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Hacía una semana o dos, Crofton había ganado una casa jugando a las cartas. Stokeley Manor, en Cambridgeshire. Y para celebrarlo iba a dar una fiesta. Una orgía para ser más precisos. Tris había recibido su presuntuosa invitación, y a menos que estuviese equivocado, el evento tendría lugar la noche siguiente. Por lo tanto, Crofton iba de camino hacia esa mansión y no tenía sentido que llevase con él a una hermana o a una dama respetable. A menos que no fuese lo que parecía, la madona iluminada por la luna tenía que ser una prostituta de alta categoría. No todas eran unas fulanas, y algunas utilizaban su porte de dama como parte de su atractivo comercial. Sin embargo, la experiencia y el instinto le decían que no era tal cosa, y había una manera de ponerla a prueba.

Le Corbeau era un tonto, un romántico salteador de caminos que a veces se ofrecía a devolver el botín a cambio de un beso. Se podía aprender mucho de la forma en la que una mujer besa. Tris le sonrió:

– Desgraciadamente mis beneficios han caído en el barro. Ma belle, debo pedigos que los recoja pog mí.

Pensó que se negaría. Con la luz de la luna no podía ver el color de su rostro, pero sabía que tenía las mejillas enrojecidas de rabia, y la ira hizo que apretase los labios confirmando sus temores. Era esa clase de enfado distante y de superioridad moral que una puta nunca hubiese mostrado.

– ¡Hazlo! -le espetó Crofton- y deshagámonos de este canalla.

Al escucharlo se estremeció, pero nuevamente se sometió, fue hacia donde estaban los pendientes y el dinero, y se agachó para recogerlos. Tampoco caminaba como una puta.

A Tris esto no le gustaba nada. Había oído decir que Crofton era aficionado a crueles entretenimientos, como el de mancillar a vírgenes, y mientras más inalcanzables, mejor. ¿Habría encontrado la manera de obligar a una joven virgen de buena familia a que fuese la pieza principal de su celebración?

La mujer se enderezó y se acercó al caballo llevando el dinero y las joyas. Él miró sus ojos fijos y despectivos. ¿Quién diablos se creía que era? ¿Juana de Arco? Iba de camino a una orgía con Crofton y debería mostrarse más prudente si buscaba ayuda, en vez de tratar como una babosa a un posible salvador. César avanzó un paso, la mujer se estremeció y retrocedió. Su hierática postura se rompió por un momento. ¿Tenía miedo de los caballos? Sin embargo, cuando sus labios estaban relajados mostraban un arco completo de lo más tentador. Realmente besarla no sería ningún sacrificio.

Recordó que debía controlar a Crofton. ¡Qué estúpido, se había distraído! Parecía que el hombre simplemente se divertía observando. Una mala señal. Tris hizo que César diera otro paso adelante y ella retrocedió de nuevo.

– Si se sigue alejando, cherie, vamos a estag así toda la noche.

Una vez más ella contrajo los labios:

– Mejor, así vendrá alguien y lo detendrá.

– No hay tiempo, el dinego…

Levantó el mentón, y sosteniendo el dinero y los pendientes en alto, se acercó lo justo. El contraste entre sus bravatas y su evidente miedo a César le tocó el corazón. Tris agarró el botín y ella rápidamente se volvió a alejar. Separó los billetes en dos fajos y tiró uno de ellos al suelo.

– Yo no le mendigo a nadie.

Crofton se rió.

– Esa cantidad no me va a arruinar, granuja. Hemos acabado ¿no? Tris volvió a mirar a la mujer.

– Le devolvegué el resto y sus pendientes a cambio de un beso, cherie.

Ella dio otro paso atrás, pero Crofton la empujó hacia adelante. -Vamos, Cherry, bésalo. Te dejo que te quedes con el dinero si lo besas.

Tris vio su enfado y cómo respiraba hondo. Tenía la sensación de que había fuego detrás de sus ojos, pero una vez más no protestó. ¿Qué tipo de poder tenía Crofton sobre ella?

– ¿Bien? -le preguntó.

– Si no tengo más remedio -le contestó con tanta frialdad que sintió un escalofrío.

Tris contuvo una sonrisa, pues le gustaba su actitud. Le extendió la mano enguantada:

– No puedo correr el riesgo de desmontar, cherie, así que debe ser usted quien suba.

– ¿Al caballo? -preguntó con pánico.

– Sí, al caballo.

Cressida Mandeville miró fijamente a ese loco disfrazado en su enorme caballo, a sabiendas de que finalmente había llegado al punto que ya no aguantaba más. Tenía que hacer frente a un repugnante trato con lord Crofton, que consistía en ser su amante durante una semana, y ya había soportado que la manoseara en el carruaje sin vomitar, pero ni por todo el oro del mundo se montaría en un caballo.

– Quédese con el dinero -le respondió.

– Bésalo -le gruñó Crofton.

Desconcertada, no reaccionó a tiempo cuando el bandido enfundó su pistola, adelantó su caballo y se inclinó para agarrarla y subirla en la silla delante de él. Ella se contuvo las ganas de gritar, pues no podía mostrarle su miedo. Pero cuando aterrizó sobre el caballo y lo sintió debajo de ella se aferró a la chaqueta de su enemigo, apretó los ojos y rezó.

– Así, así, petite. Le aseguro que no se está tan mal aquí.

Su voz burlona le tocó el orgullo, pero de hecho, ahora que estaba encima del caballo, no le parecía tan mal; siempre y cuando pudiese aferrarse al fornido cuerpo de ese ladrón. Se obligó a abrir los ojos y lo único que pudo ver fue su ropa oscura. Tenía la cabeza enterrada en la cálida lana, que para su sorpresa olía a ropa limpia y especias. Sándalo. Desde luego era un cuervo extraño.

Una vez abandonado su orgullo, Cressida se soltó y logró enderezar la espalda para ver qué estaba haciendo Crofton. Nada, ya que había otro salteador de caminos con dos pistolas cubriendo el área: el cuervo no era descuidado. De todas formas Crofton no pensaba interferir; más bien parecía divertido con la situación.

Cressida recordó haber asistido hacía unos meses en Londres a la representación de una obra de teatro sobre este bandido salteador de caminos. Al final era el héroe. Por supuesto, la realidad era muy diferente. De todas formas, si tuviese que elegir entre los dos hombres…

El bandolero había retrocedido para hacerle sitio en la montura, donde la había sentado de lado. Aún así, estaba pegada contra su cuerpo. Él se reía entre dientes y ella lo notaba.

¡Júpiter! Estaba aferrada a él de una manera muy íntima, con el trasero justo entre sus muslos y con una pierna por encima de uno de ellos. Sintió, de manera insólita, los movimientos de sus piernas que hacían que el caballo retrocediese y se bambolease debajo suyo. Pero se volvió a agarrar a éclass="underline"

– ¿Qué está haciendo? -le dijo casi chillando.

– Poniendo algo más de distancia entge nosotros y su acompañante tan galante, cherie -le dijo con sarcasmo-. Si tengo que dagle la debida atención, no quiego que él esté tan cegca.

Ella tenía la vista fija en su chaqueta y no en el mundo que se movía a su alrededor.

– Usted es un ladrón y no tiene autoridad para hablar con desprecio de él.

– Lo defiende con mucho agdog…

Al mirar se fijó que ya estaban casi entre los árboles, a más de cinco metros del coche.

– ¡Deténgase!

– ¡Qué impetuosa! Adogo a las mujegues mandonas.

Pronunciaba la letra «r» con un deje francés que le hacía sentir escalofríos. No podía hacerlo ¡no podía besar a ese hombre! Tenía que hacer algo para escapar, pero ¿qué?

Le Corbeau había enfundado su pistola para poder controlarla. Si hubiese sido una verdadera heroína, ¿no hubiese aprovechado la oportunidad? ¿Y hacer qué? ¿Pegarle? Seguro que no era la solución; él la aplastaría como a una mosca.

¿Y de qué se iba a salvar a sí misma? De un beso, sólo de un beso. Algo tan simple comparado con el destino que había aceptado para sí misma. En Londres todo el mundo hablaba de Le Corbeau, e incluso algunas señoras iban de arriba abajo por estos caminos con la esperanza de encontrarse con el beso de este sinvergüenza.