– ¿Somos qué?
– Amigos, por supuesto.
– Esto… yo…
– ¡¿Vas a dejar en paz a mi acompañante?! -ladró la viuda.
Él suspiró y movió la cabeza mirando a la señorita Eversleigh.
– Es terriblemente dominante, ¿no le parece?
La señorita Eversleigh se ruborizó. Francamente, era el color rosa más bonito que había visto en su vida.
– Una lástima estas ataduras -continuó-. Parece que estamos atrapados en un momento romántico, dejando de lado la ácida presencia de su empleadora, y sería mucho más fácil depositarle un beso en el dorso de la mano si pudiera levantársela con una de las mías.
Esta vez tuvo la certeza de que ella se estremeció.
– O en su boca -susurró-. Podría besarla en la boca.
A eso siguió un exquisito silencio, que fue interrumpido de un modo algo brusco por:
– ¡¿Qué diantres?!
La señorita Eversleigh retrocedió de un salto, tal vez un palmo o más, y él se giró a mirar a un hombre furiosísimo que venía caminando hacia él.
– ¿Este hombre te está molestando, Grace? -preguntó.
Ella se apresuró a negar con la cabeza.
– Noo, no, pero…
El recién llegado lo miró con unos furiosos ojos azules. Furiosos ojos azules que se parecían bastante a los de la viuda, salvo por las bolsas y las arrugas.
– ¿Quién es usted?
– ¿Quién es «usted»? -preguntó Jack a su vez, tomándole aversión instantánea.
– Soy Wyndham, y usted está en mi casa.
Jack pestañeó. Un primo. Su nueva familia iba aumentando en encanto por segundos.
– Ah, bueno, en ese caso, soy Jack Audley, antes del estimado ejército de Su Majestad, y más recientemente del polvoriento camino.
– ¿Quiénes son estos Audley? -preguntó la viuda, volviéndose-. No eres un Audley. Eso se ve en tu cara. En tu nariz, en tu barbilla y en todos los malditos rasgos, excepto en los ojos, que son del color incorrecto.
– ¿Color incorrecto? -preguntó él, simulando sentirse herido-. ¿De veras? -Miró a la señorita Eversleigh-. Siempre me han dicho que a las damas les gustan los ojos verdes. ¿Me han informado mal?
– ¡Eres un Cavendish! -rugió la viuda-. Eres un Cavendish y exijo saber por qué no se me informó de tu existencia.
– ¿Qué diablos pasa? -preguntó Wyndham.
Jack pensó que no le correspondía a él contestar, así que guardó silencio feliz.
– ¿Grace? -dijo Wyndham, mirando a la señorita Eversleigh.
Jack los observó con interés. Eran amigos, pero ¿eran «amigos»? No podía saberlo.
La señorita Eversleigh tragó saliva con visible incomodidad.
– ¿Tal vez lo hablamos mejor en privado?
– ¿Y estropearlo para los demás? -terció Jack, porque después del trato al que lo habían sometido, opinaba que nadie se merecía un momento para hablar en privado. Entonces, para conseguir la máxima irritación, añadió-: Después de lo que he pasado…
– Él es tu primo -declaró la viuda rotundamente.
– Él es el bandolero -dijo la señorita Eversleigh.
– No estoy aquí por propia voluntad -añadió Jack, enseñando las manos atadas-, se lo aseguro.
– Su abuela creyó reconocerlo anoche -explicó la señorita Eversleigh al duque.
– No creí, lo reconocí -ladró la viuda, moviendo la mano hacia él, y él tuvo que resistir el impulso de agacharse-. Simplemente míralo.
– Yo llevaba antifaz -explicó Jack al duque, porque, francamente, no quería cargar con la culpa del asunto.
Sonrió alegremente, observando con interés al duque.
El duque se puso una mano en la frente y se presionó las sienes con una fuerza como para romperse el cráneo. Y entonces, sencillamente, bajó la mano y gritó:
– ¡Cecil!
Jack estaba a punto de hacer una broma acerca de otro primo desconocido cuando apareció un lacayo patinando por el corredor, el tal Cecil, supuso.
– El retrato -le espetó Wyndham-. El de mi tío.
– ¿El que acabamos de subir a…?
– Sí. Bajadlo al salón. ¡De inmediato!
Incluso Jack agrandó los ojos ante la potente energía de su voz.
Entonces vio a la señorita Eversleigh poner la mano en el brazo del duque; y sintió como ácido en el vientre.
– Thomas -dijo ella en voz baja, sorprendiéndolo al llamarlo por su nombre de pila-, permíteme que lo explique, por favor.
– ¿Lo sabías? -preguntó Wyndham.
– Sí, pero…
– Anoche -dijo él, con voz glacial-. ¿Lo sabías anoche?
¿Anoche?
– Sí, pero, Thomas…
– Basta -le espetó él-. Al salón. Todos al salón.
Jack lo siguió, y cuando ya se había cerrado la puerta, le enseñó las manos atadas.
– ¿Cree que podría…? -preguntó, en tono amistoso, como si estuviera hablando consigo mismo.
– Por el amor de Cristo -masculló Wyndham.
Fue hasta el escritorio que estaba cerca de la pared y volvió con algo. Era un abrecartas de oro. Con un solo y violento tajo cortó las cuerdas.
Jack se miró las manos para comprobar que no estuvieran sangrando. No tenía ni un solo rasguño.
– Bien hecho -musitó.
– Thomas -estaba diciendo la señorita Eversleigh-. De verdad creo que deberías permitirme hablar contigo un momento antes de que…
– ¿Antes de qué? -ladró Wyndham, volviéndose hacia ella con una furia que en opinión de Jack era bastante indecorosa-. ¿Antes de que se me informe de que tengo un primo cuya existencia se desconocía y que podría o no podría estar buscado por la Corona?
– No por la Corona, creo -dijo Jack, mansamente-, aunque sí por unos cuantos magistrados. Y uno o dos párrocos. -Se volvió hacia la viuda-: Por lo general, robar en las carreteras no se considera la de menor riesgo de todas las ocupaciones posibles.
Nadie valoró su frivolidad, ni siquiera la pobre señorita Eversleigh, que se las había arreglado para echarse encima la furia de los dos Wyndham. Bastante inmerecidamente, en su opinión. Detestaba a los matones.
– Thomas -suplicó la señorita Eversleigh, y su tono volvió a hacer pensar a Jack qué existía entre esos dos-. Excelencia -enmendó, echando una nerviosa mirada a la viuda-, hay una cosa que necesita saber.
– Desde luego -dijo Wyndham, mordaz-, las identidades de mis verdaderos amigos y confidentes, para empezar.
La señorita Eversleigh retrocedió como si la hubiera golpeado, y en ese instante Jack decidió que hasta ahí podía aguantar.
– Le recomiendo que le hable con más respeto a la señorita Eversleigh -dijo, en tono alegre, pero con la voz firme.
El duque se volvió hacia él, mirándolo pasmado, y descendió el silencio sobre la sala.
– Con su perdón, ¿qué ha dicho?
Jack lo odió en ese momento, hasta su última mota de orgullo aristocrático.
– No está acostumbrado a que le hablen como a un hombre, ¿eh? -se mofó.
El aire pareció electrizarse. Jack comprendió que debería haber previsto lo que ocurriría. Vio que el duque tenía la cara contorsionada por la furia, y, por lo que fuera, él no fue capaz de hacerse a un lado cuando se abalanzó y lo cogió por el cuello con las dos manos, y los dos cayeron sobre la alfombra.
Maldiciendo su estupidez, intentó coger impulso cuando Wyndham le asestó el primer puñetazo en la mandíbula. Por puro instinto de supervivencia tensó el vientre, endureciéndolo, y con un movimiento rápido como un rayo, levantó el tórax empleando la cabeza como arma. Sintió el satisfactorio crujido cuando le enterró la cabeza bajo la mandíbula, y aprovechó su aturdimiento para hacerlo rodar y rodar, e invertir las posiciones.
– No… vuelvas a… golpearme… nunca más -gruñó.
Había peleado en los barrios bajos y en campos de batalla, por su país y por su vida, y jamás toleraba a los hombres que daban el primer puñetazo.
Wyndham le enterró el codo en el vientre, y él estaba a punto de devolverle el favor, enterrándole la rodilla en la ingle, cuando la señorita Eversleigh saltó a la refriega metiéndose entre los dos, sin pensar ni en el decoro ni en su seguridad.