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Se detuvieron y oyó un clic, ¿sería un pestillo?

Sí, la puerta no chirrió, pero al abrirse hizo un ligero sonido. Entonces la hicieron entrar. El aire no se movía y parecía viciado. Olía a betún y a un tenue recuerdo de una comida. Escuchó el regular tictac de un gran reloj y el sonido de las botas sobre un suelo de madera.

Volvió a sentir miedo. No quería estar en una casa, y menos aún en aquélla.

– Por favor…

– Silencio, si hace ruido la amordazo. Voy a llevarla a mi habitación…

El otro hombre debía estar todavía allí. ¿Eso significaba que estaba más segura o en mayor peligro?

Le Corbeau giró sobre sus talones y la llevó al piso de arriba, a su habitación. A su dormitorio. Cressida rezaba. Con Crofton habría sido repugnante, pero hubiese sido elección suya, para conseguir un objetivo. ¿Iba acaso a perder su virtud por el capricho de un ladrón?

Se abrió otra puerta. Sintió que bajo las botas de él había una alfombra. Un fuerte olor a sándalo. Era éste su dormitorio. Fue depositada en algo suave. En su cama.

CAPITULO 2

El corazón de Cressida había estado acelerado mucho tiempo, pero ahora estaba paralizado en una profunda y sorda inquietud a la espera de lo peor. En ese momento sólo oía los latidos de su corazón como si estuviese sola, pero su más instinto más profundo le decía que él estaba allí. Se hizo un silencio más aterrador que un grito. Como si pudiese detectarlo, giró la cabeza en su dirección. Entonces el bandolero le dijo:

– Nadie va a hacerle daño. Por favor, créame. Extrañamente lo hizo y su corazón alterado comenzó a latir más lento.

– Tengo cosas que hacer, y aunque no me guste, debo dejarla atada por un rato. Nadie le hará daño. -Y acercándose a ella continuó-: Pero debo atarla mejor.

– ¡No!

Él no le hizo caso, la levantó y la ató con algo a la altura de los codos. Luego mientras se alejaba, oyó sus botas sobre la alfombra, y cómo se abría y cerraba la puerta.

Ahora estaba sola. No sabía si agradecerlo o desahogar su rabia. Ese sinvergüenza la había arrebatado de donde estaba y de sus planes, y ahora la había abandonado allí, a la fuerza, y con los ojos vendados. Levantó sus manos para arrancarse la venda, y entonces se dio cuenta de por qué la había atado a la altura de los codos: así no podía elevarlas lo suficientemente alto. Movió la cabeza sobre la almohada, pero tampoco pudo quitarse la venda. Abandonó porque tenía la tela atada a la parte de atrás del turbante que iba sujeto a la cabeza con unas orquillas que se le clavaban y le daban tirones con cada movimiento.

– ¡Que te cuelguen! -dijo entre murmullos al ausente villano, una frase muy útil que había copiado a Shakespeare.

Con suerte lo atraparían y terminaría en Tyburn bailando en la horca. Pero por alguna razón, esa imagen no le satisfacía particularmente. Pensó que hasta ahora no había hecho nada por lo que mereciera la muerte, y si la mantenía con los ojos vendados sería por alguna razón: ¿si no veía nada, no tendría que matarla?

Era una cálida noche de verano, pero un escalofrío le recorrió el cuerpo, mientras las lágrimas se le deslizaban por debajo de la venda.

Tris bajó corriendo las escaleras. Caradoc Lyne lo esperaba en el salón tomándose un coñac. Cary era un fornido Adonis rubio que compartía con Tris su actitud despreocupada y traviesa, pero ahora no estaba de acuerdo con él.

– No podía dejarla ir con Crofton -le dijo Tris.

– Estoy de acuerdo, pero ¿por qué atarla?

Tris cogió la botella y se sirvió un coñac de contrabando. Había sido su recompensa por otra correría mucho más sencilla que ésa.

– ¿Debo dejarla libre para que vague por la casa o se largue corriendo?

– Podrías explicarle… -empezó a decir Cary, pero haciendo un gesto contrariado añadió-: Aunque supongo que no.

– Exactamente. Ella se queda. Nosotros todavía tenemos que asaltar un carruaje más.

– Habías dicho que ya no lo harías más.

– Teniendo en cuenta la situación no tendría que ser así, pero es muy improbable que el madito Crofton vaya a poner una denuncia al magistrado más cercano. -Tris apuró la copa-. ¡Vámonos!

– Mierda. Si tenemos que hacerlo de nuevo, ¿puedo ser yo el que asalte el coche?

– No, yo tengo ese derecho gracias a mi rango.

– Aguafiestas.

Ambos salieron de la sala debatiendo sobre quién se merecía ese honor y se dirigieron a los establos a buscar caballos frescos.

– A mi me quedaría bien el disfraz de El Cuervo -sostuvo Cary.

– Pero ¿cuánto tiempo necesitaríamos para oscurecerte el cabello y pegarte esta maldita barba? -Le contestó Tris mientras tocaba la suya y comprobaba que todavía le colgaba un trozo-. Arpía ingrata…

Volver a pegarla le tomaría demasiado tiempo para su escasa paciencia. Mientras su sufrido mozo de cuadra les preparaba los caballos de recambio, cogió un poco de un pegajoso emoliente y se pegó de nuevo los bordes. Después partieron nuevamente los tres a jugar a los bandidos.

Cressida finalmente se dio cuenta de la razón por la que su prisión le parecía tan sobrecogedora. No había reloj. Estaba acostumbrada a que siempre hubiera uno en su dormitorio. De vez en cuando oía un lejano repicar, dos cuartos, después la una en punto, pero en esa estancia sólo había silencio y su respiración nerviosa. ¿Qué iba a suceder cuando el hombre regresara?

Estaba preparada para exponerse a cosas terribles en ese viaje, pero no a eso. Había estado dispuesta a entregarse a Crofton, aunque tenía un plan para evitarlo, y ahora se había ido todo al cuerno por culpa del maldito Le Corbeau. Suponía que debería estar aterrorizada, pero parecía que su estado era más bien el de una moderada locura.

Desde que había llegado a Londres, les había escrito frecuentemente cartas a sus amigos de Matlock con entretenidos comentarios sobre sus observaciones acerca de la capital y sus gentes. ¡Qué lástima que no fuese posible escribir sobre esto! Le surgían ingeniosas frases en su mente relacionados con Le Corbeau y le haute volee, la sociedad de altos vuelos, los dandis, duques y las patronas del club Almack, ninguno de los cuales había advertido la llegada a Londres de la sencilla señorita Cressida Mandeville. ¡Ahora sí que lo harían, si ese escándalo se llegase a saber!

No estaba particularmente incómoda, pero se sentía furiosa por la manera en que esos hombres la habían tratado. Tenía las muñecas atadas con las ligas y sospechaba que le habían amarrado los tobillos con sus caras medias de seda.

Bribón de Nariz Colorada, era el apodo que había tomado de Shakespeare para su captor, con la esperanza de que, efectivamente, tuviese la nariz hinchada y roja de un borracho. Le parecía extraño que una persona pudiese sentirse frustrada, aburrida, asustada y furiosa al mismo tiempo. Volvió a pensar en su plan. Debía escapar de su captor, continuar hacia Stokeley Manor y completar su misión. Sin embargo, era muy tarde y apenas había dormido, asustada ante su inminente viaje, así que mientras daba vueltas a sus tormentosos planes, se quedó dormida.

Se despertó sobresaltada. ¿Estaba todo oscuro? No, era la venda y no una pesadilla. Era la realidad y él había regresado. La habían despertado unos ruidos más o menos lejanos de objetos que se movían. ¡Si tan sólo pudiera ver! Una tenue luz se filtraba por debajo de su venda y le indicaba que había una vela encendida. Había vuelto y ahora tenía tiempo de hacer cualquier cosa. Un escalofrío recorrió su cuerpo y los dientes le comenzaron a castañetear. Los apretó, pero no funcionó. Él la escucharía y… ¿qué iba a hacer?

Agua. Chapoteo. Se le hizo sorprendentemente clara una imagen de lo más cotidiana. Estaba vertiendo agua de una jarra en una palangana, y por los sonidos supo que se estaba lavando. Eso hizo que el terror se apaciguara dejándola confusa y sin fuerzas. Un vil violador podría querer lavarse antes de atacarla, aunque le parecía improbable. El sonido del agua le dio sed. Tenía la garganta tan seca y tirante que parecía que se iba a ahogar.