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—Fuegos de artificio —respondió Mat. Aunque en sus oídos aún resonaba el fragor de la explosión, percibió el repiqueteo de botas corriendo sobre la piedra—. ¡Las celdas! ¡Mostradme el camino a la cárcel antes de que lleguen!

—¡Por aquí! —indicó Sandar, recobrando el aplomo. Se precipitó por un pasillo lateral—. ¡Aprisa! ¡Nos matarán si nos encuentran!

Arriba, los gongs comenzaron a dar la alarma y a ellos se sumaron otros por toda la fortaleza.

«Ya voy —pensó Mat mientras corría tras el husmeador—. ¡Os liberaré o moriré en el intento! ¡Lo prometo!»

El estrepitoso sonido de los gongs vibraba por toda la Ciudadela, pero Rand no les prestó más atención que al estruendo, semejante a un trueno amortiguado, que se había producido antes en la parte baja. Le dolía el costado; la vieja herida le ardía y parecía a punto casi de desgarrarlo por la ardua escalada del muro del fortín. Tampoco hacía caso del dolor. En su rostro se había congelado una torcida sonrisa, una sonrisa de anhelo y de pavor que no habría podido disipar de sus labios de haberlo deseado. Se hallaba ya cerca del objeto de sus sueños: Callandor.

«Acabaré de una vez con esto. De una forma u otra, quedará atrás. Ya no más sueños, ni trampas, ni acosos, ni persecuciones. ¡Pondré fin a todo!»

Riendo para sus adentros, siguió caminando presuroso por los oscuros corredores de la Ciudadela de Tear.

Egwene se tocó la cara e hizo una mueca de dolor. Tenía un sabor amargo en la boca y estaba sedienta. «¿Rand? ¿Qué pasa? ¿Por qué soñaba de nuevo con Mat, mezclando escenas en las que aparecía Rand, gritando que venía? ¿Qué era?»

Abrió los ojos, fijó la mirada en las grises paredes de piedra, en la humeante antorcha que proyectaba vacilantes sombras, y exhaló un grito al recordarlo todo.

—¡No! ¡No me encadenarán otra vez! ¡No volveré a llevar un collar! ¡No!

Nynaeve y Elayne acudieron a su lado, con excesivas marcas de preocupación y miedo en los magullados rostros para hacer creíbles sus intentos de apaciguarla. El mero hecho de que estuvieran allí bastó, no obstante, para callar sus gritos. No estaba sola. Era una prisionera, pero no estaba sola, ni atada con una correa.

Trató de incorporarse, y ellas la ayudaron. No lo habría conseguido por sí sola; le dolían todos los músculos del cuerpo. Le vinieron a la memoria cada uno de los invisibles golpes recibidos en el febril estado que se había adueñado de ella al darse cuenta de… «No voy a perder tiempo recordándolo. He de pensar en la manera de escapar». Se corrió hacia atrás para apoyarse en una pared. El dolor rivalizaba con la fatiga; la resistencia que había opuesto le había consumido las fuerzas, y las contusiones parecían agotarla aún más.

En la celda no había nada salvo ellas tres y la antorcha. Nada cubría el frío y duro suelo. La puerta de toscas planchas, astillada como si incontables dedos la hubieran arañado fútilmente, era la única interrupción en los muros. En la piedra habían garabateado mensajes, casi siempre con mano trémula. «La Luz se apiade de mí y permita que muera», decía uno. Lo ahuyentó de la mente.

—¿Seguimos escudadas? —murmuró.

Le resultaba doloroso incluso hablar. Cuando Elayne asentía, cayó en la cuenta de lo innecesario de la pregunta. La hinchada mejilla de la rubia joven, su labio partido y el morado en el ojo eran muestras evidentes de la respuesta, aun sin tener en cuenta su propio estado. Si Nynaeve hubiera podido establecer contacto con la Fuente Verdadera, estarían sin duda curadas.

—Lo he intentado —adujo con desesperación Nynaeve—. Lo he intentado una y otra vez. —Se dio un violento tirón de trenza y la rabia afloró en ella a pesar de la desesperanza y el miedo reflejados en su voz—. Una de ellas está sentada afuera. Amico, esa chica de cara lechosa, si no la han relevado desde que nos encerraron aquí. Supongo que basta con una para mantener el escudo una vez que se ha entrelazado. —Emitió una amarga carcajada—. Con tanto trabajo que les costó apresarnos, cualquiera diría que carecemos de importancia. Han pasado horas desde que cerraron esa puerta y no ha venido nadie a hacer preguntas, ni a mirar, ni siquiera a traer agua. Quizá pretenden dejarnos morir de sed.

—Cebo. —Elayne tenía la voz temblorosa pese a sus infructuosos esfuerzos por disimular el temor—. Liandrin dijo que somos un cebo.

—¿Cebo para qué? —preguntó con voz entrecortada Nynaeve—. ¿Para quién? ¡Si soy un cebo, me gustaría colarme en sus gargantas hasta que se atragantaran!

—Rand. —Egwene calló un instante para tragar saliva, ansiando tomar aunque sólo fuera una gota de agua—. He soñado con Rand y Callandor. Me parece que viene hacia aquí. —«¿Pero por qué he soñado con Mat? ¿Y Perrin? Era un lobo, pero estoy segura de que era él»—. No os dejéis embargar por el temor —dijo, tratando de imprimir confianza a la voz—. Escaparemos de algún modo de sus garras. Si conseguimos vencer a los seanchan, también lograremos zafarnos de Liandrin.

Nynaeve y Elayne se miraron.

—Liandrin dijo que están en camino trece Myrddraal, Egwene —le comunicó Nynaeve.

Involuntariamente posó la mirada en el mensaje grabado en la pared de piedra: «La Luz se apiade de mí y permita que muera». Apretó con fuerza los puños y sus mandíbulas se agarrotaron por el esfuerzo de no gritar aquellas palabras. «Mejor morir. ¡Es preferible la muerte a ser entregada a la Sombra, obligada a servir al Oscuro!»

Tuvo conciencia de la mano que apretaba la bolsa sujeta a su cinturón. Notaba la forma de los dos anillos que había adentro, la pequeña sortija con la Gran Serpiente y el retorcido aro de piedra.

—No me han quitado el ter’angreal —comentó con extrañeza.

Lo sacó, y el círculo de un solo borde, formado por rayas moteadas de color, quedó reposando pesadamente en la palma de su mano.

—Ni siquiera nos han concedido el grado de importancia para registrarnos —suspiró Elayne—. Egwene, ¿estás segura de que Rand viene hacia aquí? Preferiría huir por mis propios medios en lugar de esperar por si aparece, pero, si hay alguien capaz de vencer a Liandrin y a sus compañeras, esa persona tiene que ser él. El Dragón Renacido empuñará Callandor. Él debe poder derrotarlas.

—No si lo arrastramos a una jaula en nuestra caída —murmuró Nynaeve—. No si le han preparado una trampa que no perciba. ¿Por qué miras tan fijamente ese anillo, Egwene? De nada va a servirnos ahora el Tel’aran’rhiod. A no ser que sueñes con una vía de escapatoria.

—Tal vez sea factible —apuntó—. En el Tel’aran’rhiod podría encauzar y el escudo interpuesto no me impedirá hacerlo. Sólo necesito dormir, sin necesidad de canalizar. Y con lo cansada que estoy no me costará conciliar el sueño.

Elayne frunció el entrecejo e hizo una mueca de dolor cuando ello le avivó las molestias de las magulladuras.

—Estoy dispuesta a probarlo todo, pero ¿cómo vas a encauzar aunque sea en sueños si te han cortado el acceso a la Fuente Verdadera? Y en caso de que pudieras, ¿qué beneficio sacaríamos de ello?

—No lo sé, Elayne. El que me hayan escudado aquí no significa que tenga neutralizada la capacidad en el Mundo de los Sueños. Al menos vale la pena intentarlo.

—Tal vez —concedió con tono preocupado Nynaeve—. Yo también estoy dispuesta a agotar todas las posibilidades, pero la última vez que utilizaste ese anillo viste a Liandrin y a las otras. Y dijiste que ellas te vieron. ¿Y si se encuentran de nuevo allí?

—Eso espero —aseguró ferozmente Egwene—. Eso espero.

Cerró los ojos, aferrando el ter’angreal. Elayne le acarició el pelo y le murmuró quedamente al oído. Nynaeve comenzó a tararear aquella nana sin letra tantas veces escuchada en su infancia y, por una vez, no la irritó en lo más mínimo. Los suaves sonidos y el contacto de sus manos propiciaron que se entregara, rendida, al sueño.