Detrás de Rand, Callandor destelló, irradiando un cálido latido que notó en la espalda.
—¿Quién sois?
—No me recordáis, ¿verdad? —El sujeto de pelo blanco se echó a reír de improviso—. Yo tampoco os recuerdo, ataviado de esta forma. Un chaval de campo con una flauta colgada del hombro. ¿Dijo Ishamael la verdad? Él se servía de mentiras si ello le procuraba una ventaja de un centímetro o de un segundo. ¿No os acordáis de nada, Lews Therin?
—¡Vuestro nombre! —exigió Rand—. ¿Cuál es vuestro nombre?
—Llamadme Be’lal. —El Renegado torció el gesto al no advertir reacción en Rand—. ¡Tomadla! —espetó, dirigiendo una mano hacia la espada que giraba detrás de Rand—. En un tiempo cabalgamos juntos hacia la guerra, y por ello os doy una oportunidad. Una sola oportunidad, pero que os da opción a salvaros, a salvar a esas tres mujeres que quiero convertir en mis esclavas. Coged la espada, campesino. Tal vez os baste para preservar la vida.
—¿Creéis que me amedrento tan fácilmente, Renegado? —se burló Rand—. El mismo Ba’alzemon viene persiguiéndome desde hace mucho. ¿Pensáis que me arredraré ahora ante vos? ¿Que me humillaré ante un Renegado cuando he negado todo ascendiente al Oscuro en su propia cara?
—¿Así consideras las cosas? —dijo quedamente Be’lal—. En verdad es grande tu ignorancia. —En sus manos se materializó súbitamente una espada, un arma de negro fuego—. ¡Tomadla! ¡Tomad Callandor! Durante los tres mil años que ha durado mi cautiverio, ha estado aguardándoos aquí. Uno de los más poderosos sa’angreal que jamás se han creado. ¡Cogedla, y defendeos si podéis!
Avanzó hacia Rand como para hacerlo retroceder hacia Callandor, pero éste alzó las manos y, henchido de saidin, sintió el dulce fluir del Poder, la nauseabunda vileza de la infección. Un segundo después empuñaba una espada formada por rojas llamas, una espada con la marca de la garza impresa en su ardiente hoja. Adoptó las posturas que Lan le había enseñado hasta pasar de una a otra como en una danza. Partir la seda. El agua desbordada en la pendiente. Viento y lluvia. La hoja de negro fuego chocaba con la de rojas llamas produciendo una lluvia de centellas, el estrépito del metal candente despedazándose.
Rand volvió despacio a una actitud defensiva, tratando de no dejar entrever su súbita incertidumbre. En la negra hoja había también una garza, un ave tan oscura que casi resultaba invisible. En una ocasión había luchado con un hombre que tenía la marca de la garza en la espada y había estado a punto de perder la vida. Sabía que él no tenía ganado el derecho al trofeo de poseer la marca de un maestro espadachín; ésta se encontraba en el arma que su padre le había dado, y, cuando imaginaba una espada en sus manos, pensaba en esa espada. Una vez había abrazado la muerte, tal como le había recomendado el Guardián, pero no tenía duda de que aquella vez su muerte sería definitiva. Be’lal era mucho más diestro que él con la espada. Más fuerte, más rápido, un verdadero maestro.
El Renegado reía, alborozado, trazando veloces floreos con la hoja a ambos lados de él, y el negro fuego rugía como si el paso por el aire le proporcionara mayor velocidad.
—Erais mejor espadachín antes, Lews Therin —observó con tono de mofa—. ¿Recordáis cuándo comenzamos a practicar ese ocioso deporte llamado de espadas y aprendimos a matar con él, como afirmaban los libros que hacían antaño los hombres? ¿Os acordáis aunque sólo sea de una de aquellas desesperadas batallas, de una siquiera de aquellas absolutas derrotas? Desde luego que no. No recordáis nada. Esta vez no habéis aprendido bastante. Esta vez, Lews Therin, os daré muerte yo. —Su actitud burlona iba acentuándose—. Puede que si cogierais Callandor lograríais quizá prolongar un poco vuestra vida. Un poco más.
Se adelantó lentamente, casi como para proporcionar a Rand el tiempo necesario para seguir su consejo, para volverse y correr hacia Callandor, la Espada que no Puede Tocarse, para cogerla. Pero a Rand todavía lo embargaban las dudas. Sólo el Dragón Renacido podía tocar Callandor. Había permitido que lo proclamaran como tal por un centenar de razones que no parecían dejarle alternativa en ese momento. ¿Pero era él realmente el Dragón Renacido? Si se precipitaba para tocar de verdad Callandor, en estado de vigilia, ¿chocaría su mano contra un invisible muro mientras Be’lal lo atacaba por la espalda?
Se enfrentó al Renegado con la espada que conocía, el arma de fuego forjada con el saidin. Y hubo de retroceder. La hoja caída dio respuesta a La seda rociada. El gato danza en la pared contrarrestó El jabalí baja corriendo la montaña. El río socava la orilla casi le supuso perder la cabeza, y lo obligó a echarse a un lado sin ningún donaire con la negra llama rozándole el pelo y a recobrar el equilibrio para hacer frente a La piedra rodando por la montaña. De forma metódica y deliberada, Be’lal lo iba acorralando en una espiral que paso a paso lo acercaba a Callandor.
Entre las columnas resonaron gritos, alaridos y entrechocar de acero, pero Rand apenas lo escuchó. Él y Be’lal ya no se hallaban solos en el Corazón de la Ciudadela. Unos hombres acorazados con petos y yelmos de ancha ala luchaban con espadas contra borrosas formas que se precipitaban entre los pilares con cortas lanzas en ristre. Algunos de los soldados se pusieron en formación y una lluvia de flechas provenientes de la penumbra les acertó en la garganta y en la cara, desbaratando la hilera que acababan de formar. Rand casi no se percató del combate, ni siquiera cuando los hombres cayeron muertos a pocos pasos de él. Su propia lucha era demasiado desesperada y requería toda su concentración. Por el costado comenzó a manarle un tibio reguero. La antigua herida volvía a abrirse.
De improviso tropezó con un cadáver que no había visto y cayó de espaldas sobre la funda de la flauta y el suelo de piedra. Be’lal puso en alto su hoja de negro fuego, gruñendo.
—¡Cogedla! ¡Coged Callandor y defendeos! ¡Tomadla u os mataré! ¡Si no la tomáis, acabaré con vos!
—¡No!
Incluso Be’lal se sobresaltó ante el autoritario tono de aquella voz de mujer. El Renegado retrocedió fuera del alcance de la espada de Rand y volvió la cabeza hacia Moraine, que acudía con paso decidido entre la batalla, con la mirada fija en él, sin prestar atención a los gritos de agonía que sonaban a su alrededor.
—Pensaba que habíamos puesto fin a vuestra intromisión, mujer. Da igual. No sois más que una molestia, una insidiosa mosca, una hormiga roja. Os encarcelaré con las otras y os enseñaré a servir a la Sombra con vuestros insignificantes poderes. —Remató sus palabras con una desdeñosa carcajada y alzó la mano libre.
Moraine, que no había aminorado el paso mientras hablaba, se encontraba a unos veinte metros de él cuando el Renegado movió la mano y ella levantó, asimismo, la diestra y la siniestra.
En el rostro del Renegado se manifestó un instante la sorpresa y aún tuvo tiempo de chillar «¡No!». Después, de las manos de la Aes Sedai brotó una barra de blanco fuego más abrasadora que el sol, una ardiente franja que dispersó todas las sombras y ante la cual Be’lal se transformó en una masa de incandescentes motas que se agitaron en la luz por espacio de un segundo, de partículas que se consumieron antes de que se hubiera apagado el eco de su grito.