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Aunque allí no había ni sol ni luna, la niebla gris irradiaba un tenue resplandor. El pelo de la sacerdotisa brilló bajo esa luz, y sus ojos resplandecieron mientras sus labios esbozaban una sonrisa.

Goldmoon, que tenía el mismo aspecto que el día en que se habían conocido, miró con arrobación la apuesta figura masculina.

Riverwind se encontraba frente a ella, con la piel bronceada, el cabello negro como el azabache, los ojos penetrantes y llenos de pacífica dicha. Estaba exactamente igual que en su primera cita, que, aunque parecía haber sido ayer, había sucedido mucho tiempo antes. Él tendió una mano y le acarició la tersa piel de la cara.

—Marido —se limitó a decir ella.

—Te esperaba —respondió Riverwind.