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—¡Me enseñaron a pelear, viejo! Y me enseñaron muy bien. Pero ¿acaso tu comandante te ha enseñado a morir?

Entonces Dhamon apremió a su oponente, alzando la espada a la izquierda y luego inclinándola hacia abajo, en dirección al pecho del caballero. Éste levantó el escudo, tal como Dhamon había previsto, pero lo hizo con inusitada rapidez, atajando no sólo el primer golpe, sino también el segundo, una mortífera estocada al estómago.

El maduro caballero aceleró sus movimientos, avanzando hacia Dhamon y usando el escudo para detener una sucesión de frenéticos golpes. Sus ataques ya no eran torpes. Se movía como un relámpago, amagando, chocando y volviendo a amagar.

Demasiado tarde Dhamon comprendió que era el Caballero de Solamnia quien había estado jugando con él, estudiando sus puntos débiles. Ahora el joven Caballero de Takhisis concentró todas sus fuerzas en esquivar la danzarina espada de su adversario. Su cara se empapó de sudor y, por primera vez en su vida, perdió la confianza en sí mismo. Comenzó a preocuparse seriamente.

Se cansaría. A medida que la pelea se prolongaba, Dhamon se decía que el viejo tenía que cansarse tarde o temprano. «Tiene tres veces mi edad, y no podrá mantener este ritmo. Busca un momento de debilidad. Búscalo.»

—¡No! —gritó Dhamon al sentir que la espada del Caballero de Solamnia se hundía entre sus costillas y la sangre comenzaba a manar.

El joven Caballero de Takhisis cayó de rodillas mientras el hombre maduro recuperaba su espada. Entonces las rodillas y los muslos de Dhamon se negaron a sostener su peso, y el joven tuvo la impresión de que el suelo subía a su encuentro. Cayó de bruces y el aire abandonó sus pulmones. Sintió el sabor de la sangre en la boca. Se moría. El caballero lo hizo rodar, dejándolo boca arriba, y lo miró. En sus vidriosos ojos no había odio, sino compasión.

—¡Acaba conmigo! —pidió Dhamon.

«Acaba conmigo —rezó a Takhisis, la Reina Oscura, la ausente y amada diosa—. Concédeme una muerte rápida. No me dejes agonizar delante del enemigo.»

Pero la muerte rápida no llegó. El maduro caballero se inclinó, cargó a Dhamon sobre su hombro y recogió la espada del joven. El Caballero de Takhisis sintió frío, mucho frío. Era un día de verano, y había estado sudando a causa de la pelea. Pero ahora sus miembros parecían de plomo y se estaba congelando; el calor volaba de su cuerpo mientras la sangre continuaba manando de la herida. La oscuridad lo envolvió cuando continuaba rogando por la bendición de la muerte.

Dhamon tenía mucho frío y, para su sorpresa, se sentía vivo. Abrió los ojos y respiró hondo. Un par de enormes ojos de color verde esmeralda ocupaban prácticamente todo su campo de visión.

—Por fin despiertas. Temía que durmieras eternamente y tuviera que enterrarte o arrojar tu cadáver a los peces.

La voz pertenecía al propietario de los ojos: una bestia gigantesca con una cara casi equina, cubierta de escamas de bronce del tamaño de monedas, y profundos surcos en los carrillos. Flotaba a pocos centímetros por encima de Dhamon. Los ojos esmeralda, separados y ribeteados por escamas diminutas y aparentemente idénticas, parpadearon varias veces y parecieron ablandarse, adquiriendo una tonalidad más clara de verde.

Dhamon notó que la cabeza estaba unida a un largo cuello serpentino. El vientre de la criatura, que Dhamon podía estudiar fácilmente desde su posición supina, estaba cubierto de placas horizontales de color bronce que brillaban bajo la luz mortecina. Su larga cola se agitaba perezosamente de delante atrás y estaba coronada por una cresta espinosa que llegaba hasta la punta. Una cresta similar discurría por el centro de la grupa del dragón.

La hembra de Bronce abrió las alas y se elevó unos metros para permitir que Dhamon se sentara. El joven estudió su entorno: una inmensa cueva con lisos muros grises y suelo plano, casi resbaladizo. En lo alto, un cúmulo de líquenes luminosos irradiaban un tenue resplandor. A su lado había una escama de dragón invertida, que recordaba a un cuenco grande con forma de concha. Estaba lleno de agua. Dhamon se lamió los labios. No estaban agrietados y él no tenía mucha sed. El dragón debía de habérselas apañado para darle de beber. Pero le latía la cabeza y le dolía el estómago. Tenía un hambre voraz.

El frío comenzaba a abandonarlo, aunque no del todo. Estaba desnudo y el aire que se agitaba casi imperceptiblemente a su alrededor —el aliento del dragón— era fresco y húmedo. Lo asaltó un súbito sentimiento de pudor y buscó con la vista algo con lo que cubrirse. Supuso que llevaba bastante tiempo allí. Sus músculos estaban entumecidos y tuvo la impresión de que había adelgazado. Sintió otra punzada de hambre.

—¿Quién eres? —preguntó Dhamon.

Tenía la voz ronca y la lengua ligeramente hinchada. Ahuecó una mano y la sumergió en el agua. Estaba fresca, y fue como un bálsamo en su garganta.

—Puedes llamarme Centella —respondió la hembra de Bronce—. Mi verdadero nombre es demasiado complicado para tu lengua.

—Me has salvado la vida. —Era una afirmación. Dhamon estaba convencido de que el dragón lo había rescatado del lago.

—Te vi luchar contra el Azul. —El dragón estudió el semblante de Dhamon—. Yo era un pez en el agua, pues tengo el don de cambiar de forma a voluntad. Entonces no intervine. No era mi lucha y ambos erais desconocidos para mí. Pero cuando todo terminó, y cuando caíste en mi territorio, observé cómo luchabas para salir a la superficie en busca de aire. Vi cómo tu sangre se filtraba en mis aguas, así que te hundí y te traje aquí. No me importa que el dragón haya muerto; de hecho, lo deseaba, pues los Azules son criaturas perversas. Pero tú parecías valiente y merecías vivir.

—¿Esta cueva está debajo del lago?

—Sí. Es una guarida segura —prosiguió Centella—. Fuera de la vista de los señores supremos y de los habitantes de Krynn, que ahora parecen temer a los dragones.

Dhamon se palpó el pecho y las piernas, donde lo habían herido las filosas escamas de Ciclón. No tenía cicatrices; sólo algunos puntos doloridos. Las palmas de sus manos también se habían curado. Se tocó la barbilla, donde había crecido una barba corta y despareja. Sus dedos se enredaron en el pelo, que estaba algo más largo de lo que recordaba y mucho más enmarañado. Volvió a mirar al dragón.

—Te he quitado la ropa y te he curado —explicó Centella—. También tengo ese don. Pero algunas de tus heridas eran muy profundas y tardaron en cicatrizar.

—¿Cuánto tiempo...?

—Has dormido durante un mes o más, según los cómputos humanos del tiempo. Conseguí hacerte comer algo, pero supongo que estarás hambriento, ¿verdad? —Dhamon asintió con un gesto—. Regresaré con comida.

El dragón desapareció en las oscuras sombras de la cueva, y Dhamon oyó un chapoteo. Se sujetó a una de las paredes de la cueva y se puso en pie.

—Un mes —murmuró—. Feril debe de creer que he muerto.

Se obligó a andar, aunque se sentía ligeramente mareado. Sus piernas protestaron, pero Dhamon se esforzó porque quería explorar la cueva. A su derecha, el suelo descendía en una cuesta y la cueva se estrechaba en un pasadizo. Le pareció demasiado estrecho para un dragón, aunque no para uno capaz de convertirse en pez o, probablemente, en cualquier otra criatura. La oscuridad lo envolvió, pero siguió andando por el pasadizo hasta que éste se hizo más ancho y claro. Líquenes luminosos cubrían el techo de una cámara llena de piezas de acero, piedras preciosas, joyas, armas, escudos, vasijas, candelabros de oro y muchos tesoros más.

«De modo que mi salvadora es rica», pensó Dhamon. Aunque no era de extrañar; se decía que todos los dragones atesoraban grandes riquezas.