Ninguna de ellas, sin embargo, le prestaba plenamente atención. Se pusieron a zarandear a Egwene como si no estuviera cubierta de más magulladuras de las que había visto él en toda su vida. Egwene pestañeó y emitió un gruñido.
—¿Por qué me habéis despertado? Debo comprenderlo. Si pierdo el control de sus ataduras, despertará y no volveré a atraparla. Pero si no lo hago, no podrá dormirse completamente y… —Sus ojos se posaron, desorbitados, en él—. Matrim Cauthon, ¿qué diablos estás haciendo aquí?
—Explícaselo tú —indicó a Nynaeve—. Yo estoy demasiado ocupado rescatándoos como para cuidar mi vocabul… —Las tres fijaban al fondo, más allá de él, miradas tan encarnizadas como si lamentaran no tener cuchillos en las manos.
Se giró y no vio más que a Juilin Sandar, que tenía una mueca como si se hubiera tragado entera una ciruela podrida.
—Tienen motivos —dijo a Mat—. Yo… las traicioné. Pero tuve que hacerlo. —Aquello último iba destinado a las mujeres—. La que lleva todas esas trenzas de color de miel me habló y… no tuve otro remedio. —Las tres mantuvieron la vista clavada en él durante un largo momento.
—Liandrin se vale de viles artimañas, maese Sandar —admitió por fin Nynaeve—. Quizá no seáis enteramente responsable de lo ocurrido. Más tarde distribuiremos las culpas.
—Si todo ha quedado claro —las apuró Mat—, ¿podemos irnos de una vez? —Para él estaba tan poco claro como el barro, pero no le interesaba descifrarlo, sino marcharse de inmediato.
Las tres mujeres salieron cojeando tras él al corredor y se detuvieron en torno a la Aes Sedai del banco. Ésta puso los ojos en blanco, lanzando un gemido.
—Por favor. Volveré a la senda de la Luz. Juraré obedeceros a vosotras. Con la Vara Juratoria en las manos. Os lo ruego, no…
Mat se sobresaltó al ver que Nynaeve retrocedía de improviso y le asestaba un violento puñetazo que la tiró del banco. La mujer quedó tendida, con los ojos completamente cerrados por fin, pero incluso en el suelo, de costado, conservaba exactamente la misma postura que sentada.
—Se ha desbaratado —anunció animadamente Elayne.
Egwene rebuscó en el bolsillo de la mujer desmayada y transfirió al suyo algo que Mat no alcanzó a distinguir.
—Sí. Es magnífico. Se ha producido una transformación en ella cuando la has golpeado, Nynaeve. No sé bien qué es, pero lo he notado.
—Yo también —corroboró Elayne.
—Me gustaría transformarla de pies a cabeza —declaró Nynaeve con ferocidad.
Tomó la cabeza de Egwene entre las manos, y ésta se puso, jadeante, de puntillas. Cuando Nynaeve retiró las manos para aplicarlas sobre Elayne, Egwene estaba libre de contusiones y morados. Los de Elayne se difuminaron con igual rapidez.
—¡Rayos y truenos! —gruñó Mat—. ¡Habráse visto pegar a una mujer que no hacía nada! ¡No creo que pudiera siquiera moverse!
Las tres se encararon a él, y él emitió un grito estrangulado con la impresión de que el aire que lo rodeaba se había convertido en espesa gelatina. Se elevó en el aire hasta que sus botas quedaron colgando a un metro del suelo. «¡Oh, maldita sea, el Poder! ¡Hace un momento temía que la Aes Sedai fuera a utilizarlo contra mí y ahora van y lo hacen estas condenadas mujeres que he venido a rescatar! ¡Por todos los demonios!»
—No entiendes absolutamente nada, Matrim Cauthon —lo reprendió Egwene.
—Hasta que lo comprendas —agregó, con tono aún más severo, Nynaeve—, te sugiero que guardes tus opiniones para ti solo.
Elayne se contentó con asestarle una airada mirada que le recordó a su madre cuando se iba a cortar una vara para castigarlo.
Sin proponérselo, les dirigió la misma sonrisa que tantas veces había impulsado a su madre a azotarlo. «¡Diantre, si pueden hacer esto, no veo cómo ha podido encerrarlas nadie en esta celda!»
—Lo que sí entiendo es que os he librado de un sitio del que vosotras no conseguíais salir, y vosotras demostráis tanta gratitud como un maldito habitante del Embarcadero de Taren aquejado además de dolor de muelas.
—Tienes razón —concedió Nynaeve. Sus botas chocaron súbitamente en el suelo con tanta violencia que le castañetearon los dientes. Con todo, había recobrado la capacidad de movimientos—. Por más que me duela reconocerlo, Mat, tienes razón.
Reprimió la tentación de responderle con algún sarcasmo, reconociendo la disculpa tácita en su voz.
—¿Podemos irnos ya? Sandar cree que, aprovechando los combates, podremos haceros salir por una puertecilla que hay cerca del río.
—Yo no voy a marcharme todavía, Mat —afirmó Nynaeve.
—Yo me propongo encontrar a Liandrin y despellejarla —anunció tan fieramente Egwene como si se lo propusiera en serio.
—Yo sólo quiero —agregó Elayne— aporrear a Joiya Byir hasta que chille, pero me conformaré con cualquiera de ellas.
—¿Acaso estáis sordas? —gruñó—. Allá arriba se está librando una batalla. He venido a rescataros y pienso hacerlo. —Egwene le dio una palmada en la mejilla al pasar a su lado y lo mismo hizo Elayne. Nynaeve se limitó a emitir un resoplido. Miró boquiabierto cómo se alejaban—. ¿Por qué no habéis dicho nada? —reprochó al husmeador.
—Ya he visto lo que has ganado tú hablando —adujo simplemente Sandar—. No soy ningún necio.
—¡Pues yo no voy a quedarme en medio de una batalla! —gritó a las mujeres, que estaban desapareciendo por la pequeña puerta de barrotes—. Me marcho, ¿lo oís? —Ni siquiera volvieron la cabeza. «¡Probablemente van en busca de la muerte! ¡Alguien les clavará una espada mientras estén distraídas!» Apretando las mandíbulas, se colocó la barra al hombro y se puso en marcha tras ellas—. ¿Vais a quedaros ahí plantado? —llamó al husmeador—. ¡No me he tomado tantas molestias para dejar que mueran ahora!
Sandar le dio alcance en la sala de los instrumentos de tortura. Las tres mujeres se habían ido ya, pero Mat tenía la sensación de que no sería difícil localizarlas. «¡Bastará con encontrar hombres flotando en el aire! ¡Condenadas mujeres!» Apretó el paso y prosiguió al trote.
Perrin recorría con furia los pasadizos de la Ciudadela, en busca de un indicio del paradero de Faile. La había liberado dos veces más, una sacándola de una jaula de hierro, muy similar a aquella donde habían encerrado al Aiel en Remen, y otra abriendo un cofre de acero con un halcón en relieve en un costado. En ambas ocasiones ella se había disipado tras pronunciar su nombre. Saltador trotaba a su lado, olisqueando el aire. Por más aguzado que fuera el olfato de Perrin, el lobo percibía mejor los olores; había sido Saltador quien había hallado la pista del cofre.
Perrin empezaba a desesperar de poder rescatarla realmente. Tenía la impresión de que había pasado mucho rato sin localizar su rastro. Los corredores de la Ciudadela, donde ardían las lámparas y se exhibían tapices y armas en las paredes, estaban solitarios y nada se movía a excepción de él mismo y Saltador. «Aunque me ha parecido que ése era Rand». Había advertido tan sólo un atisbo de un hombre que corría como si persiguiera a alguien. «No podía ser él. No es posible, pero creo que lo era».
Saltador avivó de repente el paso, encaminándose a otra elevada puerta de doble hoja, en aquel caso revestida de bronce. Perrin intentó ajustarse a su marcha, tropezó y cayó de hinojos, extendiendo una mano para no desplomarse de bruces. La flojedad se había apoderado de él como si se le hubieran licuado los músculos. Aun después de recobrarse, sus fuerzas no eran las mismas de antes y le costó ponerse en pie. Saltador se giró hacia él.
Tu presencia es demasiado íntegra aquí, Joven Toro. La carne se debilita. No pones suficiente empeño en aferrarte a ella. Pronto la carne y el sueño perecerán a la vez.
—Búscala —replicó Perrin—. Es cuanto te pido: que encuentres a Faile.