– He conocido a varios católicos -dijo Grace, puesto que era evidente que fracasó en su intento de cambiar de tema-. Es curioso -musitó-, ninguno tenía cuernos.
– ¿Qué ha dicho?
– Sólo que sé muy poco sobre la fe católica -repuso alegremente.
Sí que había un motivo para dirigir sus comentarios a la ventana o a la pared.
La viuda emitió un sonido que no logró identificar. Pareció un suspiro, pero lo más probable es que fuera un bufido, porque las siguientes palabras que salieron de su boca fueron:
– Tendremos que encargarnos de eso. -Se inclinó y se apretó el puente de la nariz, con cara de estar muy molesta-. Supongo que tendré que contactar con el arzobispo.
– ¿Eso es un problema?
La viuda negó con la cabeza, disgustada.
– Es un hombre de ojillos pequeños que pasará años aprovechándose de esto.
Grace se acercó más a la ventana. ¿Fue un movimiento lo que vio en la distancia?
– A saber qué tipo de favores me va a pedir -masculló la viuda-. Supongo que tendré que alojarlo en el Dormitorio Real, sólo para que pueda decir que durmió entre las sábanas de la reina Isabel.
Grace estaba mirando cuando aparecieron los dos hombres a caballo por el camino de entrada.
– Están de vuelta -dijo.
Y pensó, no por primera vez esa tarde, qué papel le tocaba desempeñar a ella en ese drama. No era de la familia; en eso la viuda tenía toda la razón. Y pese a su posición relativamente elevada entre el personal, no la incluían en los asuntos relativos a la familia o el título. No lo esperaba y tampoco lo deseaba. La viuda mostraba su peor aspecto cuando surgían asuntos de dinastía, y Thomas el suyo cuando tenía que tratar con la viuda.
Debería disculparse para no estar presente, por mucho que el señor Audley hubiera insistido. Sabía cuál era su puesto, y cuál era su lugar, y no deseaba entrometerse en un asunto familiar.
Pero cada vez que se decía que debía salir de la sala, que era el momento de irse, que debía darle la espalda a la ventana e informar a la viuda de que se iría para que pudiera hablar con sus nietos en privado, no lograba obligarse a moverse. Seguía oyendo, no, sintiendo, la voz del señor Audley: «Se queda».
¿La necesitaba? Tal vez sí. Él no sabía nada de los Wyndham, no sabía nada de su historia ni de las tensiones que pululaban por la casa como horrendas telarañas imposibles de quitar. No se podía esperar que se las arreglara solo en su nueva vida, al menos no en esos momentos.
Se estremeció, y se rodeó el pecho con los brazos, observando desmontar a los hombres. Qué raro sentirse necesitada. A Thomas le gustaba decir que la necesitaba, pero los dos sabían que eso no era cierto. Podía contratar a cualquiera para que soportara a su abuela. Thomas no necesitaba a nadie. No necesitaba nada. Era maravillosamente autosuficiente. Seguro de sí mismo y orgulloso, lo único que necesitaba era un ocasional pinchazo para reventar la burbuja que lo rodeaba. Él lo sabía, y eso era lo que lo salvaba de ser absolutamente insufrible. Nunca decía mucho, pero ella sabía que a eso se debía que se hubieran hecho amigos. Posiblemente ella era la única persona de Lincolnshire que no se inclinaba sumisa y decía sólo lo que creía que él deseaba oír.
Pero no la necesitaba.
Oyó pasos en el corredor y se giró, tensa por los nervios. Esperó a que la viuda le ordenara salir de la sala. Incluso la miró, arqueando las cejas levemente, como retándola a decírselo, pero la viuda estaba con la mirada fija en la puerta, ignorándola adrede.
Thomas fue el primero en entrar.
– Wyndham -dijo la viuda, enérgicamente; jamás lo llamaba de otra manera que por su título.
Él asintió.
– Ordené que llevaran las cosas del señor Audley al dormitorio de seda azul.
Grace miró cautelosa a la viuda para ver su reacción. El de seda azul era uno de los mejores dormitorios para huéspedes, pero no el más grande ni el más prestigioso. Pero estaba en el mismo corredor del de la viuda.
– Excelente elección -repuso esta-. Pero debo repetir. No lo llames señor Audley en mi presencia. No conozco a estos Audley y no me interesa conocerlos.
– No creo que a ellos les interese conocerla a usted tampoco -dijo el señor Audley entrando en la sala.
La viuda arqueó una ceja, como para dejar clara su propia magnificencia.
– Mary Audley es hermana de mi difunta madre -declaró el señor Audley-. Ella y su marido, William Audley, se hicieron cargo de mí cuando nací. Me criaron como a un hijo y, a petición mía, me dieron su apellido. No deseo renunciar a él.
Miró tranquilamente a la viuda, como retándola a decir algo.
Ella no dijo nada, lo que sorprendió muchísimo a Grace.
Entonces él se volvió hacia ella y le hizo una elegante venia.
– Puede llamarme señor Audley si lo desea, señorita Eversleigh.
Ella se inclinó en una reverencia. No sabía si eso era necesario, puesto que nadie sabía cuál era su rango, pero le pareció simplemente cortesía. Después de todo, él le había hecho una venia.
Miró a la viuda, y vio que la estaba mirando furiosa, y luego miró a Thomas, que se las arreglaba para parecer divertido y molesto al mismo tiempo.
– No te puede despedir por llamarlo por su apellido legal -dijo entonces Thomas, con su habitual deje de impaciencia-. Y si te despide, yo te retiraré con un buen legado y a ella la enviaré a alguna propiedad muy lejana.
El señor Audley miró a Thomas sorprendido y aprobador, y luego se volvió hacia Grace sonriendo.
– Es tentador -musitó-. ¿Adónde la puede enviar que esté bastante lejos?
– Estoy pensando en aumentar nuestras propiedades -contestó Thomas-. Las Hébridas Exteriores están preciosas en esta época del año.
– Eres despreciable -siseó la viuda.
– ¿Por qué sigo teniéndola aquí? -preguntó Thomas, como pensando en voz alta.
Diciendo eso fue hasta un armario y se sirvió una copa.
– Es su abuela -dijo Grace, puesto que alguien tenía que ser la voz de la razón.
– Ah, sí, la sangre -suspiró Thomas-. Me han dicho que es más espesa que el agua. Una lástima. -Miró al señor Audley-. Se enterará pronto.
Grace se imaginó que el señor Audley se erizaría por el tono de superioridad de Thomas, pero él continuó con expresión afable y despreocupada. Curioso. Daba la impresión de que habían acordado una especie de tregua.
– Y ahora -declaró Thomas, mirando fijamente a su abuela-, ha terminado mi trabajo aquí. He devuelto al hijo pródigo a tu amoroso seno, y todo está bien en el mundo. No en «mi» mundo, pero sí en el mundo de alguien, no me cabe duda.
– No en el mío -dijo el señor Audley, puesto que nadie hizo un comentario. Entonces esbozó una sonrisa, una sonrisa indolente, traviesa, que tenía la intención de pintarlo como al pícaro despreocupado que era-. Por si le interesaba.
Thomas lo miró, arrugando la nariz en un gesto de vaga indiferencia:
– No me interesaba.
Grace miró nuevamente al señor Audley. Continuaba sonriendo. Entonces miró a Thomas, esperando que dijera algo más.
Él inclinó la cabeza hacia ella, en una especie de irónico brindis, se bebió la copa de licor de un solo trago, escandalosamente largo.
– Voy a salir.
– ¿Adónde? -preguntó la viuda.
Thomas se detuvo en la puerta.
– Aún no lo he decidido.
Lo cual significaba, sin duda, «A cualquier parte, con tal de no estar aquí».
CAPÍTULO 07
Y eso, decidió Jack, le daba la señal a él para marcharse de la sala también.
Y no era que le tuviera un gran cariño al duque. En realidad, ya había tenido bastante de su maravillosa señoría por un día y se sintió muy feliz cuando le vio la espalda al salir de la sala. Pero la idea de quedarse ahí con la viuda…
Ni siquiera la deliciosa compañía de la señorita Eversleigh era tentación suficiente para soportar más de «eso».