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– Estoy descalza y sólo Dios sabe dónde me encuentro, su excelencia. No me marcharé hasta mañana.

– Ya es mañana. Usted no se irá hasta que hayamos desayunado y hablado de ciertos asuntos.

Odiaba que le diesen órdenes, pero igualmente aceptó.

– Muy bien.

– ¿Me da su palabra de honor?

Volvió a titubear, pero por el placer de que se la hubiera pedido, le dijo:

– Le doy mi palabra. -Entonces, sígame.

Se puso de pie, cogió el candelabro e hizo que la acompañara a la habitación de al lado. No fue hasta ese momento en que Cressida, que iba tras él, se dio cuenta que tal vez se había sentado para no intimidarla con su altura. ¿Podía creerse que hubiera sido tan comprensivo y considerado?

CAPITULO 3

El nuevo dormitorio era idéntico al otro, salvo por las cortinas del dosel de la cama que eran de color azul oscuro. Tenía la sensación de que era una modesta casa de campo, cosa extraña para un duque. ¿Sería una casa prestada que él utilizaba para llevar a cabo sus vilezas? Encendió una sola vela.

– Todos los sirvientes están durmiendo. Le traeré lo que me ha sobrado de agua para que se lave. La cama no ha sido ventilada, pero es verano.

Su preocupación por esos detalles domésticos hizo que a Cressida casi le dieran ganas de reírse. Por su parte, le daba lo mismo. El sueño se iba apoderando de ella como un invasor, y hacía que se le cayeran los párpados.

– Está bien.

– Estaré en la puerta de al lado por si necesita algo.

No se refería a algo doméstico. El gesto travieso de su boca y sus cejas le daba un toque picante.

Cuando se quedó a solas recordó que era un libertino. El duque de Saint Raven no sólo tenía reputación de ser un amante apasionado, sino también un promiscuo. Su amiga Lavinia, que siempre compartía con ella los chismorreos más jugosos, tenía un hermano que le había contado que el duque celebraba fiestas salvajes con caballeros y prostitutas. Al parecer frecuentaba orgías con prostitutas en las que era un invitado destacado.

Regresó con la jarra de agua y una toalla, y ella siguió cada uno de sus movimientos, mientras él, sencillamente, dejaba las cosas y se dirigía de nuevo a la puerta. ¡Claro! Ella no era de esa clase de mujeres que vuelven locos a los hombres de lujuria. De todos modos, pensó que la última cosa que haría el duque sería aprovecharse de una mujer decente. Él se detuvo en la puerta.

– Mis sirvientes son discretos pero no unos santos. ¿Qué pasaría si se fuesen de la lengua y contasen que se quedó aquí esta noche?

– ¿Nos tendríamos que casar?

Lo había dicho como una broma inocente, pero él abrió los ojos con desconfianza, y sintió que entre ellos se levantaba una barrera.

– Lo siento, le aseguro que no tengo ninguna intención de tenderle una trampa para casarme con usted, su excelencia. De hecho, el nombre que le he dado es falso, así que no hay peligro.

Él bajó la guardia.

– Es usted una mujer inteligente, pero aun así no se deje ver. Yo le traeré el desayuno, claro que antes le avisaré para que se pueda vestir, por supuesto. Eso me recuerda que…

Se volvió a marchar. Mientras lo esperaba, se abrazó a sí misma sintiéndose destemplada por la falta de sueño. Cuando regresó dejó sobre la cama una prenda de vestir color oro y carmesí.

– Que duerma bien, querida ninfa. Hablaremos por la mañana.

La puerta se cerró, dejándola en el silencio de su habitación iluminada sólo por una vela vacilante. En la cerradura había una llave, pero no quiso echarla. Una puerta cerrada no lo persuadiría, y estaba segura de que tampoco pensaba irrumpir en la habitación.

Cogió la prenda; era una bata de hombre de seda gruesa con dibujos de cachemira. Se la acercó a la cara y volvió a sentir el olor a sándalo. Pensó que el recuerdo de esa noche siempre estaría relacionado a ese olor. Ahora que estaba sola, se le hacía imposible meterse en esa cama tan impersonal. A pesar de que el cansancio hacía que le picaran los ojos y le dolieran las articulaciones, ¿cómo podría abandonarse al sueño en la casa de ese duque libertino? Sin embargo, como era práctica, algo de lo que se sentía orgullosa, decidió que debía dormir para tener la mente despierta por la mañana y encontrar la manera de cumplir con su misión.

Abrió la cama y las sábanas limpias la atrajeron como si fueran un imán. Tal vez dormir no sería tan imposible después de todo. Retiró las horquillas que le sujetaban el turbante y se lo quitó junto con los falsos rizos. La moda era llevar una cascada de tirabuzones en torno a la cara, pero ella se negaba a cortarse su larga cabellera por delante. De todos modos su pelo era espeso y liso, por lo que si quería darle esa apariencia necesitaba constantemente unas tenazas calientes.

Cuando terminó de retirar todas las horquillas, su cabello se deslizó por la espalda. No tenía energías para trenzárselo, y aunque sólo quería derrumbarse en la cama, se encontró con que no podía desabrocharse el vestido. Daba igual que se desplanchara y arrugara. Incluso aunque hubiera podido hacerlo, nunca hubiese conseguido quitarse el corsé. Con un suspiro se metió en la cama tal cual, pues de todos modos estaba lo suficientemente cansada como para poder dormir. Lo intentó. Se echó de un lado y de otro, intentando encontrar una postura cómoda, pero las barbas del corsé se le clavaban, los tirantes la incomodaban y las faldas se le enmarañaban alrededor de las piernas dejándoselas atrapadas. Saltó de la cama y volvió a retorcerse para intentar llegar hasta los ganchos. Imposible, no había nada que hacer. Resoplando, salió de la habitación enfadada y se dirigió a la de él.

El duque estaba junto al armario y se giró. Estaba desnudo de cintura para arriba, y tenía los pantalones desabrochados. Ella nunca había visto antes el cuerpo desnudo de un hombre, y se quedó mirando fijamente sus músculos fibrosos y su visible fortaleza. Bajó la mirada y se encontró con que tenía la delantera del pantalón abierta.

Se acercó mientras se volvía a abrochar los botones.

– Usted debería pagar con una prenda por esto, señorita Wemworthy.

Debido a la culpabilidad o simplemente a que estaba deslumbrada, Cressida no se defendió cuando la atrajo hacia sus brazos. Quizá mostró un leve atisbo de resistencia, pues puso las manos entre ellos, pero eso hizo que terminaran presionadas contra la piel caliente de su abdomen. Después sintió cómo se movían sus músculos mientras bajaba la cabeza buscando sus labios, que esta vez no opusieron ninguna resistencia.

Siendo honesta consigo misma, debía aceptar que desde que anteriormente le diera aquel controvertido beso, había anhelado que eso ocurriera de nuevo: volver a sentir sus fascinantes y tentadores labios jugando con los suyos, y saborear su fuego con tiempo para poder asimilarlo. De modo que lo que hizo fue absorberlo, o dejarse absorber, rodeada por sus fuertes brazos, carne contra carne, boca contra boca, calor contra calor. Se derretía. El suave olor a sándalo la sumergió en un delicioso olvido. Sólo olerse, saborearse, tocarse. Ahora la única venda de sus ojos eran sus párpados cerrados.

El despegó sus labios de los suyos y sus manos dejaron de presionar su cuerpo. Abrió los ojos y él estaba mirándola casi sin comprender.

– ¿Es posible que aún haya esperanzas de que después de todo sea una ninfa de la noche que haya venido a complacerme?

Su maravilloso tórax ascendía y descendía bajo sus manos; sentía su corazón latiendo con fuerza. Para su propio asombro se escuchó decir: