—Ahora que lo dices...
Delante de ellos, una oscura figura surgió de entre la niebla, cerrándoles el paso. Era un bulto negro, brillante e inmóvil.
—Es el centinela —explicó el elfo señalando a la oscura criatura—. Estamos muy cerca de la tumba.
Groller se abrió paso entre los aventureros y avanzó para contemplar la estatua de obsidiana, que medía casi tres metros de altura. Luego se volvió hacia Ulin y le hizo una seña para que se acercara. El semiogro señaló varias veces sus propios ojos y los del centinela.
—Se parece a tu padre —observó Gilthanas.
Ulin se acercó a Groller, que estaba de pie frente a la estatua.
—¿A mi padre? ¿Por qué?
—Vemos a Palin Majere porque hemos venido aquí con buenas intenciones. Puesto que no traemos maldad a este lugar, vemos a este centinela como un amigo, un ser querido, y podemos pasar sin dificultad.
—¿A este centinela?
—Hay otros; la tumba está rodeada de estatuas. Pero ya está bien de buscar parecidos. Cojamos lo que hemos venido a buscar.
El grupo volvió a formar en fila y pasó a una distancia prudencial de la estatua. Pero esa distancia no era suficiente para todos. El miedo se apoderó de los Caballeros de Takhisis, que no pudieron pasar junto a la estatua y chocaron con Fiona y Furia.
El lobo les mordió los tobillos para obligarlos a avanzar. Fiona les sugirió que se cubrieran los ojos, pero las manos se separaban inexorablemente de la cara. No podían desviar la vista ni dejar de contemplar la estatua del centinela con una mezcla de terror y fascinación. Eran incapaces de moverse, como si ellos también se hubieran convertido en estatuas.
Enfadado, Groller retrocedió hasta los caballeros. Cogió a uno tras otro en andas y los llevó más allá de la estatua. El cuerpo de los caballeros estaba rígido, pero ambos volvieron la cabeza para continuar mirando al centinela.
Ninguno vio a la figura que volaba sobre sus cabezas, el dragón que ensombreció brevemente la nieve con sus brillantes alas blancas. La criatura estiró el cuello para ver mejor a los diminutos seres y luego comenzó a volar en círculos.
El grupo se congregó frente a la tumba. El pequeño edificio rectangular reposaba sobre un base octogonal salpicada de montículos de nieve. Gran parte de la estructura de obsidiana estaba cubierta de nieve y hielo, pero las avalanchas habían limpiado las paredes, en las que se veían porciones de la lustrosa piedra negra.
—Por aquí tiene que estar la escalera —dijo Gilthanas.
El qualinesti subió a la base cubierta de nieve y enfiló hacia las brillantes puertas de bronce. Al llegar a lo alto de la plataforma vio una rendija entre las dos puertas cubiertas de hielo, que se abrieron silenciosamente.
Gilthanas se volvió para sonreír al grupo de aventureros y de inmediato entró en la tumba. Ulin, Groller, Fiona y los Caballeros de Takhisis permanecieron inmóviles, como si estuvieran hechizados. Furia, sin embargo, percibió el calor que salía de la tumba y siguió a Gilthanas. Al otro lado del portal se sacudió, y dejó el suelo de mármol cubierto con una capa de nieve que al punto se derritió en docenas de pequeños charcos. El lobo miró hacia atrás, como si llamara al resto del grupo, y desapareció en el interior del edificio.
Dentro ardían antorchas que no producían humo; su flameante resplandor amarillo danzaba sobre las brillantes superficies negras. En la estancia sólo había unos cuantos bancos contra las paredes, una plataforma de obsidiana sobre la cual reposaba un sarcófago vacío y un altar en el fondo.
—Estos objetos pertenecían a Huma —dijo Gilthanas señalando la espada y el escudo que estaban junto al ataúd.
Tras permanecer unos instantes inmóvil y callado, caminó rápidamente hacia el altar de piedra. Los demás lo siguieron.
—La Orden de la Espada... la Corona... y la Rosa —observó Fiona señalando las tallas sobre la superficie del altar, pero enseguida retiró la mano, como si temiera tocarlo.
Gilthanas se acuclilló.
—Aquí abajo —indicó.
Debajo del altar había una placa grande de hierro. Estaba a ras del suelo, de modo que sólo podía levantarse tirando de una argolla. Gilthanas levantó la placa y la dejó a un costado.
—Después de ti —dijo a Ulin.
El joven mago miró con desconfianza el agujero negro que había debajo.
—¿Has olvidado mencionar algún otro detalle?
Gilthanas rió y señaló la abertura:
—Es el camino hacia la Montaña del Dragón. Para llegar allí, tenemos que bajar por este túnel del viento que conduce al interior de la montaña.
El elfo hizo un gesto a Groller y señaló el agujero. El semiogro parpadeó despacio y repitió los ademanes, pero señalando a Gilthanas.
—Sí, yo también —dijo el elfo con un gesto afirmativo.
—Yo primera —dijo Fiona adelantándose a los demás. Se sentó en el borde del agujero, con las delgadas piernas en el oscuro vacío—. Siento que el aire se mueve, como si un viento cálido tirara de mí hacia abajo.
Furia se echó a su lado, pero se incorporó de un salto al ver que la joven comenzaba a deslizarse por el agujero.
—Aquí dentro hay asideros —retumbó una voz desde el interior del túnel—. Me ayudarán a bajar...
Su voz se perdió en una súbita racha de viento que hizo que todos se asomaran a la abertura.
—Ya debe de estar en el interior de la Montaña del Dragón —anunció Gilthanas—. Es así de rápido.
Furia metió el hocico en el agujero y aulló. Sus patas resbalaron en el suelo de obsidiana mientras se preparaba para saltar, pero al último momento titubeó y retrocedió unos centímetros. Groller se acercó al lobo y le acarició el bonito pelaje rojo. El lobo saltó repentinamente y desapareció en silencio en la oscuridad del túnel.
Uno tras otro, los demás aventureros descendieron por el túnel y se dejaron arrastrar por las poderosas ráfagas de aire hacia el interior de la Montaña del Dragón. Al fin llegaron a una luminosa cámara y subieron por una escalera de caracol que los condujo a la Sala de las Lanzas.
Muchas de las lanzas estaban decoradas con resplandecientes empuñaduras de oro o plata. Algunas eran tan parecidas a la de Rig, que el elfo sospechó que habían sido fabricadas por el mismo artesano. Unas lucían intrincadas tallas en la madera, pero otras eran sencillas; armas puramente funcionales que destacaban entre las demás por su orgullosa simplicidad.
—¿Cuál es la de Huma? —preguntó Ulin.
—Creo que tardaremos un buen rato en averiguarlo —respondió Gilthanas—. A menos que nuestros amigos sepan algo que nosotros no sabemos. —El qualinesti miró a los Caballeros de Takhisis, pero ninguno de los dos dijo nada—. Bien, tranquilicémonos. Ya hemos llegado a nuestro destino y yo me alegro mucho de estar en un sitio cálido. Me gustaría recuperar el sueño perdido. —Caminó unos pasos por el pasillo, subrayó sus intenciones con un bostezo y arrojó su capa de piel en el suelo—. Éste es un buen lugar —añadió mientras se tendía sobre la capa—. No pienso ponerme a inspeccionar las lanzas hasta que haya inspeccionado el interior de mis párpados durante unas horas.
Fiona se sentó a la entrada de la sala y paseó la mirada por las innumerables filas de armas. Ulin siguió su mirada y tragó saliva. Puso sus pieles en el suelo formando un improvisado lecho. Encontrar la lanza de Huma entre tantas otras era una tarea casi imposible, pero haría todo lo posible. Respiró hondo y disfrutó de la novedad del aire cálido sobre su cara y sus manos.
—Calor —dijo para sí—. Ya recuerdo cómo era.
17
Una extraña malevolencia
De los cavernosos ollares de la Roja salían remolinos de humo que se mezclaban con los vahos de los volcanes que rodeaban la planicie. El calor ascendía desde los cráteres y los riachuelos de lava que los bordeaban. El aire era sofocante, como le gustaba al dragón, y se hallaba impregnado de un agradable aroma a azufre. Y la tierra sobre la cual descansaba estaba marchita y estéril, como la prefería ella.