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– ¿Podría darme un vaso de agua? -consiguió decir.

Después de un cortante silencio le contestó:

– Pensé que estaba dormida. Espere un momento.

Se pasó la lengua por la boca para humedecerla mientras seguía atenta a todos los sonidos: el agua vertiéndose; de nuevo pasos acercándose. Sólo sintió un ligero estremecimiento cuando él le tocó el rostro.

– El agua -le dijo, para disipar su miedo. ¡Qué villano tan extraño!

No ofreció resistencia a que pasase su brazo por debajo de ella y la incorporase. Cuando sintió el vidrio frío apoyarse en sus labios los abrió. Él inclinó el vaso, y ella bendijo el agua que llenaba su boca. A medida que iba tragando, él le iba escanciando el agua en una extraña unión: sus manos y la boca interactuando con toda familiaridad. Pero de pronto se rompió la sincronía. Él fue demasiado rápido, o ella la ingirió demasiado lento y casi se ahoga.

– Lo siento -le dijo apartando el vaso.

Sintió cómo le limpiaba el agua de la barbilla, y volvió a sentir su olor característico. Ahora más fuerte porque se había lavado las manos con jabón de sándalo.

Jabón, caballo, cuero, hombre. Nunca había percibido ese tipo de cosas antes y ahora tampoco quería percibirlas. Se había creado una situación de intimidad que la hacía sentirse débil. Necesitaba recobrar la vista para poder ver su nariz roja de villano.

– No, por favor…

– Tranquila -le dijo tumbándola de nuevo y apoyando su cabeza con gran delicadeza.

Le vino una nueva y absurda angustia: no sabía cómo se veía con su turbante ladeado y su vestido de fiesta desarreglado. Volvió a escuchar que caminaba por la habitación. Primero percibió un extraño sonido como un desgarro, y después una maldición en un susurro. ¡Se había quitado su falsa barba y el bigote! ¿Cómo se vería ahora? Pero lo más importante: ¿lo reconocería? Había vivido durante los últimos meses entre la clase alta, aunque sólo fuese de una manera tangencial. Si lo reconociese, debería poner cara de disimulo.

Una nueva preocupación se revolvió dentro de ella. ¿Y si él la reconocía? Eso sería un desastre. No era más que la hija de sir Arthur Mandeville, que a pesar de todo era un mercader de cierta importancia. Dudaba de que buena parte de los habitantes de la ciudad fuese consciente de su existencia. De todas formas no creía que un hombre lo suficientemente desesperado como para convertirse en bandolero acudiera con frecuencia a los salones de baile londinenses.

Se siguió lavando. Dos golpes que probablemente fueran sus botas al caer. Su desesperación por captar cada detalle había hecho que se le agudizara tanto el oído que escuchó sus pasos al volver a la cama, aunque sólo llevara puestas las medias. Ahora, ¿qué sucedería? Luchar con él iba a ser inútil, aunque debía hacerlo de todos modos. Así cuando una mano le cogió el pie, soltó una patada. Algo frío tocó su tobillo y sintió un fuerte tirón. De repente sus piernas quedaron libres y ella las usó para intentar apartarse de él.

– No tenga miedo.

– ¿Por qué no? Usted es un criminal.

– Pero de la clase más noble.

Sintió que no se seguía acercando, así que se quedó quieta.

– Usted no quería irse con lord Crofton, ¿verdad?

– ¡Oh, sí que quería!

Deseaba que le quitase la venda, pero no fue así. No debía ver su rostro. Se hizo un silencio y luego sintió su peso al sentarse en la cama, no muy lejos de sus pies. Ella se estremeció, no podía evitarlo.

– ¿Por qué?

– ¿Qué?

– ¿Por qué se iría voluntariamente con Crofton?

– Señor, eso no es de su incumbencia. Ahora sea tan amable de dejarme regresar.

– ¿Cree que estará esperándola en la carretera?

Su ligera burla le provocó ganas de gritar por la frustración. Sí que lo había pensado, y era ridículo.

– Por supuesto que no, pero usted podría llevarme a Stokeley Manor.

– Con lo cual me detendrían.

– Déjeme cerca, ya me las arreglaré yo sola para llegar hasta allí.

– Sin duda.

Después de un momento le preguntó:

– ¿Quién es usted?

¿Ya cuento de qué le hacía esa pregunta? Ya debía tener claro que era una mujer ligera de cascos. ¿Qué respuesta sería la correcta para que la devolviera a su destino? Todo dependía de llegar a Stokeley Manor.

Al parecer, él pensaba que era su salvador, por lo que sólo le permitiría marcharse si le hacía creer que era una ramera empedernida.

– ¿Quién soy yo, señor? -le dijo con una voz que pretendió que sonase lo más descarada y quebrada que pudo-. Soy su cautiva y sí, soy la puta de Crofton.

La cama se movió de nuevo, ¡oh, Señor!, se estaba tumbando. No la tocaba, pero se había recostado junto a ella. Una mano bajó suavemente por su vestido. Sintió un estremecimiento, pero supo disimularlo. Suponía que eso a una puta no le importaría.

¿Sentiría él los latidos frenéticos de su corazón?

La mano volvió a subir, pasando suavemente por sus pechos hasta llegar, para su terror, a la piel desnuda y después a su garganta, haciendo que se le cortara la respiración. Ella se irguió, desesperada por huir.

– No quiero hacerle daño, preciosa, pero si está dispuesta a irse con Crofton, ¿por qué no me sirve a mí para pasar la noche?

De pronto sintió cómo él se echaba sobre ella apresándola. Era caliente, duro y enorme.

– ¡No! -gritó, tratando inútilmente de rechazarlo con las manos atadas y las piernas enredadas en sus faldas.

Él la cogió de las muñecas y ella sintió sus labios en sus dedos: ¿se los estaba besando?

– ¿Por qué no? -le dijo con voz suave como si ella no se estuviese defendiendo de él-. Te pagaré lo habitual. O el doble.

Pero ¿cómo reacciona una ramera?

– Soy demasiado cara.

– Yo soy muy rico.

– Y selectiva; no me voy con cualquiera sólo porque lleve dinero encima.

– No soy un hombre cualquiera, dulce ninfa de la noche -le contestó entre risas-. Sabe, ésta es la primera vez que me rechaza una prostituta.

Ella se dio cuenta de su error; seguramente una profesional nunca rechazaba a un hombre con un puñado de guineas en las manos.

Una puta. Al empezar esta aventura estaba dispuesta a serlo, pero sólo porque creía que iba a poder evitarlo. Ahora estaba siendo atacada, y estaba indefensa apresada por el cuerpo de ese villano y sus deseos. En el caso de que ella le dejase hacer lo que los hombres hacen, ¿la ayudaría a terminar su viaje? Se le revolvió el estómago al pensarlo, pero se lo permitiría si le sirviese de algo. Pero, no, no funcionaría. Se daría cuenta de que era virgen y entonces sólo Dios sabe lo que podía pasar.

Algo acarició sus labios. Su pulgar, pensó, y retiró la cabeza para escaparse de él. La abrumaba tener su cuerpo y sus manos sobre ella, cómo le cogía la cabeza y presionaba sus labios con los suyos. Oyó sus propios sollozos, y rezó para que él se lo tomase como una forma de protesta y no una manifestación de terror.

– Nunca he forzado a una mujer -le susurró junto a sus labios-, y no voy a empezar por usted. ¿Cómo puedo convencerla? Sería un placer para los dos. Además, ya debe saber cómo se le calienta la sangre a un hombre después de la acción y el peligro.

– ¡No! Quiero decir, no puedo. Lord Crofton me contrató y yo me considero suya por el momento.

– ¿Lealtad entre pecadores? -Se echó a reír-. Vamos, preciosa, él haría lo mismo si la situación fuese a la inversa.

Retiró su cuerpo y ella tuvo la esperanza de haberse librado de él, pero de pronto sintió la presión de su rodilla entre sus piernas separándoselas hasta…

– ¡Por favor, pare!

Se detuvo pero no la dejó libre. Ella seguía atrapada y sin aliento. -¿Quién es usted? -le volvió a preguntar y por fin ella lo entendió.