—Tal vez. —La mujer de pelo gris volvió a adoptar una apariencia de vencida y clavó la mirada en el suelo—. Yo también conocí a unas chicas que hablaban como tú. Dos de ellas, en todo caso. —Suspiró profundamente.
Mat sintió un picor en la nuca. «No puede ser tanta mi buena suerte». No habría apostado, sin embargo, ni un ochavo por la posibilidad de que hubiera precisamente en Tear otras dos mujeres con acento de Dos Ríos.
—¿Tres chicas?, ¿jóvenes?, ¿que se llaman Egwene, Nynaeve y Elayne? Esa última tiene un cabello dorado como el sol y ojos azules.
—No me dieron esos nombres —se decidió a contestar la mujer tras observarlo con entrecejo fruncido—, pero ya sospechaba que no eran los verdaderos. Pensé que tendrían sus motivos para no hacerlo. Una de ellas era una linda muchacha con brillantes ojos azules y melena rojiza dorada. —Describió a Nynaeve con la trenza que le llegaba a la cintura y a Egwene con sus grandes ojos oscuros y pronta sonrisa. Tres hermosas mujeres tan distintas entre sí como era posible—. Veo que son las mismas que tú conoces —concluyó—. Lo siento, muchacho.
—¿Por qué habríais de lamentarlo? ¡Llevo días tratando de encontrarlas! —«¡Luz, pasé de largo por esta casa la primera noche! ¡Justo delante de ellas! Quería buscar al azar y ¿qué podía ser más fortuito que el lugar donde atraca un barco en una lluviosa noche y en el que uno repara simplemente a la luz de un relámpago? ¡Qué idiota soy! ¡Qué idiota!»—. Decidme dónde están, madre Guenna.
La mujer fijó la mirada en la estufa sobre la que humeaba su hervidera y movió los labios, pero sin llegar a decir nada.
—¿Dónde están? —insistió Mat—. Corren peligro si no las localizo.
—No lo entiendes —dijo quedamente—. Eres un extranjero. Los Grandes Señores…
—Me tiene sin cuidado cualquier… —Mat pestañeó y miró a Thom. Parecía que éste tenía expresión de preocupación, pero, como tosía tan violentamente, no logró verlo bien—. ¿Qué tienen que ver los Grandes Señores con mis amigas?
—Es que no lo…
—¡No me digáis que no lo comprendo! ¡Os pagaré por la información!
—¡Yo no acepto dinero por…! —replicó con dureza la madre Guenna—. Me pides que te hable de algo que se me ha prohibido contar. ¿Sabes lo que me ocurrirá si lo hago y tú mencionas mi nombre? Perderé la lengua, para empezar. Después me mutilarán otras partes del cuerpo hasta que los Grandes Señores hagan colgar lo que quede de mí para que pase gritando las horas que me queden de vida para escarmiento de los desobedientes. ¡Y mi muerte no servirá de nada para socorrer a esas jóvenes!
—Os prometo que no revelaré a nadie vuestro nombre. Lo juro. —«¡Y cumpliré esta promesa, anciana, con tal que me digáis de una vez dónde están!»—. ¡Por favor! Están en peligro.
La mujer lo observó largo rato y, antes de que pusiera fin a su escrutinio, Mat tuvo la impresión de que conocía hasta el último detalle de su persona.
—Ya que lo has jurado, te lo diré. Me… gustaban esas chicas. Pero tú no podrás hacer nada. Llegas demasiado tarde, Mat Cauthon. Con un retraso de casi tres horas. Las han llevado a la Ciudadela. El Gran Señor Samon las mandó buscar. —Sacudió la cabeza con estupor y preocupación—. Envió a… mujeres que…, que encauzan el Poder. Personalmente no tengo nada que objetar en contra de las Aes Sedai, pero eso viola la ley; la ley dictada por los Grandes Señores. Si ellos mismos infringen todas las demás, deberían respetar al menos ésa. ¿Por qué un Gran Señor iba a mandar Aes Sedai a hacer sus recados? ¿Para qué quiere a esas muchachas?
—¿Aes Sedai? —Mat casi se echó a reír—. Madre Guenna, me habíais puesto el corazón en un puño. Si han venido Aes Sedai a buscarlas, no hay de qué preocuparse. Ellas mismas van en camino de ser Aes Sedai también. No es que a mí me agrade la idea, pero eso es lo que… —Su sonrisa se desvaneció al ver el vigor con que la Zahorí agitaba la cabeza.
—Muchacho, esas chicas han peleado como cazones pescados con una red. Tanto si ellas quieren ser Aes Sedai como si no, las que se las han llevado las han tratado como residuos de sentina. Los amigos no provocan magulladuras como las que han recibido.
Mat notó que se le crispaba la cara. ¿Que las Aes Sedai les habían hecho daño? ¿Qué sucedía? «La maldita Ciudadela. ¡A su lado, entrar en el palacio de Caemlyn es como dar un paseo por el patio de un corral! ¡Condenado de mí! ¡Estuve delante bajo la lluvia y miré esta casa! ¡Soy un necio cegado por la Luz!»
—Si te rompes la mano —observó la madre Guenna—, te la entablillaré y te aplicaré una cataplasma, ¡pero, si me estropeas la pared, te arrancaré la piel como a un lenguado!
Mat pestañeó y se miró los rasguños de los nudillos. No recordaba siquiera haber aporreado la pared. La gruesa mujer le tomó con firmeza la mano, pero los dedos con que la palpó eran sorprendentemente suaves.
—No te has roto nada —gruñó al cabo de un momento. Le examinó el rostro con benevolente mirada—. Parece que te importan mucho. Una de ellas al menos, supongo. Lo siento, Mat Cauthon.
—No tenéis por qué —le aseguró—. Ahora al menos sé dónde se encuentran. Todo cuanto he de hacer es sacarlas de allí. —Extrajo del bolsillo las dos últimas monedas de oro andorianas que le quedaban y se las puso en la mano—. Por los medicamentos de Thom y por darme noticias de ellas. —Impulsivamente, le dio un beso en la mejilla y sonrió—. Y esto es por mí.
La mujer se tocó, desconcertada, la mejilla, sin saber si mirarlo a él o al dinero.
—Sacarlas, dices. Así de simple. Sacarlas de la Ciudadela. —De improviso le dio un pinchazo en las costillas con un dedo tan duro como una estaca—. Me recuerdas a mi marido, Mat Cauthon. Era un cabezota que se iba riendo a navegar en las fauces de una tempestad. Casi estoy por pensar que lo lograrás. —Entonces se fijó, al parecer por primera vez, en sus botas rebozadas de fango—. Tardé seis meses en enseñarle a no entrar con las botas llenas de fango en mi casa. Si rescatas a esas chicas, sea cual sea en la que tienes puestas tus miras, le costará ponerte en vereda.
—Vos sois la única mujer que podría conseguirlo. —La halagó con una sonrisa que se ensanchó cuando ella le correspondió con una airada mirada. «Sacarlas. Sólo tengo que hacer eso. Sacarlas de la Ciudadela de esta maldita Tear». Thom volvió a toser. «Él no va a ir a la Ciudadela en ese estado. ¿Pero cómo voy a impedírselo?»—. Madre Guenna, ¿puedo dejar a mi amigo aquí? Creo que está demasiado enfermo para volver a la posada.
—¿Cómo? —vociferó Thom. Trató de levantarse de la silla, tosiendo con tal violencia que casi no podía hablar—. ¡No pienso… hacer tal cosa, chico! ¿Te crees que… entrar en la Ciudadela… será como… escabullirte en la cocina de tu madre? ¿Crees que… llegarías siquiera… a las puertas… sin mí? —Se aferró al respaldo de la silla, sin acabar de ponerse en pie a causa de la tos y la resollante respiración.
La mujer le puso una mano en el hombro y lo hizo sentarse de nuevo con la misma facilidad que si fuera un niño. El juglar le dirigió una sorprendida mirada.
—Yo cuidaré de él, Mat Cauthon —prometió.
—¡No! —gritó Thom—. ¡No puedes… hacerme esto! No puedes… dejarme… con esta vieja… —Únicamente la mano apoyada en su hombro impidió que se plegara.
—Ha sido un placer conoceros, Thom —aseguró sonriendo Mat al juglar de blanco cabello.
Cuando salía apresuradamente a la calle, se extrañó de haber dicho aquello. «No va a morirse. Esa mujer lo mantendrá vivo aunque tenga que sacarlo a rastras, pataleando y chillando, de la tumba por los bigotes. Sí, ¿pero quién me preservará la vida a mí?»
Delante de él, la Ciudadela de Tear se erguía sobre la ciudad, la inexpugnable fortaleza asediada un centenar de veces, ante la cual habían fracasado un centenar de ejércitos. Y él tenía que entrar en ella. Y sacar a tres mujeres. De algún modo.