.

—Debéis iros antes de que vengan los Defensores. Les enseñaré los dados. Les diré que era un extranjero, pero un hombre alto de pelo rojizo y ojos grises. Nadie padecerá las consecuencias porque se trata de un hombre con el que soñé anoche, no una persona real. Nadie declarará lo contrario. Él se ha embolsado dinero de todos los presentes con sus dados. ¡Pero debéis marcharos ahora mismo! —Todos los clientes miraban con estudiada actitud hacia otro lado.

Mat dejó que lo apartara del cadáver y lo empujara afuera. Thom, que lo aguardaba bajo la lluvia, lo tomó del brazo y echó a andar presurosamente calle abajo, arrastrando a Mat. Éste iba dando trompicones tras él con la capucha bajada; la lluvia le empapaba los cabellos y le bajaba en regueros por la cara y el cuello, pero él no lo advertía. El juglar miraba continuamente por encima del hombro, escrutando el terreno que dejaban atrás.

—¿Es que estás dormido, chico? No lo parecías allá adentro. Vamos, muchacho. Los Defensores arrestarán a todo extranjero que encuentren en las calles inmediatas, pese a la descripción que les dé el posadero.

—Es la suerte —murmuró Mat—, tal como imaginaba. Los dados. La fortuna es más generosa conmigo cuando las cosas se producen… por azar. Como con los dados. No soy muy bueno con las cartas, ni tampoco con las damas. Hay demasiada estrategia. Tiene que ser algo en que no haya premeditación. Lo prueba incluso el hecho de haber encontrado a Comar. Había dejado de visitar todas las posadas que me salían al paso y he entrado en ésa por casualidad. Thom, si he de localizar a Egwene y a las demás, debo buscarlas sin un plan preconcebido.